Volvíamos de misa un domingo de octubre y nos dirigimos, como siempre, a la churrería de Jesús del Valle, la calle que desembocaba cerca de nuestro portal de la calle del Pez. Lola me advirtió de la presencia de un hombre al que nunca antes habíamos visto. El resto de la familia también reparó en el desconocido. Nuestro barrio era como un pequeño pueblo y resultaba casi imposible que un nuevo visitante pasara inadvertido. Era el hombre más guapo que había visto en mi vida, si bien es cierto que no había visto a tantos. Tenía poco pelo, pero no parecía muy mayor. Ojos color miel, espeso bigote, espalda ancha y una elegancia única. Recuerdo que miró hacia donde estábamos y sentí que se me paraba el corazón. Cruzamos la mirada un instante y desde ese momento yo sólo podía escuchar el sonido de mi bastón tocando en los adoquines de Jesús del Valle. No existía nada más que la mirada de aquel hombre y el eco de mi bastón, cada vez más fuerte, retumbando en mis huesos a cada paso. Nos situamos en la cola, justo detrás de él y de las dos mujeres mayores a las que acompañaba. Mi padre nos contó que era el sobrino de Josefina, una vecina soltera muy vieja que vivía en el número 28 de Jesús del Valle. Por lo visto, había venido a Madrid para montar un negocio y se hospedaba en casa de su tía durante su estancia. Observé disimuladamente su espalda, las formas que hacían los pliegues de su gabardina, su mano sujetando el sombrero. Una mano oscura, con unas prominentes venas que parecían querer escaparse de la piel. Su nuca afeitada, su cuello largo. Y mientras vigilaba todos los detalles pretendiendo estar atenta al discurso de mi hermana, el hombre se dio la vuelta y se detuvo a mirarme. Parecía estar escuchando la ruta que seguían mis ojos. Me miró como si me reconociera, con los labios sonrientes y sin pestañear. Durante esos momentos se me olvidó el bastón, se me olvidó el miedo que tenía a la decepción de los hombres, a que repararan en mi cojera y dieran media vuelta. Aquella firme y sonriente mirada me hizo sentirme especial por primera vez. Salimos de la churrería con nuestros cucuruchos llenos y nos dirigimos hacia casa mientras nos los íbamos comiendo. Yo miré hacia atrás para despedirme de él con el pensamiento, pero ya no le vi. Entramos y me tumbé derrotada en la cama. Sentí el agotamiento de las emociones, el cuerpo cansado por la tensión del encuentro, mi pierna más acorchada que nunca, y sin embargo, podría decir que en ese instante fui feliz.
No hubo un solo día desde mi encuentro con el desconocido en el que no me asomara al balcón a buscarlo. Llegaron más domingos, más mañanas en la churrería, pero no volvió a aparecer. Era casi un espejismo para mí, el invento del que podría ser el hombre de mi vida, el hombre que me querría tal como soy, que me intuiría más allá de quien parezco ser, más allá de mis bastones o muletas, más allá de mi enfermiza timidez, de mi ignorancia, mis miedos, mis complejos y demonios. Quizás, incluso, más allá de mí. Una inquietud adolescente marcaba mis días desde entonces. No podía pensar en otra cosa. No quería pensar en otra cosa. Cogí mi cuaderno de dibujo y traje a mi mente su imagen. Comencé a retratar al desconocido, y según iba afinando sus rasgos, parecía tomar forma humana. Dibujé el brillo de sus ojos y las pupilas mirándome. No quise colorearlo. Dejé el retrato a lápiz y decidí que le añadiría un color cada vez que volviera a verle. El color que me sugiriera cada encuentro. Mi madre entró en la habitación para requerir mi ayuda en la cocina y escondí el cuaderno tras de mí. Me miró como si me hubiera pillado en algo. La reté con la mirada pidiéndole que respetara mi soledad, mi enamoramiento y mis dibujos, que me ayudaban a evadirme de un mundo angosto que nos acechaba a todos. Mi madre dejó claro que me necesitaba y que no tardara en acudir. Miré una última vez a mi desconocido y guardé el cuaderno debajo del colchón, era el escondite que alejaba a mi familia de la intimidad de mi universo.
Luis llegó una tarde con un Jilguero. Llevaba cubierta la jaula para dilatar la sorpresa, pero mis hijas supieron enseguida de qué se trataba. En cuanto retiraron el pañuelo que cubría la jaula, el pájaro comenzó a cantar. Nunca habíamos tenido animales en casa y aquello me resultó extraordinario. Gloria y Encarna lo bautizaron tras discutir durante horas el nombre. Finalmente, acabaron llamándolo Esteban. Me sobrecogió escuchar ese nombre porque en mi casa no podía pronunciarse. Quizá se nos escapara alguna vez y mis hijas lo recogieran ahora. Luis rio la ocurrencia sin caer en que Esteban era el nombre de mi difunto hermano. Le buscamos un sitio a la jaula en el salón y se convirtió en el aliciente principal para mis hijas, que se levantaban temprano para comprobar si el pájaro cantaba o no cantaba. Gloria insistía en liberarlo pero su padre se negaba. Cuando Luis no estaba, lo soltábamos para que volara por el salón y luego lo volvíamos a meter en la jaula sin decírselo a nadie.
Lola se encaprichó con el chico de la pastelería. Bajaba a comprar a todas horas y yo la veía ganar peso sumida en un estado de enajenación emocional desconocido. Se ofrecía a mi madre para ir a la compra y tener la oportunidad de observarle desde el final de la cola. Mi madre le asignaba la tarea sin problemas, y sin imaginar las intenciones ocultas de mi hermana, que nada tenían que ver con ayudar en casa. Lola y Cristóbal se sonreían y se ponían nerviosos, manteniendo conversaciones abruptas y confusas. Cada noche, nos acostábamos hablando de nuestros enamorados. Lola y yo reíamos hasta que mi madre entraba y decidía que se había acabado la cháchara por hoy. Apagaba la luz creyendo que eso iba a detenernos, pero encendíamos una vela y seguíamos imaginando cómo serían nuestras vidas con estos dos hombres que nos habían secuestrado el alma. Y finalmente, era mi hermana Pilar la que censuraba nuestras fantasías. Pilar era como una extensión de mi madre. Oscura, prematuramente mayor, y distante. Sólo la vi sonreír el día que mi padre volvió de un viaje de negocios que le había mantenido apartado durante casi un mes. Se arrojó a sus brazos al verle cruzar el umbral de la entrada y mi padre mantuvo el gesto de serenidad, haciéndole ver que agradecía su entusiasmo, pero sin demostrar una excesiva emoción por el cariño de su hija. Sentía absoluta devoción por él y probablemente no estuviera dispuesta a introducir a ningún otro hombre en su vida. Así fue. Pilar no se enamoró jamás. O al menos, eso creímos.
Pasaron casi seis meses y yo empezaba a olvidarme de aquel hombre. Guardaba su retrato en blanco y negro bajo la cama. A veces lo liberaba de los muelles del somier y le ofrecía el oxígeno de mi dormitorio, siempre y cuando no se encontrara nadie cerca. Veía cómo las líneas de su rostro empezaban a difuminarse por el tiempo y lo tomé como una metáfora. Intenté reprimir mis deseos y convencerme de que no era el hombre del que debía enamorarme. Incluso llegué a creer que nuestro singular encuentro había sido una invención de mi mente, tan necesitada de estímulos y tan encorsetada por mi entorno.
Me encontraba recogiendo la casa junto a mi madre, cuando escuché abrirse la puerta de forma ruidosa. Lola entró violentamente en el salón y cuando parecía que iba a empezar a hablar, reparó en la presencia de mi madre, que la miró inquisidora.
—¿Qué? —preguntó mi madre intuyendo que algo sucedía.
—Nada —disimuló Lola con maestría.
Mi madre se marchó a la cocina y Lola me cogió del brazo llevándome a un aparte y buscando intimidad.
—Está en la pastelería, lo acabo de ver.
No necesité preguntarle sobre a quién se refería porque sabía que era él. Lola cogió mi abrigo y sigilosas nos dirigimos hacia la puerta y nos marchamos. Creo que es lo único que hasta el momento había hecho a espaldas de mi madre. El corazón latía fuera de mi cuerpo y estaba segura de que todos lo escuchaban, me sudaban las manos y la frente, me temblaba la pierna y empecé a sentir verdadero pánico. Hice un amago de huida en un par de ocasiones pero Lola no me soltó el brazo hasta que entramos en la pastelería. Era su turno y llegamos justo a tiempo para escuchar su voz. De repente, supe que asistía al comienzo de mi siguiente etapa. Sabía que escucharía esa voz cada día a mi lado. Cuando se dio la vuelta y me vio allí, me miró de lleno. El murmullo de la tienda iba desapareciendo a medida que avanzaba hacia mí. Se quitó el sombrero y tomó mi mano.
—Luis.
No sé el tiempo que duró el momento en el que pronunció su nombre. No sé el tiempo que tardé en reaccionar, pero debió de ser excesivo, ya que ante mi colapso fue Lola quien contestó en mi lugar.
—Ella es Elvira.
Lo que pasó justo después soy incapaz de recordarlo. Mi memoria sólo alcanza a rememorar unas horas más allá. Lo que pasó justo después se encuentra en las lagunas en las que naufragas cuando la emoción es tan fuerte que casi no puedes soportarlo. Y por mucho que intente acordarme de cómo nos despedimos, de cómo llegué a casa o de qué inventamos cuando nos encontramos con mi madre, mis conexiones neuronales no me permiten hacerlo. Un cortocircuito calcinó los minutos siguientes a escuchar la voz de Luis.
Recuperé su retrato y me enfrenté a su imagen con todos los colores a mi alcance. Lo miré y me sorprendió la capacidad con la que había captado sus rasgos y su gesto. No podía decir que fuera un retrato perfecto; sin embargo, sus ojos y sus labios estaban en ese punto justo entre la alegría y la serenidad que tanto me había atraído desde que apareció. Había decidido añadirle un color en cada encuentro, pero no podía esperar. Abrí mi estuche de acuarelas y me bloqueé ante la libertad de poder elegir cualquiera de los colores que esperaban allí, cada uno en su pequeño espacio, ofreciéndome la posibilidad de teñir sus ojos, su piel, su barbilla, su cuello, sus labios… Casi como si lo decidiera el destino, mis manos se desplazaron y mi pincel se hundió en el añil. Perfilé sus ojos, las líneas de la mandíbula, las cejas y las comisuras. Lo dejé secar antes de devolverlo a su escondite. Aparté ligeramente la mesilla de noche y lo pegué al dorso, contra la pared. Junté un poco la mesilla para que mi madre no se diera cuenta de que la había movido y volví a meterme en la cama mientras Lola y Pilar discutían en el cuarto de baño. Pilar acusaba a Lola de haberle robado un pasador y Lola lo negaba con gran indignación sin darse cuenta de que lo llevaba puesto. No dije nada. Escuché sus gritos sin inmutarme.
Durante aquellos días vivía sumida en una intensa alteración de la realidad. Lo cotidiano perdía importancia y mis emociones se disparaban con facilidad. Casi cualquier cosa que leyera o escuchara conseguía conmover mi pequeño cuerpo. Me gustaba leer y lo hacía de noche, mientras mi madre recogía la mesa después de cenar y mis hermanas se enzarzaban en sus discusiones habituales. A cierta hora me obligaban a apagar la luz y abandonar la lectura, y a veces era justo en la parte más interesante de la novela, y la curiosidad por saber cómo terminaba el párrafo que acababan de interrumpirme me impedía dormir. Entonces me levantaba sigilosa y me metía en el cuarto de baño con mi libro, unas veces dentro de la bañera, otras sobre la taza del retrete, otras en el suelo sobre la alfombrilla. Mi madre veía la luz encendida por debajo de la puerta y me llevaba de vuelta a la cama confiscando mi lectura hasta el día siguiente. Las restricciones familiares agudizaron mi ingenio e inventé un truco para poder leer hasta la hora que me diera la gana, hasta ese momento en el que ya tienes que volver de nuevo al párrafo anterior porque llevas un rato sin enterarte de nada. Para evitar que mi madre supiera que estaba leyendo en el cuarto de baño, ponía una toalla en la rendija entre la puerta y el suelo. Desde fuera mi madre sólo veía oscuridad y no podía imaginar que a mí todavía me quedaban horas de lectura hasta que decidiera dormir.
Luis vino una mañana a casa a conocer a mis padres y exponer sus intenciones conmigo. Comimos todos juntos, pero en la mesa sólo hablaron los hombres. Las mujeres íbamos y veníamos a la cocina y mi hermana Lola aprovechaba para cotillear sobre el que estaba destinado a convertirse en mi marido. Luis se movía con tranquilidad. Estaba seguro de sí mismo, sabía qué se esperaba de él y sabía cómo ofrecer su lado más amable, serio, respetuoso y casi elitista, para que mi padre accediera a nuestro compromiso. Tenía un gesto que no había visto antes en nadie, era como si estuviera siempre a punto de estallar en carcajadas. Las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba y aunque estuviera hablando de los temas más serios, sus ojos parecían sonreír. Me buscaba con la mirada mientras contestaba al exhaustivo examen al que mi padre le estaba sometiendo.
Durante mucho tiempo pensé que aquel fue el instante más feliz de mi vida. Es curioso cómo con los años vas deshaciendo afirmaciones tan superficiales. No puede existir un instante de felicidad por encima de todos los que has vivido. No puedes hacer una lista puntuando de cero a diez cuando hablas de felicidad. Sobre todo, porque algunos de los momentos en los que la armonía te envuelve puede que ni siquiera seamos conscientes de que se trate de un instante feliz.
Lola no podía dejar de llorar. No sólo de emoción, sino de soledad. La perspectiva de quedarse sola con mi hermana Pilar y mis padres la aterraba. Le prometí que viviríamos muy cerca y que quedaríamos para merendar todas las tardes. Y así fue. Después de la boda Luis y yo alquilamos una casa en la calle Jesús del Valle. La conseguimos a través de su familia, que vivía una manzana más arriba. Era el tercer piso del número doce. Una casa amplia, como en la que había vivido toda la vida, con tres dormitorios y dos luminosos balcones. Tenía una cocina preciosa, con todo recién puesto. Luis se desentendió de la decoración, de los muebles y de todas las tareas del hogar. Estaba claro que esa parte me correspondía a mí y la asumí con ilusión y madurez a pesar de mis diecinueve años.