La primera noche me serví una copa de vino para celebrarme a mí misma. Celebraba que por fin iba dando pasos hacia algún sitio, aunque no supiera a dónde. Celebraba que empezaba un movimiento que había estado intentando escapar de mi cuerpo dormido, y ahora sí escuchaba mis huesos e intentaba descifrar qué tenía que decirme mi anatomía, secuestrada casi siempre por mis miedos. Mis películas favoritas son las de superación personal. Sé que no es un género, que no vas al videoclub y te encuentras con «estrenos, drama, comedia, thriller y superación personal». Pero disfruto de las historias que implican evolución, aprendizaje y valor. De alguna manera todos podríamos ser ese protagonista que se vence a sí mismo y sale del cascarón para demostrarle al mundo que con confianza, voluntad y algo de magia, todo puede conseguirse. Me da igual si el héroe es un gladiador venido de la nada que rehace su vida y no se deja dominar por las adversidades, o si se trata del patito feo del instituto convirtiéndose en un bellezón tras quitarse las gafas y la diadema. Sí, las transformaciones de las protagonistas de estas pelis son un poco básicas. Disfruto esas películas porque de alguna manera sirven como estímulo para deshacer mis temores, de los que en algunos momentos pienso que nunca podré desprenderme. Durante aquellos días esos temores empezaban a difuminarse, nunca del todo, pero al menos sentía que estaba haciendo algo para que eso sucediera, que estaba donde debía estar, que no me estaba con formando por miedo a lo que pudiera pasar, que estar sola no me situaba al borde del abismo, todo lo contrario, empezaba a disfrutarlo.
Salí de la cama animada, aunque me costó deshacerme del edredón y pisar un suelo glacial. Me puse mi chándal, un jersey y una chaqueta. Me puse los calentadores y no me puse guantes porque me disponía a lavarme la cara para despejarme. Con los calentadores me veía a mí misma bastante interesante, sentía que me daban un toque como de mujer autosuficiente, ya ves tú la gilipollez. Los radiadores de la casa no funcionaban y tenía que comprar unos eléctricos. El casero ya me lo había advertido, pero no le tomé en serio cuando me dijo que en esta época aquí hacía un frío helador. Pensé que exageraba. Había una chimenea pero no me atrevía a encenderla, además no sabía hacerlo, sé que no puede ser tan difícil, pero yo es que soy torpe. Y a mi torpeza se unía el temor de prenderle fuego al edificio intentando calentar el salón. No, ante aquel riesgo, prefería ponerme capas hasta parecer la mascota de Michelín. Calenté el baño con un calefactor pequeñito y me preparé un café antes de darme una ducha. Había robado la cafetera cara, esa de los anuncios de George Clooney. Sabía que le pertenecía a mi exnovio pero pensaba que yo me la merecía más. Una escritora tiene que estar siempre tomando café y fumando, si no nadie te toma en serio.
Lo de ser escritora no era algo que naciera de un día para otro. Llevaba años diciendo que quería dedicarme a escribir, quería probar a enfrentarme a los folios y ver qué salía de aquel experimento. Nadie se lo creía, puede que ni siquiera yo, porque ya me había dado por otras profesiones imposibles. Aquí donde me veis, yo iba destinada a convertirme en una bailarina de ballet profesional. Sí. El único problema es que no asistí a una sola clase, y eso, por lo visto, es un inconveniente. Todo vino porque en los años en los que mi madre trabajaba, teníamos una canguro muy joven que era bailarina de ballet. Me fascinaba verla practicar algunos pasos en el salón de casa y decidí, sin dudarlo, que sería bailarina. Mi madre me creyó entonces, porque yo era muy pequeña y no les había dado tiempo a desconfiar de mis arrebatos. Eran arrebatos, pero mi familia pensó que podría tratarse de una vocación. Fui a una escuela del barrio e invitaron a mi madre a que pasara conmigo a una de las clases para decidir si, finalmente, quería apuntarme. Aquello no se parecía en nada a lo que yo quería hacer. Se imponía sobre todo la disciplina, una palabra con la que no estaba acostumbrada a lidiar y que me resultó de lo más desagradable. La profesora era muy seca y las niñas repetían los mismos movimientos una y otra vez hasta conseguir acercarse a la perfección. Tras sólo unos minutos le susurré a mi madre que quería marcharme. Como me sentía algo frustrada, insistí aun así en que me compraran un vestido de ballet. Y me bastaba con poner un vinilo de Chaikovski en nuestro tocadiscos setentero, vestirme con mis leotardos favoritos y cruzar el salón haciendo pasos de baile inventados e imitando a Maia Plisiétskaia. Luego, debido a mi volubilidad, me dio por tragarme todas las películas de Marisol que reponían en las tardes de la Uno, y entonces me convencí de que quería dedicarme a la canción. Y para ello el primer paso, y nunca mejor dicho, sería calzarme unos zapatos de tacón de lunares. Lo de la voz ya llegaría, pero lo primero es lo primero. Los zapatos llegaron unas navidades y desde entonces me convertí en la perfecta imagen del bochorno para mi padre. Me agarraba a su mano por la calle, él iba muy serio, mirando al frente, como si no se atreviera a posar sus ojos sobre mí, y yo iba sonriente, ajena al mundo adulto y aburrido, y vestida con el tutú y los zapatos de tacón de gitana.
Esta vez se me habían acabado las excusas. No tenía trabajo, guardaba algo de dinero y el shock emocional de la ruptura ya había pasado, así que tenía tiempo y ánimo para pensar en qué quería escribir y qué quería hacer con mi vida. Deseaba que ambas cosas estuvieran relacionadas, pero no sabía si eso sería posible. Quizás al ponerme a escribir descubriera que mi yo escritor era un personaje inventado sin ningún futuro.
Llevaba años estancada, o al menos aparentemente estancada, y me había agotado de mí misma. En realidad, deben de estar sucediendo cosas siempre, por mucho que uno no quiera darse cuenta. Había llegado a pensar que mi cuerpo permanecía inalterable. Una aparente linealidad arropaba mis días desde hacía años. Sabía que la felicidad no estaba ni cerca de esa sensación estática con la que convivía. Y cuando por fin quité la primera piedra del muro que me impedía ver el mundo, todo se desmoronó sin dilación. Como cuando quitas una naranja de una torre expuesta en la frutería y es justo la que hace que se derrumben todas las demás. Eso era lo que me había sucedido, y no podía ser casual encontrarme en el vacío absoluto de la inestabilidad. Nada estaba siendo como me había imaginado. Lo que por entonces no sabía era que lo realmente inquietante es que las cosas salgan como hemos planeado. Eso significaría que hemos vivido en un paréntesis existencial en el que hemos dejado pasar las posibles transformaciones y sorpresas para terminar en el punto que nos habíamos marcado. ¿Cuántas cosas me habría perdido durante todos esos años dirigidos a una meta inamovible?
Nunca había vivido sola antes. Cuando abandoné la casa familiar, o sea, cuando dejé atrás el infierno de mi madre pasiva agresiva, mi hermana pasiva y mi padre agresivo, entonces me fui a vivir con una amiga. La amiga resultó ser una demente porque yo poseo un imán que los atrae como moscas. Aunque supongo que ella diría lo mismo de mí si tuviera ocasión. Y no la tiene porque yo no se la doy. La idea de no tener que relacionarme con nadie me parecía el paraíso. No dar explicaciones, no dar conversación, no ver a nadie, no tener nada en la nevera porque sólo yo puedo hacer la compra… Bien, hay cosas que no son tan positivas.
Di un sorbo al café de Clooney. Abrí el documento. Escribí: «Novela». Me detuve. Estas cosas necesitan tiempo, vosotros no lo entendéis porque no sois escritores como yo, pero uno no puede ponerse ahí a lo loco. Observé con cara de concentración aquella palabra delgada y solitaria sobre el luminoso y desnudo fondo blanco. Cogí fuerzas y acto seguido seleccioné la palabra «novela» y la subrayé. Sí. Eso hice. Me separé unos centímetros más de la pantalla para admirar mi obra con perspectiva. Luego ya fui un poco más allá y cambié el tamaño de «novela» de 14 a 18. Mucho mejor, ahora tiene cuerpo, ahora sí transmite algo, ¡dónde va a parar! Y tras este duelo creativo conmigo misma, porque aquí claramente las musas no intervinieron en ningún momento, ya encontré una excusa para levantarme de la silla: organizar la habitación de invitados. De repente, se había convertido en una tarea esencial, aunque no tuviera intención alguna de invitar a nadie. Pero me inventé que debía hacerlo y que debía hacerlo ahora mismo. No voy a ponerme a escribir teniendo una habitación patas arriba, ¿no? Y al preguntarme a mí misma, me contesté lo que quería oír: pues no. Total, que para allá que fui.
Todos los dormitorios de la casa eran amplios y oscuros. Todos daban al interior y estaban muy descuidados, pero la habitación de invitados me llamaba mucho la atención. De hecho, decidí que sería la de invitados porque la encontraba demasiado compleja para convertirse en mi dormitorio. Sentía cierto desasosiego allí dentro sin que esto tuviera ninguna razón aparente. Era un espacio asimétrico, aunque de entrada pareciera un rectángulo. Y un armario empotrado en color, intuyo que en su día blanco, ocupaba la pared. El techo era alto, como en toda la casa, pero estaba desconchado por las esquinas, y yo no podría dormir pensando que se me iba a caer un trozo de techo en la cabeza. Vamos, ni yo ni nadie. Empezaba a descubrir por qué un piso tan grande me costaba tan barato. Llevaba una semana viviendo allí y me había ido encargando poco a poco de la cocina, el salón, mi estudio y hasta había limpiado a fondo el cuarto de baño, más que nada porque soy muy escrupulosa. Si por mí fuera, le pegaría fuego y luego volvería a instalar el mobiliario. Pero ya desde cero y sin gérmenes por allí buscando víctimas indefensas y solitarias como yo. Tenía pendiente adecentar este espacio, aunque sólo fuera por demostrarme que era capaz de cuidar de mi nuevo hogar sin dejar mis obligaciones a medias. Pero para empezar, si quería hacer algo digno con la habitación, debía arrancar el empapelado de margaritas verdes que podían sumergirte en un ataque de ansiedad si permanecías dentro más de media hora. Fui al salón para escoger algo de música y ponerme a trabajar. Había colocado todos mis discos en una estantería hecha a medida en el salón y me sentía muy orgullosa porque estaban ordenados alfabéticamente, y esas cosas sólo las hacen las personas responsables. Busqué un directo en la M de Morrison, de Van Morrison, que no encontré a la primera porque por error lo había puesto en la V de Van (empecé a recordar por qué no me gusta ordenarlos alfabéticamente). Era «A Night in San Francisco». Me puse ropa de batalla, es decir, cogí un par de prendas al azar porque toda mi ropa está en perfectas condiciones para ser destrozada, y me lancé a despellejar las paredes con todas mis fuerzas mientras sonaba el primer tema del CD: «Did Ye Get Healed?».
Arranqué el empapelado de la habitación como si no hubiera un mañana, con toda mi energía y mis ganas, ahí estaba yo, ¡dándolo todo! Y con las manos llenas de jirones de papel, empecé a experimentar una sensación de libertad desconocida. Me habían sucedido cosas similares, pero nunca así, o al menos nunca tan conscientemente. Estaba tan dedicada y atenta a mi tarea, que mi mente permanecía tranquila, sin especulaciones. Estaba viviendo sólo aquel momento, como si hubiera entrado en una fase de meditación involuntaria que me llevara a conectar con una parte desconocida de mí misma. Sí, todo esto sólo a partir de arrancar un papel rancio de margaritas. Ni flores de loto ni leches: margaritas. Bajo el papel, empezaba a asomar otro papel todavía peor. Una especie de dibujo floral con circulitos blancos y rosas emulando un encaje. Aquello empezaba a recordarme a las muñecas rusas, que se guardan unas dentro de otras y parecen no terminar nunca. ¿Cuántos papeles habría debajo de aquel papel? ¿Y si en realidad no había un muro, sino un conglomerado de papeles sustituyendo al tabique original? Y si seguía arrancándolo, ¿acabaría llegando a la habitación de al lado?
El disco ya había terminado y a mí todavía me quedaban unas horas para concluir la tarea. Me acerqué a la cocina a por una cerveza fría que me apetecía un montón. Entonces recordé que las había dejado fuera de la nevera, en la bolsa, pero pronto comprobé que en mi casa la temperatura rondaba un par de grados menos que en la nevera. Abrí la cerveza y unas aceitunas y me apoyé en la ventana de la cocina para cotillear por las ventanas de mis vecinos. Confié en que ellos no hicieran lo mismo conmigo, sobre todo por evitarles una gran decepción. La señora diminuta del segundo era la sonriente mujer que me habló de esta casa. Yo ya no sabía si poseía una felicidad permanente o si sufría una parálisis facial, porque sonreía al regar las plantas, al limpiar el polvo del alféizar e incluso al ver la televisión. Y esto último es lo que me resultaba escalofriante. En el segundo izquierda vivía un chico solo con poco pelo. No es que estos dos factores vayan unidos, uno no tiene por qué estar solo por carecer de pelo. No, este está solo porque mató a su madre. Estoy convencida de ello por mucho que intente aparentar que es un hombre normal. Sabía que se llamaba Jorge porque le escuché presentarse una vez por teléfono. No solía recibir visitas y me lo cruzaba con la compra en la escalera. Yo subía los tres pisos andando porque era una valiente. Y porque el ascensor estaba estropeado, pero esto es un detalle sin importancia. En el primero vivía una mujer colombiana con sus dos hijas. Una de unos veinte años con ataques de ira y otra más joven que no se pronunciaba demasiado, excepto cuando hablaba por el móvil en la ventana y nos invitaba a todos a escuchar sus intimidades adolescentes. En el bajo vivía una pareja mayor con un perro muy feo y muchos pájaros. Ella era brusca hasta en su forma de caminar y él no saludaba cuando nos veíamos en el portal ni que le mataran. Encendí un cigarro porque me lo merecía. Me lo había ganado por todo el trabajo que estaba haciendo. Es cierto que los diez anteriores no me los había ganado por nada en particular, pero este sí. Terminé la cerveza de un trago y me senté un momento. Era la primera vez que me encontraba contenta en mucho tiempo. Recuerdo que sonreí, y casi sin darme cuenta solté una carcajada inesperada que incluso me sobresaltó. Al callarme, me pareció escuchar una prolongación de mi risa. Era como si el eco de una risa ajena solapara la mía propia. Me quedé escuchando, pero ya no oí nada más. Un escalofrío irrumpió en mi columna vertebral.
Eran casi las ocho de la tarde y yo seguía inmersa en la odisea del cuarto de invitados. Con lo que me estaba costando, tenía la tentación de ponerme a invitar a todo dios para darle salida a aquella estancia. Con las uñas destrozadas y en una especie de enajenación que me impedía detenerme por muy cansada que estuviera, comencé a entrever el fin del empapelado. Me moría de curiosidad por saber qué color había pintado en su origen, qué había debajo de las capas de papel desvaído que decoraban las paredes desde hacía unos mil años. Continué mi tarea con cierta ansiedad y obtuve mi recompensa. Una emoción desproporcionada se disparó al ver aquello. Unas letras pintadas en la pared y muy deterioradas asomaron discretas de repente. Quité el resto de papel nerviosísima, sólo quería descubrir qué había allí escrito y entonces lo vi.
Lo que acababa de encontrar tenía que compartirlo con alguien.
—Tienes que venir a mi casa, quiero enseñarte algo.
Mónica adoptó un tono de pretendida dignidad.
—¿Llevas dos días sin dar señales de vida y ahora me pides que vaya a verte?
—Sí.
—Vale —dijo abandonando su pose casi sin darse cuenta.
Unas preciosas y cuidadas letras negras rezaban en aquella pared: «Escuela Carmen Abril». Las observamos durante horas. No llegamos a grandes conclusiones pero yo estaba tan fascina da que durante la noche no pude dormir. Estaba agotada, pero no pude dormir. ¿Quién era Carmen Abril? ¿Cuándo había sido aquella casa una escuela? Necesitaba saber algo. Me levantaba y encendía la luz para acercarme de nuevo a la pared y leer una y otra vez aquellas letras. Mónica se había mostrado interesada por mi descubrimiento, pero tenía muchas ganas de contarme que había conocido a un chico que por lo visto le había tirado los tejos, que por su «ya nos veremos» parecía que la cosa podría funcionar y que no sabía si debía conseguir su teléfono o dejar que el destino decidiera. Y tras aquella última frase, el destino lo decidió ella, llamó a una amiga común, consiguió el teléfono y unos días después le llamó fingiendo haberse equivocado de teléfono al intentar llamar a otro chico con el mismo nombre. Nunca supimos si coló porque aquel hombre no volvió a aparecer en la vida de Mónica, y como consecuencia, en la mía. Mientras me contaba su «enamoramiento», yo pretendía escucharla, pero no podía, no hacía más que imaginar qué habría ocurrido en mi casa y me sentía feliz por convivir con fragmentos del pasado. ¿Se puede no convivir con fragmentos del pasado?