13. El pez

En un arrebato de sinceridad le conté a mi hermana que me sentía sola y entré en una profundidad y franqueza que pareció casi violentarla. No estaba acostumbrada a que me apoyara en ella, pero recuerdo que salió sin planearlo. Así que unos días después de escuchar mi relato solitario, decidió regalarme una mascota para que me hiciera compañía. ¿Un dulce y tierno gatito? ¿Un dulce y tierno perrito? No, un esmirriado y perplejo pececito. Mi hermana me regaló una pecera con un pez naranja dentro porque decía que «los peces hacen mucha compañía». Pues será entre ellos, pensé, porque lo que es a mí…

Mi hermana se marchó y me quedé mirando el pez. Él no parecía verme a mí; de hecho, no parecía ver nada, se movía rápidamente por la pecera sin detenerse en ningún detalle, casi como un niño hiperactivo para el que nada es suficientemente interesante para merecer una pausa. Me hacía preguntas absolutamente ignorantes: «¿Cómo duerme un pez? ¿Cierran los ojos los peces? ¿Se sentirá solo el pez?». Esto último me preocupó. Imagino que movida por la educación en la que nos encontramos todos, en la que parece que si no tienes a alguien eres un infeliz. Y eso de lo que yo pretendía huir se lo trasladaba ahora al pececito naranja.

Me acuerdo mucho de los viajes en coche con mi familia todos los veranos al mismo sitio, a hacer lo mismo, con las mismas personas, tomar el mismo aperitivo manteniendo la misma conversación. Me acuerdo mucho inevitablemente porque al repetir lo mismo durante quince años es difícil olvidarlo. Me gustaba mirar por el parabrisas trasero cuando mi padre conducía durante la noche. Volvíamos del pueblo y observaba cómo íbamos abandonando el paisaje a nuestro paso. Los faros iluminaban el camino, pero lo que dejábamos atrás era oscuro, con las siluetas de los árboles y las montañas, y me encantaba perder mis ojos en esa oscuridad desde la protección familiar de nuestro coche. Me daba miedo, pero era un miedo estimulante porque sabía que no podía pasarme nada. Aunque jugaba a imaginar qué ocurriría si tuviera que quedarme allí entre la maleza en mitad de la noche, cubierta por un cielo negro y rodeada de animales salvajes. Sólo de pensarlo me estremecía y volvía a mi almohada, a pelearme con mi hermana por conseguir algo más de espacio y seguir durmiendo. Igual jugaba a ponerme en lo peor para que el contraste con mi familia me resultara positivo. ¿Es mejor quedarte sola en plena noche en mitad del campo o seguir conviviendo con estos tres individuos? Pues claro, visto así…

Pero ya de niña me ocurría lo mismo que me estaba pasando con el pez: el temor a su sentimiento de soledad. Veía a los animales pastando desde la ventana de nuestro coche y buscaba a sus parejas en el horizonte. Si una vaca se encontraba sola, me daba una pena horrorosa. Si un toro se encontraba solo intentaba buscarle una novia en el paisaje antes de abandonar el tramo con la mirada. Ya me daba pena que los animalitos estuvieran solos, quizá porque en mi casa la compañía era esencial. Nadie sabía estar solo, ni mi madre, que nos necesitaba a mi hermana y a mí, ni mi padre, que necesitaba a mi madre o un televisor, ni mi hermana, que siempre estaba con su mejor amiga o con su mejor novio o acompañando a mi madre a todos lados. Y esos detalles terminan marcando un rumbo que ahora mismo siento que no me pertenece. Aun así, ante la duda de si un pez podía sentirse solo o no, lo que hacía era llevarme la pecera por la casa para hacerle compañía. Ya ves tú la estupidez. Lo único que conseguí fue desubicarlo del todo.

Lo deposité en la mesilla de noche, que no era una mesilla, para ser sinceros era una silla con un montón de libros y una lamparita. Leí un rato, le di las buenas noches porque yo soy muy educada, él no contestó (los peces son reservados) y apagué la luz. Me sumergí en el edredón blandito y en las tropecientas almohadas con las que suelo dormir. Cerré los ojos y caí en las profundidades del sueño. Unas horas después, empecé a removerme de un lado para otro sin encontrar la posición. Al darme la vuelta hacia la pecera, entreabrí los ojos y me pareció ver una sombra a los pies de mi cama. Se me encogió el estómago y mi respiración se detuvo un instante. Enfoqué la vista para comprobar si eran imaginaciones mías o incluso si estaba soñando, pero entonces la sombra desapareció. Encendí la luz. Y el pez, en vez de encontrarse resguardado tras la isla de plástico en la que le dejé al dormirme, estaba histérico dando vueltas en la pecera y chocándose contra el cristal. Me quedé incorporada en la cama, intentando entender qué había pasado. Recordaba con nitidez que era una figura sentada sobre el colchón. Sabía que podía tratarse de cualquier cosa, pero la reacción del pez me reafirmó en que no me lo había inventado. ¿Por qué su inquietud repentina? Algo se había movido en mi casa, algo nos había visitado esa noche. Algo se respiraba en mi dormitorio que no identificaba pero que se colaba en mis pulmones. Era una emoción magnética, pero no puedo decir que no sintiera miedo. Así que no lo diré.