7. El hombre canoso

Bebí otro sorbo del café, que ya se había quedado frío, mientras caminaba despacio por la casa en busca de una tarea con la que pasar la mañana del sábado. Recordé que regalaban Hannah y sus hermanas con un periódico y me apresuré a bajar al quiosco. Era una de mis películas favoritas y mi ex se la había quedado en la separación de bienes.

Al llegar, el quiosquero, un hombre de unos sesenta años con la piel color jamón de York, atendía a un señor canoso.

—En este viene la película, ¿verdad? —dijo el canoso.

—Sí, se lleva la última.

—No jodas —me salió del alma. Si es que una expresión así puede salir de un lugar tan complejo.

—¿La quieres tú? Llévatela —me dijo amablemente el señor canoso.

—No, no… —dije, que escondía un «sí, sí».

—Si esta película la regalan una vez al año por lo menos.

—¿En serio no te importa? —insistí con mis manos ya rozando el ansiado tesoro.

—En serio.

Y mientras me ofrecía la película, se quedó mirándome un instante, yo me quedé mirándole un instante. El quiosquero rompió tan mágica escena.

—¿Entonces?

¡Entonces este hombre y yo estamos teniendo un momento de tensión sexual, así que no interrumpas! Pero era tarde. El hombre canoso se despidió dedicándome una sonrisa y le vi alejarse por la calle del Pez con melancolía. Ya, ya sé que sólo le había visto cinco minutos y no había pasado nada, pero para mí sí había ocurrido algo especial. ¿Podía estar inventándomelo? Pues sí, claro, siempre cabe esa posibilidad. Volví a casa con síntomas de enamoramiento: felicidad, nerviosismo y ausencia total de apetito. Agradecí al cielo esto último porque en mi nevera sólo convivían triste y discretamente una pera y dos yogures griegos de esos que tienes que comerte siempre con una botella de agua cerca, porque corres el riesgo de que su densidad invada toda tu garganta impidiendo el paso del aire, y esto te lleve a una muerte lenta y estúpida. Y yo pretendía ser una famosa novelista, y una famosa novelista no puede morir de una forma tan indigna. Y sobre todo, una famosa novelista no puede morir antes de ser una famosa novelista porque entonces, ¿para qué engañarnos?, no es una famosa novelista. Misión prioritaria en aquel momento: mantenerme viva. Luego ya se iría viendo.

Dediqué todo mi tiempo, que era literalmente todo mi tiempo porque no tenía otra cosa que hacer durante el mes entero, a recabar información sobre la casa en la que vivía. Buscaba quiénes habían sido los dueños o datos sobre los inquilinos que por allí habían ido pasando; cualquier cosa podía servirme para espolear mi instinto novelesco.

—Podemos investigar sobre los orígenes del edificio —le dije a Mónica mientras le robaba un trago de su cerveza.

—Y sobre los inquilinos de esta casa —me apoyó con entusiasmo.

—Eso sería perfecto.

—Claro, quién ha vivido aquí y qué ha pasado…

—Sí, podemos incluso ir al registro de la propiedad y encontrar el nombre del dueño.

—¡Sí, eso haremos!

Nos sentíamos importantes, listas, de nuevo como las chicas que investigan en los thrillers americanos.

—Un momento —dije—. El nombre del dueño de esta casa es el que está en mi contrato de alquiler.

—Ah, claro. Para eso no hay que ir al registro.

—Pues no. Es mi casero y tengo que llamarle para que me arregle la cisterna.

—Ya.

Nuestro espíritu de detectives murió tras esa conversación.

Desde mi encuentro con el hombre canoso, al que a partir de ahora pasaré a llamar «el hombre canoso», más que nada porque era un hombre canoso y más que nada porque no conocía su nombre, empecé a sentir unas ganas locas de hacer todo tipo de compras y recados por el barrio. Buscaba una excusa para propiciar un encuentro casual. Estaba premeditando un encuentro casual. Y nos encontráramos cuando nos encontráramos yo sabía que nunca podría ser casual porque yo lo estaba buscando, pero eso él no tenía por qué saberlo. Gracias al amor (o a las hormonas), llené tanto la despensa que si un meteorito hubiera amenazado con destrozar todos los supermercados del mundo, yo habría podido sobrevivir por lo menos diez o quince años con lo que allí se encontraba. Y de darse el caso del meteorito, que, oye, cosas más raras se han visto (no sé dónde, la verdad), era tal mi intensidad y mi enamoramiento, que estaba incluso dispuesta a compartir mis víveres con el hombre canoso. Siempre y cuando mi amor fuera correspondido. «Si no me quieres no puedo alimentarte, cariño, lo siento. He de dejarte morir».

Pasaron unos días y el destino no quiso unirnos. Pasaron unos días y a mí ya no me quedaban excusas para seguir paseándome por el barrio a la hora aproximada a la que se había producido el primer y único encuentro. No puedo decir que me olvidara del tema, pero sí que el arrebato hormonal, al menos, se iba calmando. Cuando esto pasa es, inevitablemente, cuando se produce el segundo encuentro. Y lo mejor de todo es que, ahora sí, se trataba de un encuentro casual.

Le vi en la ferretería, donde yo lo miro todo como si acabara de llegar a Marte y estuviera intentando reconocer el terreno. Me toca decir frases como «tengo un agujero grande que quiero cubrir» o mejor «hola, buenos días, ¿tiene usted cola?» y cosas así, bastante indignas. Entré y le vi en el mostrador, depositando tablas y herramientas mientras hablaba con el dependiente. Sí, hacía dos cosas a la vez porque era un tío superlisto y superhábil. Me detuve a observarle antes de avanzar. Estaba demasiado nerviosa y no quería que nada saliera mal. Permanecí quieta sin saber muy bien a qué esperaba. Pero él, al cabo de unos segundos, se giró. Me miró.

—¿Qué tal Hannah y sus hermanas? —dijo risueño mientras sacaba la tarjeta de crédito de su cartera.

—Ah, bien.

—¿«Bien»? Te sabes los diálogos de toda la película y eres una mujer con cierta gracia, podrías haber hecho un chiste privado de fans de Woody Allen, hay muchas cosas que podrías haber hecho, pues no, bloqueo total. Mejor eso a lo que había hecho otras veces, sobre todo en mensajes de móvil, de escribirle al otro una broma privada, tan privada, tan privada, que al final sólo la entendía yo. Sí, mejor sobriedad que me la estaba jugando.

Y mientras pensaba todo esto, volvió a ocurrir. De repente, mi biología se aceleraba. Sentía como si todo mi funcionamiento hubiera aumentado de velocidad en pocos segundos. Mis labios iban cambiando su expresión sin yo quererlo; una sonrisa estúpida se imponía en mi rostro y él parecía intentar evitar que le sucediera lo mismo, sin éxito. Se marchó diciendo que tenía que montar una estantería y le deseé suerte porque no se me ocurrió nada más brillante para despedirme. Al salir se volvió un instante y me pilló mirándole. El dependiente me preguntó si me llevaba el martillo que tenía entre mis manos y volví a la realidad con un mazazo, valga la metáfora.

Su imagen se aparecía en mi mente casi en cualquier momento. ¿Podía estar enamorada de alguien con quien sólo había hablado dos veces?

—Yo he estado enamorada incluso con menos —dijo Mónica sin avergonzarse en absoluto.

Y era cierto, ella no necesitaba ni siquiera hablar. Claro que también le llamaba enamoramiento a cualquier cosa.

—No es verdad, lo que pasa es que soy muy enamoradiza.

—Lo que pasa es que tienes tal necesidad de sentir eso que acabas inventándotelo.

—¿Y cómo sabes que eso no es lo que te está pasando a ti? —dijo dándome donde más me dolía.

—Lo sé, créeme.

Y fue tal mi seguridad, que no se atrevió a replicar.

Cuando estás en ese estado todo te inspira. Es como si entendieras algo hasta ahora desconocido. Se abre una parte de ti que permanecía dormida y esto te desata los sentidos, las emociones se desperezan, los colores son más intensos, el cielo es más azul, los transeúntes más guapos, mis padres más listos, mi hermana más alta, yo estoy superbuena, la vida es maravillosa, ¡y era tan feliz!