Transcurrió un invierno inmisericorde, de frío afilado y seco. Soplaban ráfagas de cuchillas que parecían querer atravesar mis huesos. Un invierno lluvioso y oscuro, de atardeceres fugaces y vientos enfurecidos. Fue el invierno más duro que recuerdo. La vida siguió su curso, aunque yo respiraba con la resignación de una anciana al filo del tiempo, que ve pasar los días a la espera de una inminente despedida. Así sobreviví al invierno, resignada. Como si ya no hubiera nada que hacer. Como si se me hubiera castigado a arrastrar los pies por esta inhóspita tierra. Algunos días, cuando llegaba a casa, alzaba la mirada hacia el balcón para confirmar que no había luz. Era tal la desazón en la que me sumergía la oscuridad, que decidí dejar las luces encendidas para encontrar la casa iluminada al llegar entrada la noche.
Comí en casa de mis padres con las niñas y mientras mis hermanas ponían la mesa, no podía dejar de mirar hacia la silla vacía que Luis solía ocupar. Y su espacio parecía espolear mi desaliento. Vivía como si una especie de provocación divina me estuviera persiguiendo. Probablemente, fuera sólo sugestión, pero de repente encontraba un libro suyo marcado en una sospechosa página, en la que si decidía entrar en el juego del desciframiento, podría encontrar mensajes subliminales entre sus líneas. O escuchaba su canción favorita nada más encender la radio. O, de repente, alguien pronunciaba su nombre en la calle justo cuando yo pasaba por allí. Una fuerza extraña no me dejaba acercarme al olvido, aunque fuera un olvido pasajero, por descansar mi mente y mi cuerpo, que vivían rendidos a la extenuación desde hacía meses. Mi hermana Lola depositó una fuente humeante sobre la mesa y me observó un momento. Cuando quise darme cuenta, se había sentado en el lugar de Luis. De alguna forma me estaba animando a cambiar las cosas y seguir adelante.
Las niñas dormían y me senté en el sofá unos minutos. Sonaba, como siempre, el tictac del reloj. Ese sonido que parece anunciar algo, que parece ser el prólogo de una historia todavía sin escribir. Escuché el silencio del barrio y la calle desierta, el pasillo aguardaba a oscuras, sólo entraba la luz de las farolas. Comencé a caminar hacia mi dormitorio, pero no quise encender la luz. Caminar a tientas me producía una excitación casi infantil. Como si en cualquier momento alguien fuera a salir de una esquina para darme un susto de muerte y desatar mi adrenalina. Calculé cada paso, escuchaba el crujir de la madera del suelo, me detenía, miraba hacia la cocina, de donde escapaba una luz tenue, casi imperceptible. Me apoyé en la pared. Agudizaba todos mis sentidos para vivir esta extraña experiencia con intensidad. No sabía qué estaba buscando, pero en cada respiración percibía el germen de algo imprevisible. Estaba invocando a la magia, necesitaba magia en mi vida. Necesitaba que siguieran derrumbándose los cimientos de mi estrecha mente, necesitaba que en este silencio y oscuridad apareciera la luz infinita de mi estrella, y que me llevara a descubrir todo lo que no era capaz de ver. Necesitaba darle forma a esa palabra que tantas veces había escuchado en mi familia y en la misa del domingo: fe. Necesitaba que la fe me invitara a posar mis huellas sin miedo, sin escudos de protección. Caminar con la ligereza de la desnudez, asumiendo el vértigo a la transparencia. Cuando hube llegado a mi dormitorio, empezó a llover. Me senté sobre la cama escuchando la lluvia en el cristal. Me tumbé sobre la colcha, seguía necesitando alterar mi rutina, buscaba cambiar el orden de las cosas. En aquel momento, me bastaba con no desnudarme y meterme entre las sábanas. Sentía el frío en el cuerpo pero quería seguir así, sobre la cama, como si no tuviera intención alguna de dormir. Y finalmente, me dormí.
A veces el despertar es un choque frontal contra la realidad. No hay transiciones, no hay preliminares, simplemente despierto y siento como si acabara de recibir un fuerte golpe en la cabeza. Hay quien vuela en los sueños, yo camino con normalidad y sobre todo corro. Y cuando despierto y siento el peso muerto de mi pierna izquierda, me doy cuenta de que he vuelto a la vida real. Y en la vida real hace ya muchos años que no puedo correr ni caminar sin bastón. Mis despertares son agrios. Ojalá pudiera vivir sin vigilia, vivir inmersa en la profundidad de mis sueños sin necesidad de asomar la cabeza a este mundo que no acabo de entender.
Recuerdo los gestos de decepción de los chicos en el salón de baile. Se acercaban a mí, me tendían su mano para invitarme a la pista, y cuando me veían levantarme con el bastón, sus ojos se apagaban de golpe, se disculpaban y probaban con otra de mis hermanas. Vi esa actitud tantas veces durante la adolescencia que ya casi había llegado a no afectarme. Los otros jóvenes saltaban y corrían por la plaza mientras yo les observaba sentada en un banco. Estaba segura de que nadie me querría nunca. Segura de que ningún chico se interesaría por una lisiada. Vivía despacio mientras el rumbo de los demás les impulsaba con velocidad a las siguientes etapas de su vida. Yo estaba atada a una vida de la que hubiera deseado salir corriendo hacia mi estrella. Sabía que allí podría mover mi pierna sin dificultad, que en el mundo del que yo había venido no existían las limitaciones del cuerpo. Pero apresada en el momento, no podía correr. Y nunca podría correr.
Nació Gloria, y todavía inmersa en la soledad de mi matrimonio, vino al mundo Encarna. Mi vida se reducía a criar a mis hijas, y no utilizaría el verbo «reducir» si no fuera porque me encontraba completamente sola. Luis trabajaba todo el día y desde el nacimiento de Gloria parecía vivir sumido en una decepción permanente. Quizá la vida que llevábamos sólo se ajustaba a lo que yo había deseado. Pero nunca supe qué deseaba él, por qué en el día a día se movía con esa pesadez, esa especie de castigo con el que se veía obligado a convivir. Su carácter alegre se tornó en dureza y distancia. Estaba ausente incluso las noches que se dignaba a cenar en familia. Muchas veces llegaba de madrugada sin dar ninguna explicación y yo tardé un tiempo en cuestionar sus ausencias. Le observaba mientras dormía intentando reconocer al hombre del que me había enamorado, pero él ya no habitaba su cuerpo, había huido, se encontraba lejos, en alguna parte que no podía siquiera imaginar. Luis se había escapado de nuestra vida y no estaba dispuesto a buscarse. Yo lo hacía día a día, pero terminaba enfangada en la frustración que culminaba mis intentos. Me engañaba pensando que todo estaba bien. El matrimonio es esto, pensaba, les pasa a todos los demás, algún día volverá a ser el que era. Y eso es imposible. Nadie vuelve a ser el que era. Somos nuevos cada instante. Nadie vuelve atrás.
Escuchaba un mensaje críptico y difuso desde muy pequeña. Palabras cubiertas de niebla que empecé a descifrar a raíz de la marcha de Luis. Los impulsos de mi interior se fueron transformando en preguntas. Lo que mi espíritu tuviera que decirme comenzaba a esculpirse ante mis ojos. Y cuanto más certeras eran mis preguntas, más cerca me encontraba de las respuestas de mi destino.
Había sido una niña asustadiza; con temores que nacían de mi propio entorno. El infierno estaba presente en nuestra casa y las tinieblas que acompañaban el discurso de mi padre se infiltraban en mis pulmones poco a poco, alterando incluso mi respiración infantil, movida por el desasosiego. Dedicábamos la vida a evitar el camino al infierno. Todos nuestros actos iban destinados a ganar nuestro espacio en el cielo. La caridad, los rezos, el cuidado de la familia, todas las tareas que ocupaban nuestros días no parecían nacer de la entrega, sino del miedo. El miedo era el eje de nuestra estructura familiar.
Cuando cumplí cinco años, vi a una niña con una hermosa muñeca de porcelana entre sus brazos. Recuerdo la fascinación que sentí al ver aquella maravilla de tirabuzones rubios, con un lazo blanco en el pelo y un vestido color salmón que casi le cubría sus diminutos pies. Tenía los ojos azules y unas pestañas larguísimas. Era lo más bonito que había visto en mi vida. No me quité la muñeca de la cabeza durante meses y cuando llegaron las navidades tuve la oportunidad de pedírsela a los reyes. Se lo comuniqué a mis padres, les hablaba de ella a todas horas e incluso la dibujé para que no hubiera dudas de cuál debía ser mi regalo. No podía ser una muñeca cualquiera, debía ser aquella que me había robado el corazón y cuya imagen alteraba mi mente y mi cuerpo por las noches. Llevaba el dibujo conmigo para no olvidar su cara, su vestido, sus ojos, su piel… Fue un flechazo.
Llegó la noche de reyes y no pude dormir. Evocaba imágenes de mí misma palpando la porcelana de la muñeca, rozando los tirabuzones con cuidado y abrazando su pequeño cuerpo contra el mío. Me había portado bien durante el año y esa era la única condición para merecer el regalo. Había puesto todos mis esfuerzos en convertirme en una niña modelo para mi familia y ahora los reyes magos y Dios debían compensarme. Me levanté rápidamente en cuanto el cielo comenzó a clarear, corrí al salón y busqué ansiosa el paquete con mi nombre. Me faltaba el aire y me sudaban las manos. Me movía en una atmósfera onírica provocada por la enajenación de mi deseo. Mi madre estaba levantada preparando un chocolate para recibir este día especial de navidad. Me miró divertida y me pidió tranquilidad.
—Los regalos no se van a ir a ninguna parte. Tranquila.
Abrí el paquete con excitación, se me nublaba la vista del nerviosismo, y cuando terminé de arrancar violentamente el papel, me derrumbé. Una chaqueta blanca con bordes en azul marino resultó ser la mayor decepción de mi corta existencia. Miré a mi madre con los ojos a punto de estallar en lágrimas. Me miró asombrada.
—¿No es bonita?
—¿Y la muñeca?
—La muñeca ya vendrá, hay que conformarse con lo que uno tiene. No seas caprichosa. —Y continuó con sus tareas pasando por alto mi inabarcable tristeza.
Fueron las peores navidades de mi vida. Me sentí estafada, sentí que mis propios padres me habían engañado, que habían utilizado mis ilusiones diciéndome que si era buena los reyes magos me traerían la muñeca. Empecé a odiar a los reyes magos, empecé a odiar a Dios por haberme fallado, y dedicaba mi ira cada noche a hacérselo saber.
—Yo no creo en ti.
El enfado me duró meses y evité vestirme con la chaqueta que me habían regalado siempre que pude. Y al cabo del tiempo, me asusté. Me asustó haber blasfemado. Me asustó el riesgo de ser castigada por no haber creído en Dios.
Comencé a enfermar a finales de ese mismo año. Para mí todo tenía sentido. Estaba siendo castigada por haberme desviado del camino hacia el cielo. Ahora merecía caer en la fosa del infierno y bajaba rápidamente los primeros escalones. Estuve más de un año enferma y aquello dejó secuelas en mi pierna izquierda, que empezó a paralizarse poco a poco para terminar acorchada e inútil de forma irreversible. Pedí perdón todos los días, rezaba en silencio cada minuto para que me diera otra oportunidad. Pero ya era tarde. Mi cojera me recordaría toda la vida que a los cinco años, yo, había insultado a Dios.
Crucé por delante del espejo para dirigirme a mi dormitorio, apagaba las luces a mi paso y echaba las cortinas de los balcones. De repente, volví atrás y me quedé frente a él. Era un espejo enorme que utilizaba para trabajar. Tenía un marco dorado muy envejecido. Había pertenecido a mi madre, aunque ella hacía ya muchos años que no se enfrentaba a su imagen. Mi madre vestía de negro desde que yo tenía uso de razón. Nunca la vi con una prenda de color, su cabello era blanco desde muy joven, y no se maquillaba jamás. Hubo un momento de su vida en el que se convirtió en una anciana prematura, pero nunca supe por qué, y por supuesto, no tenía a quién preguntar. Por eso se deshizo del espejo sin problema, quedando la casa familiar con un espejito pequeño en el lavabo que sólo utilizaba mi hermana. Lola tenía una melena oscura y espesa que intentaba domesticar todas las mañanas. Soñaba con enamorarse, con encontrar a un hombre con el que marcharse de casa, alguien que la liberara de la opacidad que se respiraba entre aquellas paredes opresivas. Mis padres hacían lo que podían, pero el ambiente nunca fue alegre, nunca ligero, nunca luminoso. Mi madre era cariñosa casi por descuido. Cuando mi padre no miraba se escapaba de ella una mujer bondadosa que permanecía oculta y disfrazada de matriarca autoritaria el resto de los días. Mi padre nunca supe quién era, mi padre quizá tampoco supo quién era yo. Creo que nunca le interesó. El espejo había llamado mi atención, llevaba meses sin observarme. Me miré un rato, me crucé la bata y me acerqué a redescubrir mis facciones. Tenía veintitrés años, pero mi tristeza me acercaba a la ancianidad, como mi madre. ¿De dónde vendría su tristeza? Yo no quería ser como ella. Me forcé a sonreír, me coloqué un tupé, erguí mi cuerpo y no me quité los ojos de encima hasta que liberé el rastro de una mujer joven, una mujer que tenía a su alcance transformar su desdicha. De nuevo pensé en mi madre, que se quedó en el camino sin dar un paso más y convivió eternamente con la melancolía. Y consiguió que, inevitablemente, la melancolía conviviera con todos nosotros. Yo no quería someter a mis hijas a mis circunstancias. Y tampoco quería someterme a mí misma.
A la mañana siguiente, empaqueté todas las pertenencias de Luis y las subí al trastero. Me ayudó mi hermana Lola, que insistía en donar sus prendas e incluso algunos libros o discos. Me negué. Deshacerme de sus cosas suponía perder la esperanza del todo, y pese a que estaba dispuesta a asumir mi nueva situación, no me sentía preparada para un cambio tan drástico. No volví a repasar fotos de nuestros momentos felices, no volví a hablar de él en mucho tiempo. Pero dentro de mí, latía todavía un suspiro de ilusión adolescente, como si necesitara proteger un recoveco de ingenuidad en mi interior.
Gracias a Lourdes, cada vez eran más las mujeres del barrio que traían a casa sus vestidos para que yo los arreglara. Había aparecido casi por arte de magia en mi vida y parecía dispuesta a ayudarme corriendo la voz de mis cualidades como costurera. Me gustaba mi trabajo, era una tarea hipnótica que me alejaba de todo pensamiento. Me centraba en el movimiento de la aguja y el hilo, en el sonido de la máquina de coser, toda mi concentración puesta al servicio del presente. Era casi mágico.
Las campanadas de la iglesia comenzaron a marcar las seis de la tarde. Me quedé quieta. Esperé a conocer mis impulsos. Las campanadas se apagaron, y con ellas se apagó la ansiedad que navegaba por mis venas, mi sangre se oxigenó, mis órganos descansaron y mis manos volvieron a la costura. Era la primera vez en meses que no me asomaba al rellano a las seis de la tarde para esperar a Luis.
Dejé a las niñas en el colegio y volví hacia casa. Pero, por alguna razón, decidí cambiar mi rutina y subí por la calle del Barco, en vez de pasar por la calle del Pez. Lourdes no llegaba hasta las diez a casa, así que no tenía prisa por volver. Para bien o para mal, nadie me esperaba allí. Al llegar a la calle Colón, se me cerró el estómago de golpe, se encogió en cuestión de segundos, como si fuera una ostra estremecida tras ser rociada con unas gotas de limón. Hacía meses que mi cuerpo no me castigaba y me resultó sorprendente que lo hiciera ahora. Encontré el motivo de mi angustia en la cafetería «Sidi». Era el café preferido de Luis. Allí solía pasar las horas tomando cafés y leyendo el periódico. Yo le acompañaba algunos sábados por la mañana y no había vuelto desde su marcha. Dentro había varios hombres de negocios, bien vestidos, con el abrigo puesto para combatir las corrientes que entraban desde la calle. Observé también a dos mujeres mayo res, mojando sus porras en tazas grandes de café. Una nube de humo cubría el local y sentí el impulso de entrar. Entrar allí suponía un reto para mí. Miré a mi alrededor como si necesitara confirmar que nadie me veía, como si se tratara de una actividad clandestina que debía ocultar. Disimulé mirando un escaparate mientras pensaba en por qué quería entrar. «¿Qué buscas? ¿Le estás buscando a él? ¿De verdad entrar puede ayudarte a superarlo? ¿Por qué no te marchas a casa y te olvidas de todo esto?». Pero de alguna forma me sentía preparada y quería demostrarme si realmente lo estaba. «Luis no se encontrará dentro, probablemente no vuelva por aquí jamás. Entra y disfruta de tu libertad, entra y demuéstrate que has salido del pozo de la nostalgia». La armónica del afilador del barrio acarició mis oídos, convirtiéndose en la sintonía de un nuevo comienzo.
Atravesé la frontera del miedo, empujé la puerta de cristal y la escuché cerrarse tras de mí y golpear contra el cierre. El sonido fue tan fuerte que los clientes dirigieron sus ojos hacia donde yo estaba. Me sentí insegura. Pero pronto todos volvieron a sus conversaciones y a sus desayunos. Yo no era tan importante para nadie y eso ahora me tranquilizaba. Me acerqué a la barra. Dos hombres me dedicaron una mirada y les di la espalda, casi como un acto reflejo de protección. Pedí un café con leche en vaso, me sirvieron y me desplacé hasta el ventanal, donde había una mesa alta y un taburete. Miré hacia fuera, a la calle, fijándome en los vecinos que se dirigían a sus puestos de trabajo, o en las mujeres que ocupaban las aceras con las bolsas de la compra. Me hice con el espacio y comencé a respirar por fin. Me quité el abrigo, dejé el bolso sobre la mesa y apoyé el bastón contra la ventana. Me coloqué el pelo sin perder de vista el ritmo tranquilo del barrio. Me sentí libre.
Lourdes llegó puntual, como siempre. Me trajo una falda negra que debía ajustar. Estaba perdiendo peso y toda la ropa le bailaba. Y de pronto sacó una capa roja de la bolsa. Me la entregó.
—¿Qué tengo que hacer con esto?
—Quedártela.
—¿Es un regalo?
—Tengo otras dos capas y he pensado que esta es perfecta para ti.
—Es roja… Demasiado llamativa, yo nunca llevo prendas de este color.
—Pues ya es hora de que colorees tu vida un poco, quédatela, no me hagas el feo de negarte.
Me quedé la capa. Estaba hecha de fieltro y era de un rojo intenso, un rojo que parecía desvaír todos los colores que se encontraran cerca. No me atrevía a llevar algo así, pero en este pensamiento volví a recordar a mi madre y su luto eterno. Pensé que nunca llevaría una capa roja, pero quizás una falda podría serme útil algún día. Al marcharse Lourdes calculé las horas que tenía hasta volver a recoger a las niñas del colegio y me puse manos a la obra para transformar la capa en una falda que podría marcar mi nuevo estilo. Un estilo que sugiriera libertad, que sugiriera que no tenía por qué esconderme, ni pasar desapercibida, ni guardar el luto soterrado que desprendía mi ropa.
De alguna manera acabé viendo la vida a través de mi costura, podía intuir los tejidos de los que me rodeaban, percibía sus pliegues y admiraba sus formas. Cada persona tenía su propio color. Imagino que los oficios están impregnados de sensaciones relacionadas con la tarea que implican. Los músicos caminan quizás escuchando melodías en el rumor de las calles, los pintores observan trazos en los gestos de los transeúntes y los poetas encuentran sus versos en las palabras de otros.
Al día siguiente, la falda estaba terminada. Me la probé, me miré en el espejo. Me gusté. Me vi guapa por primera vez en años. El fieltro rojo me hizo olvidar mi pierna izquierda. Me hizo olvidarlo todo durante un rato. Sonó el timbre y abrí a Lourdes, que se alejó unos pasos para admirar mi obra.
—Gran idea, Elvira, estás guapísima.
—Gracias.
—Ahora necesitas un hombre para estrenarla.
—No estoy para eso…
—¿No quieres volver a enamorarte?
—No.
—Sentir el latido del enamoramiento debe de ser maravilloso.
—¿Tú no estás enamorada?
Lourdes calló. Sentí que había sobrepasado la barrera de la confianza; al fin y al cabo, no era mi amiga sino una cuenta. Me arrepentí de inmediato pero ya no podía volver atrás. Miró al suelo, respiró y cambió de tema rápidamente, como si alguien le hubiera dado un codazo para hacerla reaccionar.
—¿Tienes ya mi falda? —dijo entrando en el salón.