Me besó en la mejilla para despedirse, como todas las mañanas. Solía hacerlo mirando al infinito, sin cruzar sus ojos con los míos, quizá temiendo que deseara iniciar una conversación. Nada más lejos de la realidad. Hacía tiempo que no tenía fuerzas para intentar cambiar nuestra rutina. Pero esta vez me miró. Sentí que atravesaba mis pupilas con las suyas. Se dirigió hacia el pasillo despacio. Le vi detenerse un instante. Retomó la marcha y salió de casa. Me bastó un segundo para comprender que ya no iba a volver.
Tendría seis o siete años la primera vez que pensé que no pertenecía a este mundo. Lo recuerdo bien porque mis percepciones descorrieron los velos de una realidad que parecía una mera representación. La extrañeza con la que observé mi entorno me llevó a pensar que estaba muerta. Lejos de asustarme, me divertía la idea de que realmente no estaba aquí, yo era de otro lugar, mucho más cálido, más cercano y más alegre, al que podría volver cuando terminara mi intervención en este mundo. A ratos lo olvidaba y me sumergía en la rutina, pero cuando empezaba a dormirme, lo recordaba de nuevo. Y me entregaba al sueño sabiendo que durante las horas en las que la vigilia no miraba, podía viajar al lugar al que pertenecía. La noche se convertía en la comadrona de un instante mágico de cruces entre todos los mundos existentes donde las realidades se deshacían lentamente. Inventé que venía de una estrella a la que visitaba cada noche. Y cuando lo que veía en mi entorno no me gustaba, miraba por la ventana en busca de su luz. Era mi gran secreto.
Cuando Luis se marchó, volví a sentir que estaba muerta. Intenté recuperar el aliento tranquilizador de mi recuerdo infantil. Intenté entrar en el mundo que me esperaba más allá de los muros de la razón. Intenté escapar del momento que me atrapaba. Aquello no podía estar pasando. Durante las horas agónicas de espera, me agarré a aquella vivencia deseando que me visitara de nuevo. Así como me visita ahora, echando la vista atrás a una vida que dudo que sucediera tal cual la recuerdo. No sé cuántas de estas palabras responden a una realidad más o menos firme o si voy modificando el pasado a medida que desempolvo las vías de la memoria. Vivimos como si sólo hubiera sucedido lo que recordamos, pero deben de existir millones de pequeños momentos que han marcado nuestros caminos. Instantes, aparentemente, tan nimios que no han llegado a instalarse en nuestra frágil retentiva. Llegamos hasta donde llegamos movidos por corrientes invisibles que no sabemos reconocer.
Aquella mañana de septiembre, parte de mi vida se quedó allí, en el pasillo, con la mirada perdida entre las anárquicas formas que se dibujaban en la madera, haciendo esfuerzos para convencerme de que pronto todo volvería a la normalidad. Pasaron las horas y no podía moverme del sillón. Cada ruido parecía anunciar su vuelta, pero una intuición acurrucada en el estómago me sugería que eso podría no ocurrir nunca. No podía llorar. Mi respiración era corta y agitada. Notaba mi garganta árida, mi lengua acorchada y mi cuerpo tan inmóvil que, a ratos, parecía no pertenecerme. Me sentía un huésped en mi propia piel y un manto de irrealidad se posó sobre mis hombros para no abandonarme. Una presión insoportable me oprimía el ombligo. Como si desde dentro alguien tirara con fuerza intentando hacerlo desaparecer. A veces mi latido se concentraba justo ahí, justo en ese punto que parece unir las dos mitades del cuerpo. Me dolían las piernas y mi piel se tornaba grisácea, del mismo color que las nubes que cubrían mis ojos y me impedían vislumbrar un pequeño rayo, un destello de armonía al que aferrarme para continuar respirando. Mi cotidianidad estaba encadenada a la tristeza. Y la tristeza desprende un sonido propio, un matiz metálico que envuelve el aire y las palabras.
El Jilguero llevaba días sin cantar por las mañanas, mimetizado con la oscuridad que desprendían mis agazapados movimientos. Gloria, mi hija mayor, le observaba con perplejidad. Intentaba descifrar por qué su canto no rompía el silencio del amanecer como lo había hecho siempre, por qué ahora cantaba sólo algunas tardes. Y lo hacía casi por inercia, como si no sintiera el impulso de cantar mientras nuestra casa siguiera siendo un cementerio de recuerdos.
—¿Elvira? Soy Lourdes. Te traigo un vestido para arreglar.
—Pase.
—Tutéame, si esto lo haces bien seré tu mejor clienta.
Lourdes se movía por la casa con soltura, como si hubiera estado allí cientos de veces. Me trataba con naturalidad, nada de formalidades. Era una mujer moderna, de las pocas que conocía mundo por entonces. Parecía bondadosa y en su rostro se podía apreciar la belleza que había poseído en la juventud. Era distinta, enigmática, y se reía a carcajadas cada vez que tenía ocasión. A mí incluso llegaba a violentarme, supongo que por la falta de costumbre. En mi casa siempre se había impuesto el silencio, y las escasas conversaciones que manteníamos en familia eran discretas, casi como un suave murmullo que se apagaba tras haber comunicado lo imprescindible.
Era muy joven cuando aprendía coser. Mi madre dedicó horas a instruirme hasta encontrar mi trabajo perfecto. En aquella época empecé a estudiar mecanografía, y en cuestión de meses me convertí en una alumna privilegiada. Estaba claro que mis manos poseían un don. También me gustaba pintar, pero lo hacía en la intimidad y jamás enseñaba mis obras. Mi empeño por conseguir el reconocimiento del entorno me empujó a perfeccionar todas mis tareas. Quizá buscaba una compensación por mi pierna maltrecha. Buscaba desviar la atención, y así evitar que las miradas se centraran en mi bastón y mi pierna izquierda arrastrándose un centímetro por detrás. Siempre a destiempo, siempre tan lenta, siempre desacompasada. Hubo días en los que hubiera preferido una amputación. Solíamos coser todas juntas. Las cuatro calladas. Las cuatro concentradas en nuestras labores sin emitir ningún sonido que distrajera los rezos de mi madre, que rezaba a todas horas aunque aparentemente se estuviera dedicando a sus tareas. Recordaré siempre ese susurro constante, su voz lineal, el rumor de sus oraciones ocupando todos los huecos de nuestra casa. Me preguntaba qué la llevaba a rezar durante casi todas las horas que ocupaban su existencia. Lola desistió de entenderlo y se limitaba a rezar antes de dormir como lo hacíamos todas, pero ella me confesó que aprovechaba para pensar en sus cosas. Tenía ciertas dudas sobre la utilidad de las oraciones y pensaba que Dios no podía ser tan prosaico como para detenerse a escuchar nuestras plegarias.
Recogí a las niñas del colegio, preparé la merienda y actué con normalidad. Llegó la noche y me situé en la frontera de lo que podría ser mi vida a partir de entonces. Llevaba años sin escuchar el tictac del reloj de pared. Uno se acostumbra a los sonidos cotidianos; sin embargo, esa noche no podía escuchar otra cosa. Sonaba más alto que nunca y el segundero se acompasaba con mi respiración asustada. Estaba a punto de confirmar si mi intuición era real, si sus ojos aquella mañana se estaban despidiendo de los míos, si de verdad esta pesadilla que me susurraba que había sido abandonada tomaría forma y pasaría a marcar mi vida, esta vida que se quebraba un poquito más cada minuto.
Cada tarde, a las seis en punto, me arreglaba y salía a esperarle al rellano. Era un ritual que comencé tras nuestro viaje de novios. El primer día de convivencia, me vestí con una falda de color crudo y una camisa con encajes que estrenaba. Me pinté los labios y me recogí la melena. Cuando dieron las seis, me asomé al balcón y le vi bajar todo Jesús del Valle. Observé cada centímetro de su camino. Se movía como si sus hombros siguieran el ritmo de una música que sólo él escuchaba. Y cada paso parecía todavía más firme que el anterior. Cuando se disponía a entrar en el portal, salí al rellano a esperarle. Subió la escalera y me vio asomada con una sonrisa que no podía contener. Me miró obnubilado, sonrió y me abrazó apretándome fuerte contra su pecho. Me apartó un segundo para volver a mirarme y entramos juntos en casa. Mantuve esta rutina durante demasiado tiempo con la esperanza de que volviera. Deseaba con todas mis fuerzas verle bajar por nuestra empinada calle, con el sombrero gris y la camisa blanca. A veces, cerraba los ojos y me parecía estar viéndolo, e inmediatamente después, me estrellaba contra la realidad. La realidad de estar sola y abandonada por el único hombre al que había amado en mi vida. Los días se hicieron tediosamente largos, parecía que no fueran a acabar nunca. Yo sólo quería que llegara la noche para retomar la esperanza de su vuelta en el nuevo día.
No volvió. Mi marido no volvió a su casa. No bajó la calle que le llevaba hasta el portal. No subió las escaleras de madera hasta el tercer piso. No abrió la puerta. No se quitó el sombrero para colgarlo en el perchero de la entrada. No caminó sigiloso por el pasillo hacia el salón. No besó a su mujer en la mejilla. No arropó a sus hijas antes de dormir. No se acostó en su lado de la cama. Mi marido nunca llegó.
Tic, tac. El reloj seguía desvelándome en las pocas horas en las que conseguía dormir. Tic, tac. Avanzaban los segundos hacia lo desconocido. Un terreno desértico me esperaba al despertar cada mañana. Posaba los pies sobre el suelo gélido y un escalofrío me devolvía al vaivén diario. Aquello estaba ocurriendo. Conseguí permanecer lo suficientemente anestesiada para que el sufrimiento no me rompiera del todo. Sólo perdía una esquinita cada día, como si fuera una galleta roída por un pequeño ratón. Así me sentía, aguantando los mordiscos de mis nuevas circunstancias.
Tardé varios días en contárselo a mi familia. Luis solía viajar por motivos de trabajo y no fue difícil mantener la mentira. Y cada noche seguía esperándole en el sillón, en silencio, escuchando el rumor del viento entrando por los balcones y terminando mi jornada de vigilancia con el toque de campana de las doce de la noche. Amanecía rezando para descubrir que todo era mentira. Que había sido un mal sueño del que por fin estaba a punto de despertar. Y al girarme en la cama para comprobar que Luis no estaba, la angustia se apoderaba otra vez de mi débil estómago. El miedo me retorcía las entrañas y me levantaba con náuseas hacia el cuarto de baño. Todas mis mañanas se abrían con este castigo que yo misma me había impuesto.
Mi familia me interrogó en el salón de mis padres. No podían creer lo que había sucedido y mi padre decidió acudir a la Guardia Civil para investigar su desaparición. No se me había pasado por la cabeza que le pudiera haber ocurrido algo. Sabía que me había abandonado, pero a nadie le cuadraban los porqués de su huida y llegaron hasta el final. Al cabo de varias semanas, lo dieron por perdido. No apareció en los hospitales, ni se habían registrado accidentes en los que estuviera implicado. Yo era la que estaba muerta, yo era la que estaba herida. Luis, simplemente, no estaba.
Tocaba rehacer mi historia y no era capaz de tomar decisiones. Vivía como si fuera a volver en cualquier momento. Sus cosas permanecían intactas en casa, sus prendas en el armario, su espuma de afeitar en el lavabo, incluso respetaba su espacio en la cama inconscientemente durante toda la noche. Pero no creo que de verdad pensara que iba a volver, sino que era tal el terror que tenía a reconstruir mi vida, que prefería agarrarme a la mentira que me ofrecía mi mente. Prefería quedarme allí quieta a sacar el valor para afrontar que estaba sola, que nada volvería a ser igual, pero que tenía que continuar, aunque no me gustaran las herramientas con las que debía edificar mi nuevo destino. La autocompasión se apoderó de mí. ¿Por qué me estaba ocurriendo aquello? ¿Por qué era tan desgraciada? ¿Cómo la decisión de un solo individuo puede derruir la vida entera de otro? ¿Cómo era posible que sus pasos arrastraran los míos hacia el Tártaro? ¿Y cómo era posible que yo estuviera tan paralizada como para no evitarlo? Si no hubiera sido por mis hijas, hoy todavía seguiría allí. Rendida en el sillón a la espera de su vuelta, y permitiendo que, como dice Góngora, las horas limaran los días.
Gloria y Encarna nunca me habían visto llorar y me interrogaban con la mirada mientras yo intentaba disimular mi tristeza en las tareas del hogar. Mi hermana me consolaba y aportaba la vitalidad que a mí me faltaba, la que yo iba derramando por las alcantarillas de mi pequeño infierno. Me pesaba más la incertidumbre del abandono que la certeza de mi soledad. Me descolocaba no saber qué había ocurrido, no saber cómo saldría de aquello. Todo se iba derrumbando sobre mi cabeza y yo me agachaba a recoger los escombros del amor de mi vida. Abandono, una palabra sombría que apresaba mi mente cada día. Abandono.
Mi madre estaba enferma y mi padre pasaba horas a los pies de su cama, leyendo en una mecedora sin dejarla sola un minuto. Aprovechó una de mis visitas para hablar a solas conmigo. Yo me había convertido en un fantasma. Mis hijas pasaban más tiempo con mi hermana que conmigo, porque no era capaz de encargarme de nada. Lloraba a cada rato y no podía conciliar el sueño desde hacía meses. Mis ojos estaban enrojecidos y unas oscuras y profundas ojeras parecían haberme convertido en una anciana.
—¿A qué estás esperando?
—A que vuelva.
—No va a volver.
—No puedo vivir sin él.
Mi padre me soltó con expresión de decepción, se sentó de nuevo en su mecedora, cogió un libro y justo antes de ponerse las gafas, me dijo con gravedad:
—Lo que no puedes es vivir sin ti.
Esa noche tampoco dormí. La frase de mi padre se repetía en mi mente una y otra vez. Sabía que tenía razón, pero no sentía fuerzas para hacerlo mejor. Me di cuenta de que había perdido lo único que había deseado en mi vida. ¿Cómo podía mantenerse mi vida sobre una cuerda tan fina? Levanté la vista y vi a Gloria, que me miraba desde la puerta con los ojos muy abiertos. Llevaba mis zapatos. Yo ya lo sabía, la había escuchado acercarse arrastrando los pies por el pasillo desde hacía un rato. Me miraba en silencio, como solía hacer. Gloria valoraba extremadamente las palabras y sólo hablaba cuando tenía algo que decir. Se apoyó en el quicio, miró al suelo y volvió a mirarme. Parecía estar interrogándome acerca de mi próximo movimiento. En aquel momento no sabía cuál iba a ser. Lo que estaba claro es que tenía que haber uno.