Hablé con el dueño y le pedí las llaves del trastero. Me dijo que llevaba por lo menos veinte años sin abrirse y que no sabía qué habría allí. Después de hablar con él no podía pensar en otra cosa, «el trastero, ¿qué habrá en el trastero? Trastero, trastero». Sí, soy un poco obsesiva. Vino a casa a traerme las llaves y al verle no le vi, sólo seguía sonando en mi cabeza «trastero» y así me salió.
—Buenas… —dijo con la lengua fuera por los tres pisos sin ascensor.
—¿Las llaves del trastero? —ataqué sin darle tiempo a respirar.
El buen hombre empezó por comprobar que, efectivamente, la cisterna no funcionaba. Ya ves tú el interés que podía tener en mentirle en una cosa así. Le pregunté si recordaba algo de la casa, para completar las historias que me había contado Gertrudis, pero él nunca llegó a vivir aquí y la casa estaba vacía desde hacía muchos años.
El casero me dijo que iba a bajar a la ferretería para hacerme unos arreglos en las bisagras y otras cosas que no recuerdo. Me apunté al plan. No porque tuviera un gran interés en hablar con este hombre, que parecía expresarse en un idioma diferente al mío, y diferente al de cualquiera, incluso a veces emitía sonidos que él pensaba que eran palabras pero no lo eran, sino porque la ferretería era el lugar de mi último encuentro con el hombre canoso y no quería perder la oportunidad. Así que bajaríamos los dos. Yo me puse un fular y un abrigo bastante monos y me pinté los labios. Tardé dos minutos y cuando volví a la puerta el casero me miró algo sorprendido, como diciendo: «¿A santo de qué esta mujer se pinta los labios para bajar a la ferretería?».
Mientras caminábamos calle abajo, yo iba derramando toda mi condescendencia y conecté lo que llamo el «taxista mode». Se trata de no escuchar nada de lo que el otro dice y contestar siguiendo la corriente, como si te interesara pero sin dejar de pensar en tus cosas. Las frases estrella del «taxista mode» son «claro que sí, diga usted que sí, así se habla y bien dicho». Da igual de lo que esté hablando el otro porque tú has decidido que no vas a escucharle. Ya te puede estar diciendo «pues estaba pensando en cometer un atentado terrorista en los próximos días», que ahí estaría yo al otro lado diciendo «diga usted que sí, así se habla, bien dicho».
Le vi en cuanto entré en la ferretería. Y no tuve ni que buscarle con la mirada, porque era tal la luz que desprendía que casi me cegaba su presencia. Sí, esto es producto de mi imaginación, pero es mi historia y la exagero lo que quiero. El hombre canoso estaba concentrado mirando algunas cosas. Me emocioné tanto que el casero debió de flipar, «hay que ver la pasión que tiene esta chica por el bricolaje». Me puse nerviosa, hablaba sin parar y me mostraba muy interesada en los detalles sobre cómo se arregla una cisterna o en los misterios del funcionamiento de la bisagra. Miraba de reojo a ese hombre, tan guapo, con una chaqueta negra y una bufanda, con esa expresión infantil en el gesto, con sus enormes ojos color miel, con sus largas pestañas, con el pelo despeinado, con una mujer a su lado que parecía ser su esposa y un chico adolescente que parecía ser su hijo. ¡Noooooooo! Él me vio y se descompuso durante un instante para acto seguido reaccionar con naturalidad y hacer, directamente, como que no me veía. Me saludó con los ojos y siguió con su vida, sus escarpias, sus destornilladores, sus martillos, su mujer, su hijo que me sacaba una cabeza… Me quedé casi sin aire, con la decepción atravesada en la garganta y un principio de arcada provocado por la sequedad del paladar. Me despedí del casero y subí corriendo a casa.
Me senté en el sofá, cogí aire y conseguí encontrarme mejor. Pensándolo bien, ¿cuántas posibilidades existían de que ese hombre no tuviera una pareja? ¿Cómo funciona esto? Me asombra la ligereza con la que algunas personas te animan tras una ruptura diciéndote que hay muchos más hombres. No, no es cierto. Tienen que darse una serie de conjunciones casi imposibles. Primero encontrarnos, coincidir en espacio y en tiempo. Luego estar ambos en caminos similares para que el desencuentro no sea inmediato, luego, además, conectar el uno con el otro, química, espiritual e intelectualmente, y encima que ninguno de los dos esté ya unido a otra persona. ¡Anda ya! Es lo más complicado del mundo. Por eso en el fondo pensé que esto iba como debía ir. Él tenía una vida con otra mujer y yo no podía hacer nada. Pero ¿hasta qué punto su modelo familiar invalidaba nuestro encuentro? ¿Realmente se diluían los sentimientos así? ¿De verdad era tan importante que él viviera con otra mujer, tuviera un hijo y veranearan todos juntos en casas rurales entregándose su amor los unos a los otros? ¿De verdad era tan importante que pasearan abrazados, riendo por el campo buscando setas y probablemente encontrándolas? ¿Tanto me importaba que se acostara junto a otra mujer, despertaran rozándose cada mañana, se besaran para recibir el nuevo día y pasaran las navidades con sus alegres familias? El caso es que sí. ¡Me importaba! Vale que la perspectiva de mi vida estaba cambiando a marchas forzadas desde que me mudé a esta casa, pero de ahí a convertirme en un maestro zen capaz de asumir un encuentro más allá del modelo social, eso ya era un paso que no estaba preparada para dar. Pero era una buena oportunidad para no tratar de cazar a mi presa. No convertir al otro en una víctima de mi soledad, de mi miedo.
Mónica dio con una clave cuando le conté todo esto.
—¿Por qué no te saludó?
Me quedé pensando en ello. ¿Por qué no podía haberme dicho hola?
—Porque estaba su mujer delante.
—Eso significa que le gustas, si no, podría haberte saludado como una vecina sin más, pero no lo hace porque siente que tiene algo que ocultar.
Y tenía razón. Así que lejos de entristecerme, empecé a sentir que había algo entre nosotros, no era un invento mío. El que no se consuela es porque no quiere.