La casa poseía fuerza y magnetismo. Había algo casi palpable en el ambiente. Fuera lo que fuera que hubiera ocurrido allí, debía de tener una intensidad que todavía podía respirarse. A veces las paredes atrapan parte de las vidas de sus inquilinos. En casa de mis padres, por ejemplo, terminaba siempre con dolor de cabeza. No tenía siquiera que ser tras una discusión o una situación tensa, no, simplemente estar allí unas horas me enfermaba. Nunca lo mencioné porque mi madre habría dado por hecho que si me dolía la cabeza era porque tenía un tumor cerebral. Y luego hay hogares ligeros, espacios armónicos que te ayudan en tu estado de ánimo. Otros te atrapan entre las sábanas durante la noche y cuando amanece no quieres salir de la cama porque tu cuerpo pesa más que nunca. Por eso yo, sin ser una fundamentalista del misticismo, intuía el poder de las energías. Recordaba a aquel amante argentino con el que necesitaba dormir doce horas del agotamiento anímico que me transmitía. Siempre estaba cansada cuando dormía con él, como si me hubiera tomado unas diez Dormidinas la noche anterior y necesitara el resto del mes para recuperarme. No relacioné mi cansancio con él hasta que empezó a cansarme en todos los demás aspectos. Era un vampiro energético y durante la noche me succionaba la vitalidad. Ahora que lo pienso, quizás él sintiera lo mismo conmigo. Uno no sabe hasta qué punto puede estar limitando al que tiene al lado. Generalmente, pensamos que hacemos las cosas bastante bien y que el resto no hace más que cagarla, pero debemos de estar dejando cadáveres anímicos a nuestro paso sin siquiera reparar en ello. Puedo haber asesinado impulsos, y haber torturado estímulos, puedo haber secuestrado palabras que otros querrían haber pronunciado, puedo incluso haber asfixiado risas, rumbos y alicientes. ¡Puedo ser una delincuente emocional sin saberlo! (Esto queda entre nosotros, que no salga de aquí). Pero desde mi experiencia con el argentino, me pensaba mucho con quién irme a la cama. Que no es que tuviera multitud de ofertas y yo las fuera rechazando basándome en mis percepciones energéticas, no. Aunque deduje que el aliento o la anestesia que se produce con otro ser humano no debe tomarse a la ligera. De todas maneras, durante aquellos días no existía gran riesgo de meter la pata en mi elección de aventuras amorosas. No me gustaba nadie y, muy fuerte, ¡yo no le interesaba tampoco a nadie!
La búsqueda de pareja resulta extenuante. Yo no andaba muy interesada en emparejarme, pese a que el entorno me empujaba a ello y, sin embargo, parecía que cada paso que daba iba dirigido a encontrar a alguien. Como si hasta que lo encontrara mi vida estuviera a medias, como si me faltara un miembro indispensable para caminar por el mundo. No sabía hasta qué punto se trataba de la naturaleza humana o si sólo respondía a un mensaje social incrustado en el cerebro desde que somos muy pequeños. ¿Existe un final feliz sin enamorarte? ¿Se puede vivir sin el amor de una pareja? En el fondo me daba terror que llegara el día de asumir que estaría sola para siempre. Pero también me daba miedo dedicar mi vida a buscar al otro, a buscar al hombre que le daría sentido a una existencia que sin un compañero incondicional parece desvanecerse. Tiene que haber otras formas de vivir. No sabía si había estado enamorada, hacía tiempo que desconocía el significado de la palabra amor y sin tener excesiva intención en descubrirlo por el momento, la inquietud afectiva aparecía algunas veces dando por saco, recordándome que esa parcela también estaba vacía. Como esa gente que para llamar tu atención te da toquecitos cortos en el hombro hasta que por fin te giras a escucharles con resignación. Así de irritante me resultaba ese mensaje que parece estar diciendo «la vida no está completa hasta que encuentras a tu media naranja». Pues no, la vida no está completa nunca porque si lo estuviera ya podríamos morirnos. ¿Y por qué seguimos vivos? A mí me da por pensar en estas cosas. Me gusta la filosofía, aunque tenga que releer el mismo capítulo de Kant unas diez veces para acercarme a entender mínimamente de qué leches está hablando. Pero me interesa la humanidad, me interesan las claves y los porqués de todo. Me gusta reflexionar sobre el sentido de nuestro paso por la tierra, sobre la misión de cada individuo, sobre el azar y el destino. He dedicado muchas horas a investigar sobre esto. Si fuera más lista, a estas alturas sería una erudita, pero como no es el caso, a estas alturas sigo siendo una ignorante. Al menos soy consciente de mi ignorancia y me acerco a abarcar lo que desconozco. Eso me salva para no caer en la pereza vital, esa desidia que provoca dedicarte a la trivialidad de vivir sin plantearte nada. No puedo creer que haya gente que no se pregunte, al menos una vez en la vida, qué hace en este mundo. Puede que algunos lo pongamos en palabras y elijamos los verbos para hacernos preguntas, pero estoy segura de que todo ser humano tiene esa duda rondando por los laberintos de su cerebro.
Mi inquietud filosófica, y casi metafísica, me apartaba violentamente de la realidad. Me costaba muchísimo esfuerzo llevar una vida normal y compaginarla con mis intereses. Todo resultaba irrelevante, por eso no me había esforzado demasiado en conseguir una estabilidad, en trabajar en algo que me acercara a la felicidad o que, simplemente, no me alejara de ella. Por eso no había pensado en qué quería hacer con mi vida, iba más o menos sobreviviendo al tsunami del trabajo temporal y resguardándome del huracán diario de la supervivencia.
Había trabajado en todo tipo de cosas. Fui camarera, como todo el mundo, sólo que renuncié por incapacidad. Fui azafata en una feria de calzado, azafata en una feria textil; menos azafata de aire y congresos, donde tienes que ser mona y tener cierta altura, fui azafata de todo tipo. Y uno de mis últimos trabajos fue de dependienta en una tienda de arte multiétnico en la que todo estaba a un precio superior a los doscientos euros. Mi jefe me advirtió de que al estar allí sola podrían entrar a robar. Esto me dejó de lo más relajada para afrontar mi primer día. Pero antes de irse, me dijo que ellos tenían algo para defenderse de los ladrones. Algún sistema de seguridad, pensé. Entonces el tipo sacó un bate de béisbol de debajo del mostrador y me dijo:
—Para cualquier problema, esto lo tienes aquí guardado.
Me quedo mucho más tranquila, claro, si viene un ladrón yo saco el bate y le abro la cabeza. Sí, sin duda, eso haré, váyase tranquilo, jefe.
Pero yo no quería estos trabajos, yo quería un oficio, que no tiene nada que ver con un empleo. Desde siempre tuve claro que quería escribir, pero sentía que no había nada que contar, nada en mi vida era lo suficientemente interesante como para que a otro le interesara leerlo. Y mi imaginación aguardaba perezosa en algún escondite de mi morfología.
Llevaba semanas recurriendo a la misma pregunta cada día: ¿qué voy a hacer? No tenía nada, no tenía pareja, no tenía trabajo y no tenía ganas de enfrentarme a todas estas preocupaciones. Y sin embargo, todo mi cerebro estaba dedicado en exclusiva a resolver mis incógnitas sobre la subsistencia. Cuando te obsesionas con algo todo lo demás desaparece. El mundo exterior pasa a formar parte de tu problema, todo lo que te viene de fuera alimenta lo que estás maquinando desde dentro, la vida está dedicada a resolver tus dificultades, y las percepciones no pueden traspasar los circuitos neuronales porque están ocupados con el mismo pensamiento cada minuto. Me había quedado atrapada en mí misma sin poder descorrer el velo para confirmar que hay más vida ahí fuera, que bastaría con detener el pensamiento obsesivo unos minutos para comprobar que a veces los problemas sólo existen si tú les dejas. Debía dejar morir por inanición a ese gran problema en vez de nutrirlo con esmero cada día. Es algo que fui aprendiendo, aunque a ratos lo olvide y repita el esquema. Me hostigaba tumbada en la cama con todo lo que ya no tenía remedio, con historias pasadas que rasgaban mi mente hasta bloquear todas mis células y dejarme enfangada en el tedio. Había salido de aquello poco a poco, no sabía muy bien cómo, quizá movida por un destello de intuición que me animaba discreto a resucitar de mi apatía.
Echaba de menos la infancia, no porque hubiera sido especialmente feliz en mi entorno familiar, sino por la ligereza de los años en los que vives al día, esos años en los que todo puede resultar mágico y cualquier detalle mundano se convierte sin esfuerzo en un acontecimiento extraordinario. Yo quería convertir mis días en acontecimientos extraordinarios, quería sentir que el solo hecho de estar vivo era demasiado misterioso como para dejarlo naufragar en los océanos de la intrascendencia, en donde las olas te tumban cada vez que consigues asomar la cabeza.
Empezó a llover, y con la lluvia me pongo contentísima. Odio el verano. El frío y la lluvia me sumergen en una intimidad maravillosa. Soy feliz cuando llueve, no sé si os ha quedado claro. Veía las gotas fundirse en una cascada Jesús del Valle abajo, primero unas pocas y minutos después parecían unirse animadas las demás, creando un sonido magnético, estrellándose contra el cristal del balcón. El cielo pasó del gris al negro y algunas nubes violeta asomaban al fondo. Estaba anocheciendo y la gente corría despavorida a refugiarse en los portales. Caminé hacia mi dormitorio escuchando la lluvia y la madera a cada paso. La madera del suelo estaba oscurecida por el paso del tiempo y tenía manchas en forma de espirales; unos círculos dentro de otros e infinitas líneas que se iban entrelazando. Pero resultaba turbador escucharla crujir cuando estaba sentada en el sofá y no había nadie más en la casa. Las primeras noches me despertaba alterada por el sonido, luego ya me acostumbré hasta el punto de que podría haber entrado una banda de atracadores taconeando y yo lo habría atribuido a la antigüedad de la tarima.
Me metí en la cama con el portátil. Era pronto para dormir, pero al menos dentro de la cama podía permanecer más de media hora sin sentir que los miembros se me iban congelando y que pronto se descolgarían del cuerpo. Miré mi correo, comprobé que no me había escrito nadie. Le di a actualizar por si en esa fracción de segundo me había escrito ya alguien. Tampoco. Releí las pocas líneas que había escrito de mi novela y cuando estaba a punto de apagar el ordenador, confiando en que a la mañana siguiente me visitara la inspiración, tuve una idea. Abrí Google y entrecomillé el nombre de la inquilina que había aparecido en la pared: «Carmen Abril». La idea de indagar en la vida de una desconocida me resultaba apasionante. Sentí que protagonizaba una de esas secuencias de los thrillers, una de esas donde la protagonista investiga un peligroso y complicado caso en la hemeroteca mientras los malos están a punto de pillarla. Normalmente, en estas pelis hay un compañero negro que luego muere, o un compañero blanco con el que mantiene una tensión sexual. Yo trabajaba sola porque era supervaliente… Y porque estaba supersola, eso también.
«Carmen Abril, conocida como “La Niña de los Pendientes”, nace el 15 de agosto de 1925 en Córdoba. Se queda huérfana a los trece años y se marcha a vivir con su abuela. Comienza a bailar para mantenerse económicamente hasta que encuentra un representante que le consigue un trabajo en un local de Madrid. Carmen marcha a la capital con dieciocho años y va enlazando trabajos de baile hasta los veintitrés, cuando empieza a cantar como apoyo de algunas grandes artistas».
Encontré su discografía y algunos datos más sobre su vida, pero no se mencionaban detalles que pudiera hilar con mi casa; de hecho, no aparecía que hubiera sido profesora en Madrid, como se podía deducir por las letras dibujadas en la pared. Junto a su breve biografía había una foto. Era en blanco y negro y apenas se le veía el rostro. Era pequeña y tenía una espesa melena. Llevaba los ojos muy maquillados, y unos enormes pendientes sobresalían entre los mechones que le caían por los hombros. Me quedé mirando la foto un rato, intentando averiguar a través de su mirada quién era esa mujer.
Necesitaba saber qué había ocurrido en mi casa, si Carmen se paseaba por las habitaciones, y si yo respiraba un aire impregnado por su historia. Tuve una gran idea, porque esto a veces me pasa. ¿Por qué no escribir mi novela basándome en el pasado de aquella casa? No sabía nada de lo que había sucedido allí, pero había encontrado unas letras, un nombre, una posible historia que estaba a mi alcance casi por arte de magia, porque un día me dio por tirar del papel que escondía retazos de otra época. ¿No era suficientemente interesante como para hablar de ello? Para responderme a esta pregunta, al menos tenía que intentar averiguarlo.