10. El afilador

Era temprano, acababa de llegar la primavera y me senté a olisquear la tierra mojada de la plaza con los ojos entornados. Tenía nueve años. Mis hermanas jugaban a perseguirse con otra de las niñas de la pandilla y yo las animaba con risas y gritos. Miré a mi izquierda. Un niño algo mayor que yo pasó por delante y nos quedamos mirándonos. Era un crío muy rubio, de ojos azules, que cojeaba de una pierna. Me sobrecogió. Manejaba sus muletas con soltura, como si llevara mucho tiempo moviéndose con ellas. Se fijó en mi bastón y aminoró su marcha. No llegó a detenerse pero me sonrió con la mirada. Nuestros ojos no expresaban la compasión a la que estábamos acostumbrados, sino reconocimiento. Una mirada conmovedora de comprensión que posiblemente sólo durara unos segundos y que yo he llevado conmigo hasta el día de hoy. Durante los meses en los que tenía el alma emparedada en los muros de mi infierno, recordé la mirada de ese niño rubio. La recordé porque no percibí sufrimiento en sus ojos, y por entonces, su entereza me animó a seguir luchando para tener una vida normal y, a ratos, hasta feliz. Y esas eran mis intenciones en aquellos días, tener una vida normal y, a ratos, hasta feliz.

Mi familia no mostró un gran interés en conocer a mi nueva inquilina y aquella indiferencia me distanció inevitablemente de ellos. No llegué a saber si su rechazo provenía de su conocimiento sobre la posición social y política de Carmen o si, simplemente, no les interesaba traspasar los lazos familiares y ofrecer su afecto a quien no hubiera nacido en nuestro seno. Me preguntaba dónde se encontraba ahora ese discurso de compasión y hermandad con otros seres humanos que mi madre tanto predicaba en nuestra casa. Y recordé de pronto a unos tíos a los que no habíamos vuelto a ver. Lola y yo especulamos mucho tiempo sobre la distancia con esta parte de la familia que tanto nos gustaba, y llegamos a la conclusión de que la relación con mi padre pudo ser el detonante de la ruptura. Mi padre no era fácil para nadie. Mis tíos eran distintos, no sólo por su alegría, sino porque parecían vivir al margen de la sociedad que impregnaba aquellos años. Se movían por España en busca de trabajo y nuestros primos habían aprendido a adaptarse a casi cualquier situación. Mi tío era escritor y poeta, aunque mi padre le desacreditaba en cuanto se daba la vuelta para asegurar que eso no era una profesión. Yo, que adoraba la poesía, sobre todo las Soledades de Góngora, cuyos primeros versos conseguí memorizar hasta el día de hoy, intentaba no escuchar sus infamias. Nos contaba mi madre que mis tíos vivían al día, como todos, pero con mucho más valor. Cubrían sus necesidades básicas y lo que sobraba lo donaban a los pobres. No guardaban dinero para el día siguiente incluso teniendo cuatro hijos a los que alimentar. Confiaban en que la vida les traería lo necesario para seguir subsistiendo. No acumulaban ganancias por miedo al futuro, sino que se deshacían de todo lo que no fuera imprescindible en el presente. Era la única parte de la familia a la que habíamos vuelto a ver desde que vinimos del pueblo y, a raíz del problema que fuera que todavía no había llegado a conocer, no supimos de ellos nunca más. Mis padres nos habían apartado de cualquier cercanía con nuestra familia y no parecían dispuestos a cambiar la situación.

Por eso pensé que no era la primera vez que mi familia me decepcionaba y decidí no tomárselo en cuenta. Simplemente, iba reduciendo mis visitas y sólo pasaba para ver a mi madre que, postrada en una cama, parecía rendirse para por fin abandonar este mundo. Mi padre vivía con la esperanza de su recuperación, pero ella quería irse. Si hubiera estado en su mano, quizás habría muerto hace ya muchos años. Nunca fue feliz, quizás en el pasado, antes de que naciéramos nosotras, pero alguien que se ha sometido a una tristeza inamovible es difícil que encuentre razones para quedarse.

Desde que Carmen entró en mi vida, incluso mi voz sonaba de otra manera. Vivía con una ilusión aparentemente incomprensible. Pero la vida me había traído un regalo que abría cada mañana. Era la chispa que necesitaba para volver a sonreír. Ella parecía vivir la experiencia de una manera similar. Hablábamos hasta desfallecer. Me recordaba a las noches con mi hermana Lola, sólo que esta vez no aparecía ninguna figura autoritaria para ordenarnos callar. Me habló de su infancia, de lo mucho que quería a su madre, que había muerto cuando ella era muy pequeña. De sus amores infantiles en el barrio y de la primera vez que supo que quería cantar. Su inspiración se llamaba Raquel Meller y llevaba una foto suya en la cartera desde entonces.

—Si Dios existe, algún día la conoceré.

Escuché el sonido del afilador y decidí llevarle los cuchillos y las tijeras de coser. Según comencé a bajar la calle, me di cuenta de que no era el hombre de siempre, era alguien mucho más joven que debía de estrenarse ese mismo día como afilador del barrio. Me fijé en su silueta. Era alto, con grandes espaldas, e iba en mangas de camisa pese al frío que traía el mes de noviembre. Me acerqué por detrás y antes de que pronunciara una palabra se giró a mirarme. Era casi como si me hubiera sentido, o quizá no, pero estaba dispuesta a encontrar esa magia que anhelaba en cualquier detalle mundano. Ni siquiera saludó, sólo se limitó a sonreír. Me fijé en sus ojos oscuros, con largas pestañas. Sus pupilas parecían ocupar todo el iris, era imposible no sumergirse en su mirada. Y entonces juraría que me ruboricé. Poseía un magnetismo inabarcable. Era la primera vez que sentía algo así desde que conocí a mi marido. Ese calor interno, esa especie de encuentro con una parte de ti que hasta ahora desconocías. Como si el pecho se abriera de par en par para dejar entrar una luz nueva e inspiradora. Saludó brevemente y se puso a trabajar con los cuchillos y las tijeras. Conseguí dejar de mirarlo, fingí estar atenta al escaparate y saludaba con la mano a algún vecino que subía con la compra por Jesús del Valle. Y fue en uno de estos momentos cuando escuché cómo detenía su tarea. Escuché esa pausa repentina y le miré para confirmar que ya había terminado. Pero no, sólo se había detenido para mirarme. Volví a encajar esa mirada que me lanzó Luis al conocernos, esos ojos que parecen estar diciendo «eres tú», como si reconocieras al otro de repente. Y ese instante me resultó aterrador, venía lleno de recuerdos, fantasmas, y la sensación de sufrir una patada en el estómago que te obliga a doblarte. El miedo se plantó entre nosotros con toda su oscuridad y una guadaña afilada para la ocasión. Me devolvió los cuchillos y antes de que pudiera despedirse yo ya había echado a caminar apresuradamente calle arriba hasta llegar a mi portal. La llave no entraba y yo actuaba como si alguien me estuviera persiguiendo para asaltarme. Entré por fin y me refugié en la pared. Respiré. ¿Qué me estaba sucediendo?