1. La casa

Se casaba mi hermana pequeña y eso significaba una cosa: me estaba quedando sola. Tenía treinta y seis años y mi entorno se había embarcado en formar familias, relaciones de pareja y barbaridades por el estilo. Allí estaban todos mis familiares alrededor, y algunos casi encima, de una mesa redonda dispuesta para los novios. Todos me miraban con esa expresión que parece estar diciendo: «¿Y tú a qué esperas?». Hubiera preferido que sacaran el tema directamente y no sufrir esa presión ante los ojos de mi padre, tan decepcionado por la vida que llevaba su hija mayor. La culpa la tiene él por esperar cosas de mí. Yo nunca le prometí que destacaría en algo o que triunfaría en el amor. Es más, de pequeña, ante la pregunta de qué quieres ser de mayor, contestaba que princesa. ¿No se hacía ya a la idea de que no tenía intenciones de hacer nada de provecho? Yo era la vergüenza de la familia y, como me gusta mantenerme firme en mis principios, hoy en día lo sigo siendo. Bajo la presión familiar, y para escapar de ella, durante la cena me dediqué a decir que sí a todo, en especial a todo aquello que llevara alcohol, cualquier estimulante para salirme temporalmente de mi cuerpo e imaginar que yo no era yo, que no estaba donde estaba y que mi familia no era mi familia. Mi hermana era la típica novia que está muy metida en su papel de novia. Reía, miraba enamorada al paticorto de su esposo, él se veía reflejado en la brillante e inmensa frente de ella y se besaban con mis padres todo el rato. Mi hermana era joven, era guapa, era feliz… No se puede ser feliz todo el rato, es incoherente con el mundo en que vivimos. Tras una eterna cena de platos llenos de amenazante salmonelosis, llegó la hora del baile y con ello el momento de mayor vergüenza ajena del año: ver bailar a mis padres. Mis padres tienen un problema; creen que bailan bien. Y esto es lo más peligroso que te puede ocurrir. Por eso, cuando suena cualquier estilo musical, ellos se lanzan muy decididos y profesionales a la pista a escuchar supuestos piropos como: «Mira cómo bailan, si es que la juventud se lleva por dentro». No, o eres joven o no lo eres, y por mucho que bailes a Chenoa, eso no te hace más joven. Bailan sonriendo como para dar ejemplo de lo unidos que están. Luego no se dirigen la palabra. Igual deberían poner música en casa y charlar de cómo les ha ido el día a ritmo de samba, puede que así consiguieran comunicarse más allá de: «¿Dónde has puesto el salero?». «Estaba ahí». «No quiero saber dónde estaba, quiero saber dónde está». Fin. Mi madre siempre me ha dicho que bailar bien es muy femenino, porque ella presume de ser muy femenina, y la pobre lo intenta pese a tener un cuerpo retaco, de estos que parece que se te ha desplomado un contenedor gigante sobre la cabeza y te ha dejado comprimida para siempre (desde el cariño lo digo). Con unas copas de más observé el ambiente, porque con unas copas de menos no habría podido soportarlo. Me fijé en la multitud de parejas que salían a bailar ese gran ejemplo de poesía que derrocha «Bailar pegados». Y para animarme empecé a pensar que no todo era vivir en pareja. Que la soledad no era negativa y que además no estaba sola, siempre me quedaría mi amiga Mónica, que en aquel momento cruzó por delante de mí persiguiendo a un chico que huía con cara de circunstancias mientras ella reía sola. Estaba borracha. Mónica es muy enamoradiza y si alguien le dice dos frases amables seguidas ya cree que tiene una relación. Se pasa la vida buscando señales mágicas y lo más peligroso es que las acaba encontrando. El mundo está repleto de señales, lo complejo es aprender a descifrarlas más allá de lo que queremos que signifiquen. Por eso, cuando Mónica se puso a vomitar delante del chico que le gustaba en la boda, se acercó a mí para contarme por qué había sucedido.

—Esto ha pasado porque mi cuerpo es más sabio que yo y me advierte físicamente de lo negativo de la relación.

—No, esto ha pasado porque estás muy borracha.

Me miró, se lo pensó.

—Sí, eso también.

Mi hermana y su hiperactivo marido se acercaron a charlar, y tras ellos mis padres, mis tíos, mis primos y mi abuela que no acababa de recordar qué hacía allí. No sería yo quien se lo recordara, para qué darle un disgusto a la pobre mujer. Estábamos en uno de esos momentos en los que nos congratulábamos de ser una familia unida y lo hacíamos muy evidente sentándonos los quince en una mesa muy pequeña. Mi madre atacó por fin, la buena mujer esperó a que estuviéramos todos, y yo sentí como si me sacara un ojo (supongo, porque me han ocurrido algunas desgracias pero nunca me han sacado uno). Preguntó: «¿Y tú y tu novio para cuándo?». Me miraron fijamente, todos ellos, y en mi cabeza la música se detuvo y mis movimientos eran pesados, como si la tensión ralentizara mis impulsos para impedirme salir de allí corriendo. Cuando estaba a punto de hablar, recordé de repente que nunca les informé de mi ruptura. Así que contesté a la defensiva:

—Lo hemos dejado, ¿vale? ¿Contenta? No tengo novio, no tengo trabajo, no tengo vida, no tengo nada… Bueno, sí, tengo náuseas. Vuelvo enseguida.

Mi exnovio y yo llevábamos juntos casi cuatro años, pero las cosas iban mal desde hacía tiempo, aproximadamente desde hacía tres años y medio… Quizá más. Pero ninguno se atrevía a dejarlo, así que un día cogí fuerzas y se lo propuse, pero vagamente, así como idea, no era algo definitivo, sólo tanteaba la posibilidad y le dije: «He estado pensando que igual lo mejor es que lo dejemos». Y él contestó inmediatamente, sin darme tiempo a terminar la frase: «Sí, yo también». Se le escapó una sonrisa relajada, como si el desgraciado se hubiera quitado un peso de encima. Yo no me lo podía creer, seguramente llevaba años esperando a que yo tomara la decisión. Unos días después él ya estaba con otra, eran felices, querían comprar una casa, tener hijos y viajar por el mundo, cuando a mí me costaba incluso convencerle para ir un sábado a comer a Segovia. Yo le dije que me alegraba mucho por él porque estábamos en esa fase estúpida de «mi ex y yo somos superamigos». ¡Pero no puedes ser amigo de alguien a quien le deseas el mal! Él, que pese a todo siempre fue un buen tío, creía que me alegraba de verdad, cuando yo lo que quería era que lo dejara con su novia, me echara de menos y me pidiera volver arrepentido y desesperado y así poder decirle que no y acto seguido soltar una carcajada de esas de los malos de las películas. Que nunca he entendido que los malos se rían cuando están siendo malos. Son malos y deberían estar acostumbrados a serlo, y no a reírse cuando matan o torturan; si ya lo han hecho antes, ¿dónde está la gracia? Y ya que hablamos de psicópatas, mi padre se acercó cariñoso, que me violenta mucho más que si me metiera una patada en la boca, me habló con un tono paternal muy de película (de película de El padrino) y me preguntó: «Hija, ¿qué estás haciendo con tu vida?». A lo que contesté con resignación: «Lo que puedo, papá, lo que puedo».

La fiesta continuó a mi pesar. Me terminé la copa en un rincón, observando el entorno mientras se me cerraban los párpados de cansancio. Al otro lado de la sala, vi la mirada que me dedicaba mi madre. Yo sabía que aquella mirada estaba preñada de compasión. Lo que mi madre no sabía es que yo también la miraba a ella con compasión. Reparé en mi hermana que, mientras se servía otra copa de champán, nos miraba a ambas, probablemente, con compasión. De hecho, yo también compadecía a mi hermana. Su marido debía de compadecer a toda la familia y mi padre tenía suficiente con compadecerse de sí mismo. Yo pienso que pobre familia, tan engañada por las apariencias, tan sometida al sistema en el que vivimos, tan involucrados en la sociedad, tan sumergidos en el espejismo del bienestar, en la vida lineal y sin sobresaltos. Pobre mi madre, casada con un hombre al que no ama. Pobre mi hermana, que va dando los pasos exigidos hasta llegar a donde está sin ni siquiera plantearse si eso es lo que quería hacer. Pobre mi padre, que cree que las noticias que no han salido en televisión, no han ocurrido. Y ellos piensan que pobre hija, sola, a su edad, sin trabajo, que se inventa que quiere ser escritora, que no la aguanta ningún novio, que no tiene hijos, que no tiene una casa en propiedad. Yo compadezco su falta de aventura. Ellos compadecen mi falta de estabilidad. Cada uno a lo suyo. Mi madre siempre remataba las conversaciones que giraban en torno a este tema con un sincero «a mí lo que me importa es que seas feliz». Lo malo es que en aquel momento no lo era. No era feliz. Y no tenía ni idea de cómo podía cambiarlo.

Y mientras mi hermana y su novio se metían la lengua hasta sus respectivas campanillas, reflexioné sobre si existiría alguien para mí o si me hicieron como un ser estrictamente individual. ¿Por qué no han hecho un hombre a mi medida? Y si lo han hecho, ¿por qué no está aquí? ¿Por qué lo hacen y lo dejan tan lejos? Aunque pensándolo bien, pobre hombre, imagina que sacrifican a un ser humano sólo para hacerlo compatible conmigo. Eso sería casi una mutación. Pero ¿de qué depende encontrar a alguien con quien compartir tu vida? Y por otra parte, ¿qué pasa cuando, como en este caso, has decidido dejar de buscar? ¿Se puede encontrar sin buscar? ¿Se puede estar buscando aunque uno no sea consciente? ¿Se puede seguir haciendo preguntas como estas, a las que nadie está capacitado para contestar? Se puede. Es la única respuesta certera con la que cuento ahora mismo.

Evidentemente, esta última ruptura de pareja no había sido la primera. La anterior me pilló de sorpresa y no terminé de saber qué había fallado. Vale que ya no estábamos enamorados, vale que no manteníamos relaciones sexuales y que yo huía ante la posibilidad de que se pudieran dar, vale que me acosté con su mejor amigo y vale que él se enteró… Pero ya os digo que no acabo de entender el porqué de la ruptura.

—Me voy —dijo él.

—Pues bájate la basura —dije yo.

—No, que me voy de casa, que te dejo.

Hice una pausa dramática tras escuchar esto.

—Pues bájate la basura —insistí.

Y desapareció. Y no bajó la basura porque los hombres no saben compaginar su vida con las tareas domésticas, eso lo sabe todo el mundo. Me quedé allí sentada sin saber muy bien si estaba a punto de hundirme o de servirme una copa de vino para preparar la cena y continuar con mi vida… Continuar con mi vida, borracha. No era la primera vez que experimentaba esta sensación de tener en mis manos el control de mi siguiente estado de ánimo. Contaba con un segundo para decidir si quería derrumbarme o aguantar estoicamente. O derrumbarme estoicamente que es una opción que me he inventado y que me funciona muy bien. Total, bajé la guardia y me derrumbé. Y acto seguido me deprimí. Pasé un tiempo en ese estado como de pausa, de paréntesis, en el que no sientes nada. La gente empezó a decirme eso de «pero tonta, anímate». ¿Que me anime? Estoy deprimida, si pudiera animarme lo haría, ¿no te parece? Me daban ganas de contestarles: «Ah, ¡así que es eso! Pues mira, igual me animo. Muchas gracias por tu ayuda». Como cuando lloras porque te ha quedado fatal el corte de pelo y alguien te dice eso de «no te preocupes, el pelo crece». ¡Cuéntame algo que no sepa! Si ese argumento me sirviera no estaría aquí llorando. Ya sé que el pelo me volverá a crecer, no soy una Barbie.

Cuando te deprimes el mundo se reduce. Te comprimes. Te quedas en una esquinita en posición fetal, sin ocupar casi espacio, y evitando respirar para no empañar los cristales que te dejan ver el mundo. Ese mundo al que no quieres salir, pero que observas enredado en tu edredón. Y duermes mucho porque es el único momento en el que dejas de sufrir. Al despertar, descubres que sigues en el infierno, en este infierno, porque ya sabes que no hay otro y ya sabes que el diablo eres tú y por eso no puedes esconderte en ningún rincón del mundo. Él siempre te encuentra y conoce tus trampas, tus trucos, se cuela en tus sueños y en tus pensamientos, se cuela en tu intestino y tus pulmones, se infiltra en tus venas y se mezcla con las pocas células que conservaban la alegría de estar vivas. Y para acabar con él sientes que primero tienes que acabar contigo. Y eso haces, dejarte caer para que el diablo desaparezca, aunque te cueste la vida. Te entregas a esa sensación de que los días se funden sin la pasión del cambio de luz. Vives sin que el sol te toque, sin que la noche te cubra, como si estuvieras pasando de puntillas por tu propia existencia.

Pero volvamos a lo importante: mi ex no bajó la basura. Y la basura se quedó en casa, que es una metáfora muy evidente pero es que la vida me lo pone a huevo. Estaba sola. Me sentía mayor. Era ese momento en el que ya me llamaban señora las personas de cualquier edad (excepto los bebés, que también deseaban hacerlo pero todavía no habían aprendido a hablar). En mi interior resonaba ese discurso optimista que me repetía «ya nadie me va a querer». Mónica intentaba animarme llevándome a tiendas de ropa, gran error. Ir de compras es una actividad que debería estar contraindicada en casos de depresión. Una vez en el probador, yo seguía repitiéndome «ya nadie me va a querer… con esta celulitis». «Ya nadie me va a querer… con esta cara». E iba añadiendo diversos defectos físicos para hacerme la vida un poco más dura y poder compadecerme con argumentos de peso, que es una cosa que a mí me gusta mucho. Acababa con la autoestima pisoteada ante los espejos. Sí, porque a veces no hay sólo uno, no, hay tres para que te veas desde todos los ángulos. Culo caído de espaldas, culo caído de perfil, y yo soy capaz de verme el culo caído incluso de frente.

Tras la boda de mi hermana, toqué fondo. Y lo bueno de tocar fondo es que descubres que, efectivamente, existe un fondo, al menos existe el tuyo, y no puedes seguir bajando. A veces tengo pensamientos optimistas como este. No era ni mucho menos la primera vez que tocaba fondo, pero en esta ocasión, mientras intentaba resucitar de la resaca con un segundo café, decidí que no podía seguir perdiendo el tiempo. Bueno, no fue exactamente así, más bien me echaban del piso en el que había convivido con mi ex, y ante la necesidad de moverme de allí, se me brindaba la oportunidad de empezar de cero. Llevaba toda la vida trabajando en lugares que odiaba y con personas que me caían mal. Llevaba toda la vida conformándome con relaciones que no estaban a la altura de lo que yo necesitaba. Con hombres con los que no encajaba y a veces con cualquiera que me quisiera por miedo a no encontrar a nadie más. Y por patético y triste que esto suene… Lo es. Sabía que había llegado el momento de hacer algo con mi vida. Es cierto que ese momento había llegado en el instante en que nací, una no puede estar esperando el momento ideal para hacer algo interesante, porque el momento ideal no existe. Pero no había sido tan consciente de esto hasta aquellos días. Tenía dinero ahorrado de la herencia de mi abuelo, y también había sacado algo para subsistir de mi último despido. Sé que una muerte y un despido no son las formas más dignas de conseguir dinero, pero era lo que había y ya era hora de aprovecharlo. Total, yo no maté a mi abuelo ni les obligué a que me despidieran.

Ante la idea de instalarme en casa de mis padres a la espera de conseguir un apartamento para alquilar, dediqué todos mis esfuerzos a la búsqueda. Dormir en casa de mis padres implicaba desayunar, comer y algunos días incluso cenar con ellos, mientras mi madre y yo acabamos hablando por señas por no competir con el volumen del televisor. Y no le pidas a mi padre que baje el volumen porque la respuesta siempre será la misma: «No está alto, está normal». Lo normal es lo que está dentro de la norma, así que por lo general este argumento es absolutamente subjetivo, como todos por otra parte, porque para mis padres las normas son opuestas a las mías. A veces es casi mejor tener la tele encendida, así no tenemos que repetirnos las mismas cosas una y otra vez. Imagino que por eso lo hacen.

Pasé más de un mes sufriendo decepciones inmobiliarias y engaños evidentes. No sé por qué los comerciales se esfuerzan en mentir, da igual que me digan que la casa tiene techos altos si yo llego luego y me dejo la cabeza en una viga nada más entrar. Entiendo que para alguien muy bajito, efectivamente, sean techos altos, pero yo, incluso sin ser alta, tengo que agacharme para pasar a la cocina. Le llaman dúplex a un zulito con una escalera metálica que da a un acogedor retrete del año 1910. Y encima intentan convencerte para que te quedes con cualquier cosa: «Esto parece pequeño, pero es cuestión de acostumbrarse, quitas esto, pones esto otro…». Como si estuvieras comprándote una falda y te contaran cómo meterle el bajo o estrecharla un poco. Y por eso mismo insisten en que ponga espejos para que la casa parezca más amplia, pero, amigos, eso sería engañarme a mí misma e intentaba empezar a ser lo más honesta posible en aquella nueva etapa. Da igual que el espejo le dé profundidad al pasillo, yo sé que no hay más espacio. También visité un piso exterior muy mono, pero parecía interior porque cuando sacabas la cabeza por el balcón casi te metías en el salón de los vecinos de enfrente. Era una calle de esas muy estrechas en la que sólo faltaba que la cuerda de tender fuera de lado a lado. Y no era nada personal, parecía buena gente, pero había que entenderlo, yo buscaba un poco de intimidad.

Cuando estaba a punto de desistir, que es un poco mi línea habitual, pasé por un portal de la calle Jesús del Valle, del que salió una anciana muy pequeñita y sonriente. Una de esas mujeres que parecen haber sido viejas desde siempre, y que cuando te hablan de su juventud piensas: «Venga, anda, que usted nació ya con ochenta años». Sin pensármelo dos veces, y puede que ni siquiera una, porque soy muy impulsiva, le pregunté si se alquilaba algún piso en el edificio. Se detuvo a pensar, me miró a los ojos, me dedicó una sonrisa cómplice y, finalmente, me contestó que sí. Era tal la emoción que estuve a punto de abrazarla con todas mis fuerzas como agradecimiento. Pero, pese a su buena disposición anímica, dudo que hubiera sobrevivido a mi entusiasmo. Y no puedo llegar de nuevas a un edificio y cargarme a una vecina nada más empezar, al menos debo esperar a llevar alquilada seis meses. Las reglas son las reglas. Todo aquello parecía una señal. Y eso que, como ya sabéis, soy bastante reacia a fiarme de ellas. Igual por eso he suspendido cuatro veces el examen teórico de conducir. Y no sé si a la quinta irá la vencida porque no pienso darles el gusto de volver a suspenderme.

Esa misma tarde, el hijo del dueño me enseñó el que estaba a punto de convertirse en mi nuevo hogar. Era un chico joven, con el pelo de punta engominado y un poco lento. De esos que parecen tener que pensar en cada palabra que van a pronunciar a continuación. Y yo, que soy muy impaciente, me dedicaba a terminarle las frases. Lo malo es que esto lo hago con más gente. Me resulta desesperante saber qué van a decir y dónde van a acabar la siguiente anécdota y tener que quedarme aun así a escucharla, sintiendo que mi interlocutor no terminará jamás de relatarme el día. Es de las cosas más exasperantes del mundo. Por eso no puedo mantener una conversación relajada con mi madre. Es previsible y entra en bucle. Cuando empieza a hablar, yo ya sé qué va a contar y dónde va a terminar el relato. Es como leer la misma novela durante toda tu vida, pues sí, puedes seguir leyéndola, pero ya sabes dónde está el siguiente giro, se acabaron las sorpresas. Una tarde me contó que la gente que se repite mucho es porque tiene falta de riego. Lo decía por mi abuela, que por entonces empezaba a contarte lo mismo una y otra vez. Pero mi madre me repitió lo de la falta de riego por lo menos seis veces en el mismo día. Me quedó más claro que nunca.

La casa me conquistó en cuanto entré. Era preciosa, amplia, luminosa y tenía un ambiente especial, flotaba una sensación de familiaridad que no había experimentado nunca antes. Sí, recuerdo que sentí que ya había estado allí aun sabiendo que eso era imposible. El chico recitaba las cualidades del piso que llevaba escritas en sus notas, pero no hacía falta, yo estaba entregada y no me importaba que hubiera que pintarla, que hubiera que limpiarla, incluso que hubiera que apuntalarla, «no pasa nada porque esté al borde del derrumbe, no me voy a poner tiquismiquis tal y como está el tema inmobiliario. Me la quedo». No pude evitar preguntarme dónde estaba el truco. Me resultaba tan inquietante como cuando aquel tío bueno brasileño llamado Roy se obsesionó conmigo y juraba estar locamente loco por mí. Yo no entendía nada. Pensaba: «Un momento, no estoy buena, no tengo dinero, no soy influyente, ni siquiera soy muy simpática, creo que te equivocas de persona». Pero no, yo le gustaba muchísimo y creo que la relación no cuajó porque permanecí en el escepticismo y no acabé de creerme que un hombre como él pudiera estar interesado en mí. ¿Insegura yo? Pero como a veces aprendo de la experiencia, en esta ocasión decidí que me quedaba con la casa. Y en el fondo esperaba descubrir en pocos días que en el piso de encima había una fábrica clandestina de canicas, que eran arrojadas al suelo durante la noche para comprobar que se deslizaban adecuadamente. O que los vecinos mayores sufrían todos ellos el síndrome de Diógenes, y que el chico supuestamente amable que me había cruzado en la escalera era el típico asesino supereducado que vive con su madre muerta. Pero bueno, ¿no quería cambiar mi vida?

El piso tenía un pasillo estrecho que llevaba a lo que en su día era la zona de servicio. Según te adentrabas, la casa se iba oscureciendo. Si alguien tiene que vivir en penumbra, mejor que sean los del servicio, debieron de pensar. La cocina era antigua pero parecía tenerlo todo. Digo «parecía» porque no soy yo muy de cocinar y podría ponerme a freír un huevo sobre la lavadora sin ningún problema. El gran ventanal de la cocina daba al patio, en el que escuchaba a una chica sudamericana cantar canciones de su tierra. También se oían los pájaros enjaulados de la anciana del bajo, que a ratos les hablaba como si fueran sus hijos: «¿Qué coño te pasa ahora? ¿Por qué no cantas, eh, por qué?». Todo muy tierno. Un olor a suavizante y a leña quemada inundaba el ambiente a media tarde. Y por las noches, el sonido de varios televisores luchaba por imponerse en el edificio. Desde mi dormitorio podía vislumbrar algunos tejados de la ciudad. Con sus antenas torcidas y las nubes haciendo formas sobre los gatos del barrio. Mi habitación era austera, como yo (austera en este caso es el eufemismo de cutre). Una cama sin somier sobre el suelo de madera y un armario de Ikea en el que convivía mi ropa de invierno, de verano y de entretiempo. Imagino que la convivencia no iba mal porque nunca se me quejó ningún jersey. Mi madre me había ofrecido que dejara en su casa la ropa que no fuera a utilizar, pero eso supondría tener que visitarles más a menudo de lo que lo hago ahora y no es cuestión de malacostumbrarlos. El salón estaba dividido en dos, podrían ser salón y comedor, pero yo tenía otros planes para aquellas estancias: una de ellas sería mi despacho. Sí, de esta vez no iba a pasar. Me iba a poner a escribir una novela. Una novela de superación personal, una novela de personajes desgarradores y tramas sufrientes, de giros inesperados y diálogos brillantes. Y claro, con esa presión cualquiera se pone a escribir una línea. Pero todo estaba a punto de cambiar.

Cuando el casero cerró la puerta tras de sí y me quedé por primera vez allí sola, me dediqué a recorrer las estancias minuciosamente. Estuve horas reconociendo el terreno con una sensación ambigua, que iba desde la excitación de estrenar un nuevo espacio y una nueva vida en soledad, al vértigo del cambio y lo desconocido. Cada paso era único, y eso es lo que pensaba mientras caminaba sobre la madera, que crujía como si se quejara por sufrir mis pies sobre su cuerpo. Qué extraña sensación aquella. Todo cambiaba a mi pesar, intuía que lo que me quedaba por vivir no se parecía a nada que hubiera vivido antes. Y no me equivocaba. Pero ¿qué era eso que percibía entre aquellas paredes? Familiaridad, eso ya lo había identificado, pero ¿por qué? ¿Por qué no tuve la inquietud de dormir por primera vez allí? ¿Por qué a la mañana siguiente sentía como si hubiera amanecido millones de veces en el que realmente era un dormitorio nuevo para mí?