Llamé a mi casero con el pretexto de arreglar la cisterna, pero en realidad lo que quería era encontrar información sobre lo que había ocurrido en mi casa. Me contó que Gertrudis llevaba toda la vida viviendo en el edificio y quizá recordara algo. Gertrudis era la mujer que me habló de esta casa, esa ancianita amable y sonriente gracias a la cual estoy contando esta historia a día de hoy. Como protagonista del thriller de la chica que investiga con un hombre negro a su lado, debía acudir al encuentro de esta buena mujer quisiera o no. Quisiera ella o no, digo, yo quería y así lo hice.
Las casas del segundo piso eran mucho más oscuras. Esta conservaba el hall, que es un espacio que nunca he entendido, pero que a mi madre le encanta. Una de las últimas veces que estuve en su casa, me quité el abrigo, dejé el bolso, y observé su expresión de decepción.
—¿Qué pasa? —dije sin entender.
—No me has dicho nada.
—Te has cortado el pelo?
—No, he cambiado el espejo del hall.
¿El hall? ¿A quién le importa el hall? Pero ella tunea este espacio de vez en cuando porque se aburre y es su pequeño refugio. Un rincón que sólo le importa a ella, donde no tiene que consultar con nadie sus decisiones decorativas.
Me fijé en las baldosas marrones y amarillas del segundo derecha, las paredes de gotelé, las cortinas echadas como para preservar una intimidad compleja y las fotos de la familia. Aparecía en varias de ellas con un hombre vestido de uniforme con pinta de americano. Gertrudis no parecía sentirse incómoda con mi presencia, todo lo contrario. Me hablaba con cariño y me ofrecía cosas de comer a cada rato. Al final accedí a unas galletas y un té. Gracias al té estoy ahora contando esto porque una galleta de ese espesor sin algo de líquido te mata sin dilación. Gertru llegó a este edificio con veinte años. Vivía con su marido y luego se trajo a sus padres cuando ya eran muy mayores y necesitaban ayuda. Gertrudis era hija única y en ella recaía toda la responsabilidad familiar. No sé cuánto tiempo llevaría viuda, pero parecía acostumbrada a su soledad. Al preguntarle sobre la historia de mi casa, sonrió: «La casa de las madres», la llamaba. Eran mujeres que se protegían entre ellas, me contaba. Al principio sólo vivían doña Elvira y don Luis con las dos niñas, pero él se marchó un día y nunca más volvió. Elvira parecía un fantasma. Estaba siempre pálida y llorosa. Pero luego llegó la cupletista y le cambió la vida.
—¿Carmen Abril?
—Sí, «La Niña de los Pendientes».
Se me erizó el vello al escuchar a Gertrudis. Estaba sucediendo, realmente lo que había encontrado en mi casa tenía sentido, esta mujer había vivido allí y me resultaba mágico estar tan cerca de alguien que la había conocido. Y otros personajes pasaban a formar parte de la historia que quería contar. Elvira y el hombre que la abandonó o las mujeres que por lo visto se protegían las unas a las otras entre las paredes que me habían acogido tan rápidamente. La escuchaba como si fuera una niña a la que relatan un cuento antes de dormir.
—Luego Carmencita se hizo muy famosa, pero de no haber sido por Elvira no habría podido serlo.
—¿Por qué?
—Carmencita era madre soltera y estaba muy sola en Madrid. Pero Elvira la acogió y entre las dos salieron adelante.
—¿Montó una escuela en mi casa?
—Más que una escuela eran clases particulares de canto y a veces de baile. Había por allí niñas entrando y saliendo todo el día. Era una casa muy alegre, yo le llevaba mi ropa a Elvira para hacerme los arreglos, tenía manos de oro. Lo decía todo el mundo. ¿Quieres más galletas?
—No, gracias, ¿no tendrá usted fotos?
—¿Por qué?
—Por verlas…
—¿Por qué no quieres más galletas?
—Porque no tengo hambre, las fotos…
—Te las guardo.
—Si pudiera verlas ahora casi mejor.
—Que te guardo las galletas para otro día.
Dios, qué manía con las galletas, empecé a pensar que estaban envenenadas y quería acabar conmigo para quedarse con mi… Con mi nada, de repente resultaba tranquilizador no tener nada.
—¿Tiene fotos o no tiene fotos?
—Uf, supongo que en los trasteros están todas las maletas con fotos y cosas así.
—¿Qué trasteros? ¿Hay trasteros?
Había trasteros, y a mí me correspondía uno de ellos, de lo que el propietario de la casa jamás me informó. Obligué a Gertrudis a subir a su trastero, esto ya era despotismo puro. La pobre mujer subiendo a pie sólo porque yo me había empeñado en ponerle cara a las antiguas inquilinas. Sentía un nerviosismo maravilloso con cada peldaño que avanzábamos. Como si al final de la escalera me esperaran los rostros y los rastros de aquellos con quienes convivía. Gertrudis no alcanzaba a meter la llave en la cerradura. Era una cerradura antigua y una llave dorada con aspecto de herramienta. Probé yo durante un rato y conseguí abrir. El trastero estaba en las últimas. Había que agacharse para entrar, las paredes estaban llenas de desconchones y el techo parecía poder derrumbarse en cualquier momento. Gertrudis me iba indicando desde la entrada cuáles eran las maletas que debía coger.
Con dos maletas de cuero marrón, bajamos hasta su casa de nuevo, y como si hubiéramos entrado en un bucle temporal, nada más entrar, me ofreció un té y unas galletas. Le dije que sí a todo para tenerla entretenida mientras yo esparcía el contenido de las maletas sobre la alfombra. Hacía tiempo que no estaba tan ilusionada. Fotos viejas en blanco y negro de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Fotos de comuniones, de mujeres rodeadas de niños, fotos de bodas y retratos familiares. Pero ninguna de lo que estaba buscando. Aun así, en la maleta de Gertrudis había un retrato suyo de cuando era joven. Estaba dibujado a lápiz y matizado con acuarela azul. Tenía magnetismo, era distinto. Lo firmaba un tal E, que como me contó esa misma tarde, era Elvira.
Ahora ya tenía dos mujeres que habían vivido en mi casa. Tenía dos nombres, aunque me faltaba el rostro de una de ellas y parte de su historia. Entendía que para Carmen esta casa había resultado decisiva, fue su trampolín vital, tanto para salir adelante y deshacerse de su soledad como para terminar dedicándose a la música, que era lo que vino buscando a Madrid. Nada de esto se mencionaba en la información que había encontrado en Internet. Ahora, cuando me acostaba y me tapaba con el edredón, ya no sólo pensaba en Carmen, también pensaba en Elvira. Ahora eran ambas el objeto de mi curiosidad, y quizá fueran ambas las protagonistas de la historia que estaba dispuesta a escribir.