Carmen y yo estábamos a la espera de la llegada de una nueva inquilina, Juana. Una mujer de veintitantos años que salía huyendo de la casa en la que había servido en los últimos años. Llegaba asustada y vulnerable, desubicada y escéptica, por circunstancias que en un primer momento no quiso contarnos.
Era una mujer robusta, alta y con unos kilos de más, sobre todo si la comparabas con la delgadez extrema de Carmen. Su historia estaba llena de misterio, hablaba a medias, sin terminar las frases, como si quisiera sincerarse con nosotras pero un impulso interior se lo impidiera. Le ofrecimos algo de comer y Juana miró a su alrededor cuando caminábamos hacia la cocina. Le gustaba la casa. Organizamos los dormitorios entre las tres mientras las niñas saltaban sobre las camas cada vez que nos disponíamos a cambiar las sábanas o estirar las colchas. Dispusimos una de las estancias para los niños, otra para Juana y un dormitorio para Carmen y para mí.
Juana tenía once hermanos, aunque sólo se mantenía en contacto con uno de ellos, pero vivía fuera de España y apenas hablaban. Se marchó de su pueblo para buscar trabajo y terminó de interna en una casa de Madrid. A los dos años, tuvo que marcharse. ¿Por qué tuvo que marcharse? Por el momento, no parecía dispuesta a hablar de ello.
Me resultaba curioso cómo todas nosotras, con nuestros dramas y nuestras tristezas, nos encontrábamos en este espacio intentando rehacer lo que podría haber sido un infierno. No podía decir que fuera una casualidad, no podía decirlo porque no creía en esas cosas, simplemente algo nos había movido para encontrarnos. Sin el pasado, que se llenaba de niebla a medida que avanzábamos, jamás nos hubiéramos conocido. A veces la vida te arroja al precipicio, pero si consigues salir, siempre puedes elegir un camino nuevo, sin indicaciones, un camino arenoso que a cada pisada va tornándose firme y te guía hasta donde tengas que llegar. ¿Debíamos llegar todas hasta aquí? Imagino que sí. Puede que nos esperaran otros destinos al final de otros caminos pero, por alguna razón, nos encontrábamos en este.
Carmen había conseguido un trabajo como asistente en un local de actuaciones. Su labor estaba muy por debajo de lo que merecía, pero nos ayudaba a salir adelante a las tres y a nuestros hijos. Se dedicaba a preparar el vestuario, ayudaba a las artistas a peinarse y maquillarse, y mantenía los camerinos ordenados entre cada función. Al menos era un trabajo relacionado con la música y estaba contenta. Juana se ocupaba de las tareas de la casa y cuidaba a los niños si yo tenía prendas que arreglar. Nos complementábamos, nos ayudábamos, nos cuidábamos cuando estábamos enfermas y, poco a poco, sentimos que aquella era nuestra familia.
Una mañana mandé a Juana al mercado de San Ildefonso. Le di una lista con los alimentos que debía comprar y percibí el terror en sus ojos por primera vez. Juana no sabía leer. Intentó disimularlo durante unos minutos pero me di cuenta enseguida. Decidimos que lo aprendiera de memoria y lo fue consiguiendo hasta que una mañana me pidió que la enseñara a leer. Gloria estaba en la cocina escuchando la conversación y se sorprendió con la noticia.
—¿No sabes leer? —preguntó con asombro.
—No —contestó Juana tímidamente.
Gloria dejó su vaso en la pila, se limpió las manos con el paño de cocina y la miró con un gesto de madurez que yo no había visto antes.
—Yo te enseño —concluyó resolutiva.
Y así fue. Gloria dedicaba un par de horas cada tarde a enseñar a leer a Juana. Las escuchaba recitar párrafos enteros de El Quijote, un libro que mi hija leía con soltura sin entender muy bien de qué se trataba. Yo reía a carcajadas al escuchar algunos pasajes, y Cervantes navegaba por las estancias de nuestra casa mientras cosía sobre mi mesa de trabajo y escuchaba la voz, cada vez más entera, de Juana.
Juana no fue la única que pasó por allí durante aquellos años. Fueron muchas mujeres las que entraban y salían buscando un refugio. Pasaban largas temporadas y luego continuaban su rumbo, fuera cual fuera. Nuestra casa se había convertido en una residencia femenina de acogida. Yo seguía con mis labores de costura, Juana trabajaba por las tardes ocupándose de las tareas del hogar, tanto en el nuestro como en otros donde la contrataban. Y Carmen alternaba su trabajo como asistente con las clases de baile y de canto que comenzó a impartir en uno de los dormitorios, convertido en una acogedora aula con dos butacones granates y el piano de mi marido. Escribí unas letras en la pared de la habitación: «Escuela Carmen Abril». Cuando terminé mi obra, Juana agregó: «La Niña de los Pendientes». Las tres reímos la ocurrencia, pero para nosotras, desde ese momento, el apodo de Carmen sería «La Niña de los Pendientes».
Lourdes se convirtió en mi mejor clienta. Fascinada por el ambiente alegre y femenino que se respiraba en nuestra casa, acudía con todo tipo de excusas para pasar un rato con nosotras. Algunas veces hablaba sin parar, mientras yo le tomaba las medidas y Carmen tocaba el piano apoyando las clases de canto de alguna alumna. La relación entre Lourdes y yo era fluida, aunque a ratos la sorprendía mirándome fijamente, como si vigilara mis movimientos esperando encontrar algo. Aquello me incomodaba, me recordaba a una niña del barrio que siempre me miraba así. Lo atribuí a mis muletas, cuando todavía no había empezado a llevar bastón. Nunca me habló, sólo me observaba. Me clavaba los ojos en cada tramo de mi cuerpo y no apartaba la mirada aunque yo la retara con un gesto de censura pidiéndole que dejara de examinarme. Hay miradas que atacan, que llegan a ti casi en forma de violencia física. Miradas, aparentemente, inofensivas mucho más dañinas que una bofetada rabiosa. Mi minusvalía me había llevado a percibirlo con claridad y me cuidaba mucho de cómo miraba a los demás. Pero, por lo visto, el resto no era consciente de hasta qué punto unos ojos pueden lastrar a su víctima.