14. Lourdes

Claramente, Lourdes estaba interesada en mí. No sabía muy bien por qué, pero su mirada delataba que le llamaba la atención. Algunas veces, cuando estábamos solas, me hablaba como si quisiera contarme algo, como si quisiera iniciar una amistad más allá de nuestro vínculo de clienta y costurera. Gracias a ella podía mantenerme de mi trabajo. Y gracias a ella Carmen había llegado a mi vida. Me conmovía su altruismo, pero cuando intentaba agradecérselo, me cortaba casi bruscamente, como si no quisiera darse importancia o entrar en los detalles de sus actos compasivos.

Era una mujer carismática, de esas que consiguen que todas las miradas se centren en sus movimientos. Era seductora con hombres y mujeres; su voz grave, su risa y la comodidad que mostraba con su cuerpo hacían que la gente quisiera acercarse. Lourdes era consciente de esto. Sus ojos verdes, casi transparentes, observaban mis manos mientras le tomaba las medidas de sus prendas. Por su ropa intuía la intensidad de su vida social, pese a que ella apenas lo mencionara. Era curioso adentrarme en sus secretos a través de los vestidos. Jugaba a imaginar con quién saldría por las noches y a dónde acudiría. ¿Serían sus amantes, sus familiares o sus amigos? ¿Cómo sería su casa, su vajilla o sus despertares? ¿Se puede llegar a conocer a alguien que no quiere ser descubierto?

Lourdes no hablaba de su vida, no llevaba anillo de casada y supuse que no tendría hijos. Mientras Carmen y yo conversábamos ella, simplemente, escuchaba. Escuchaba nuestras historias como si oyera el serial de la radio, pero jamás se decidió a contarnos de dónde venía o a dónde se dirigían sus pasos. Me hubiera gustado retratarla. Tenerla frente a mí sin más protección que su propio cuerpo. Tenerla quieta a sólo unos centímetros del lienzo para desentrañar su magnetismo. Pero nunca accedió a ser dibujada. Puede que sospechara que, tras el ritual del retrato, llegaría hasta mí una parte de ella, una respuesta a algunas de mis preguntas, un destello de lo que navegaba en su interior y que guardaba en la intimidad de su silencio. Lourdes era un misterio que no me sentía capaz de descifrar.

Desde los ventanales de la cafetería «Sidi», podía observar la plaza de San Ildefonso y parte de la calle Colón. Siempre me sentaba a la mesa que me permitía abarcar toda esa zona, sin perder detalle de lo que ocurría a aquellas horas de la mañana en el barrio. Era un poco más temprano de lo habitual y la clientela por primera vez era distinta a la de otros días. Removía mi café lentamente, recreándome en el contacto de la cuchara con el fondo de la taza y observando la espuma diluirse, cuando me pareció ver a Lourdes a lo lejos. Nunca antes la había visto fuera de casa y me resultó distinta. Me resultó distinta simplemente porque eso es lo que sucede cuando sacas a las personas del contexto habitual. Se detuvo frente a la entrada de la iglesia. Hombres y mujeres entraban a pocos minutos de que comenzara la misa. Lourdes no se movía, era como si sus pies se hubieran incrustado en el primer escalón y no pudiera desplazarlos para subir hasta la iglesia. ¿Por qué no entraba? ¿Qué la detenía allí? Los parroquianos desaparecieron adentrándose en el enorme portalón de madera. Las campanas dejaron de sonar. La misa comenzó. Y Lourdes se quedó fuera. Prosiguió su ruta. Llevaba un ritmo lento, nada que ver con la energía que emanaba cuando estaba con nosotras. De repente, la vi muy sola. Con los ojos buscando dónde posarse, caminando despacio, como si eligiera el rumbo de forma aleatoria, como si no tuviera un destino determinado. ¿Quién era realmente esa mujer?