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Don Theodoro hizo girar su asiento hacia el resplandor de la chimenea y se quitó la capucha. Las facciones arrugadas del viejo fanático que había intentado asesinar a Giovanni aparecieron a plena luz. Hundidos en sus profundas órbitas, sus ojillos estaban ahora iluminados por un brillo vivo. Abrió el abultado sobre y desdobló nueve hojas manuscritas. Con mirada de loco y manos temblorosas, empezó a leer la primera hoja. La letra de Lucius era fina y elegante, y pese al tiempo transcurrido la tinta no había sufrido alteración alguna.

Santísimo Padre:

Tiemblo al coger la pluma para tratar de dar una respuesta a la terrible pregunta que me hacéis. Si no fuerais el Soberano Pontífice, sucesor apostólico del apóstol Pedro y cabeza de la Santa Iglesia, jamás habría aceptado adentrarme en un estudio que me asusta, tanto por su dificultad como por las cuestiones de fe que suscita. Soy muy consciente de que algunas de mis palabras o de mis conclusiones pueden provocar un gran escándalo en la cristiandad. Pero, puesto que Vuestra Santidad exige de mí que me adentre en tal investigación, no puedo sino apelar a vuestra comprensión y vuestra misericordia paternal.

Os preguntáis, como muchos fieles, si el dramático desgarramiento que está experimentando la religión cristiana no será la última señal del fin de los tiempos. Estáis preocupado por saber si el cristianismo, y por extensión el mundo, está viviendo sus últimas horas. Mencionáis el De Fato, de Pomponazzi, publicado en Bolonia en el año 1520, donde el filósofo formula la hipótesis según la cual las religiones nacen, se desarrollan, degeneran y mueren de acuerdo con los ciclos del cosmos. El afirma que se debería poder hacer el horóscopo de todas las religiones, incluida la cristiana. Al igual que en el caso de todos los individuos, el conocimiento del principio —su nacimiento— debe indicarnos las etapas siguientes de su desarrollo hasta el momento del fin. Me preguntáis, pues, si es posible hacer el horóscopo del cristianismo. He reflexionado detenidamente sobre esa cuestión y la respuesta me parece tan simple como aterradora. El único medio de conocer el principio y el fin de una religión es hacer la carta del Cielo natal de su fundador. En otras palabras, Vuestra Santidad me pide, nada menos, que haga el horóscopo de Nuestro Señor Jesucristo.

Don Theodoro levantó la cabeza echando chispas por los ojos.

—¡Esto es justo lo que me habían dicho! —murmuró entre dientes.

Exhaló un profundo suspiro e inició la lectura de la segunda hoja.

Además de los escrúpulos morales que me asaltan, ¿cómo se podría llevar a cabo semejante tarea, dado que las Escrituras no nos dicen nada preciso sobre el día, la hora, el mes, ni siquiera el año de nacimiento de Jesús? Vos sabéis tan bien como yo que la fecha del 25 de diciembre fue escogida por el obispo de Roma, Liberio, en el siglo IV, para luchar contra el culto pagano de Mitra, cuya gran fiesta del Sol victorioso se celebraba el 25 de diciembre, día del solsticio de invierno.

Nadie sabe en qué fecha festejaban los primeros cristianos el nacimiento de Jesucristo. Un indicio, no obstante, puede darnos algunas indicaciones, pero volveré sobre eso más adelante. Otra dificultad importante consiste en resolver el enigma de su año de nacimiento. Este fue fijado, en el siglo VI, por el monje Dionisio el Exiguo. Sin embargo, muchos eruditos discuten en la actualidad los cálculos del monje y nadie sabe con precisión en qué año nació Nuestro Señor.

Sin duda habría dejado ahí mis investigaciones, si la Providencia no hubiera puesto entre mis manos un manuscrito de una enorme rareza, copiado de un ejemplar único escrito en árabe hace varios siglos: el Yefr. Este libro magistral es obra del mayor sabio de la época medieval, al-Kindi, el maestro del famoso astrólogo Albumazar, el que hizo la predicción relativa a Lutero. Y al-Kindi estaba convencido de que Dios había dispuesto los astros en el cielo para permitir al hombre leer las señales no solo de su destino personal, sino también del destino colectivo de la humanidad.

—¡Mentira! ¡Musulmán pérfido! —exclamó con rabia el padre abad, pasando la segunda hoja.

Según él, dos grandes ciclos permiten conocer el nacimiento, el desarrollo, el declive y la muerte de las civilizaciones y las religiones. El fenómeno de precesión de los equinoccios, que hace que aproximadamente cada dos mil años el Sol salga en primavera en un signo del Zodíaco distinto, y el ciclo de las conjunciones de los dos planetas más lentos de nuestro cosmos: Júpiter y Saturno. La conjunción de estos dos planetas en el cielo se produce aproximadamente cada veinte años. Pero cada dos siglos la conjunción se produce en un nuevo elemento del cuaternario zodiacal (signos de tierra, de agua, de aire y de fuego), y cada ocho siglos vuelve a empezar la serie de los cuatro elementos.

Al-Kindi, que vivió en el siglo IX, calculó, remontándose mil años, todos los momentos en que se produjeron esas conjunciones. Sumergiéndome en su obra, he podido constatar con el corazón palpitante que había observado un gran ciclo planetario en el año 6 antes de nuestra era, en que los dos planetas coinciden en el signo de Piscis y renuevan todos los elementos. Afinando su observación mediante las efemérides del astrólogo griego Anaxylos, que vivió en la época de Jesucristo, señala también un hecho extraño en la noche del 1 de marzo del año 6 antes de nuestra era: la conjunción en Piscis de cinco planetas: el Sol, la Luna, Venus, Júpiter y Saturno. Esta fecha está indicada sin más comentarios en su obra. Debo confesaros, Vuestra Santidad, que un gran estremecimiento sacudió en ese momento mi cuerpo y mi alma.

El viejo, jadeando, pasó la tercera hoja.

—Veo perfectamente adónde quiere ir a parar ese maldito astrólogo —masculló.

Porque, como sabéis, los primeros cristianos se identificaban con el signo de Piscis y lo dibujaban en las catacumbas durante las persecuciones. Conocéis las interpretaciones clásicas que se exponen para explicar la elección de ese símbolo. Hace mucho tiempo, cuando descubrí por primera vez el manuscrito de al-Kindi, se me ocurrió otra idea. El nacimiento de la religión cristiana coincide con el paso del equinoccio de primavera por el signo zodiacal de Piscis. Y el simbolismo de ese signo coincide exactamente con el de la nueva religión iniciada por Nuestro Señor.

Al releer atentamente la obra del astrólogo árabe y descubrir esa rarísima conjunción de cinco planetas en el mismo signo, era imposible que no me preguntara: ¿no subrayó la fecha de nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo? ¿No fue porque él era nativo del signo de Piscis por lo que sus discípulos escogieron ese símbolo como emblema de su nueva fe? Y el símbolo de la cruz, que le sucedió más adelante, ¿no significa, aparte del instrumento del suplicio, el cuaternario de los cuatro elementos fundamentales —la tierra, el agua, el aire y el fuego— que la gran conjunción que tuvo lugar en esa fecha renueva totalmente? ¿No vino Jesucristo para «recapitular todas las cosas», como dice la Escritura? ¿No ha permitido quizá Dios que podamos leer en el cosmos la venida a la tierra de su propio hijo, el Mesías anunciado por la Antigua Alianza, el gran Rey de los Judíos, nacido de una Virgen, cuya venida fue también predicha por los paganos?

Don Theodoro sufrió un violento acceso de tos y estuvo a punto de ahogarse. Se levantó y fue a beber un vaso de agua antes de proseguir la dolorosa lectura.

Mientras tanto, don Salvatore había acompañado a Elena, a petición de esta, de vuelta a la enfermería. La joven vio con espanto que Stella iba de mal en peor. Con mucha dificultad, el hermano enfermero le había hecho ingerir una tisana indicada para bajar la fiebre. Pero la niña había perdido el conocimiento y parecía ajena al mundo exterior.

El prior puso suavemente la mano sobre el hombro de Elena.

—Ya no tenemos nada que perder, venid, vayamos a rezar a la cripta ante el icono de la Virgen.

Elena se incorporó haciendo un esfuerzo. Acarició largo rato con la mirada las mejillas hundidas de su hija. Finalmente, se resignó a dejarla unos instantes y siguió al monje a través del claustro. Entraron en la iglesia por una pequeña puerta lateral para bajar a la cripta. La habitación estaba débilmente iluminada. Elena distinguió unas altas columnas que debían de servir de apoyo al coro de la iglesia abacial. Magníficos frescos decoraban las paredes. El prior la condujo al fondo de la cripta, ante un fresco que representaba a san Miguel, príncipe de los ejércitos celestes. Bajo el fresco, sobre un pupitre de madera bastante bajo, había un icono.

Don Salvatore se acercó y lo besó con devoción. Elena lo imitó, tras lo cual, los dos se arrodillaron en silencio sobre unos reclinatorios, aproximadamente a un metro del icono. En el borde del pupitre, una velita iluminaba débilmente el rostro de la Virgen de la Misericordia. Elena cerró los ojos para concentrarse. Se recogió y rogó con fervor a la Madre de Jesús que salvara a Stella. Luego los, abrió despacio y miró el icono. Un inmenso estupor apareció entonces en su rostro tenso.

Después de apagar su sed, don Theodoro había reanudado la lectura de la carta del astrólogo. Estaba empezando la quinta hoja.

Aquí, Vuestra Santidad, es donde las Sagradas Escrituras cristianas nos iluminan de manera precisa sobre ese acontecimiento anunciado tanto por los judíos como por los paganos. Está escrito en el Evangelio de Mateo, capítulo 2: «Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella al oriente y venimos a adorarle”. Al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén, y reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Ellos contestaron: “En Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: ‘Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de Judá, pues de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel’”. Entonces, Herodes, llamando en secreto a los magos, les interrogó cuidadosamente sobre el tiempo de la aparición de la estrella; y, enviándolos a Belén, les dijo: “Id e informaos exactamente sobre ese niño, y, cuando lo halléis, comunicádmelo, para que vaya también yo a adorarlo”. Después de haber oído al rey, se fueron, y la estrella que habían visto al oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo, y, llegando a la casa, vieron al niño con María, su madre, y de hinojos lo adoraron, y, abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no volver a Herodes, se tornaron a su tierra por otro camino».

Este extraordinario relato, Santísimo Padre, no puede entenderse sin recurrir a la astrología. Los magos venidos de Oriente son sin duda alguna unos astrólogos caldeos que vieron el astro de Jesucristo elevarse, lo que en lenguaje astrológico significa que vieron la gran conjunción Júpiter-Saturno formándose en la constelación de Piscis. Según sus Escrituras Sagradas, sabían que esa conjunción planetaria significaba la venida del rey de los judíos y de un grandísimo profeta. Fueron a Judea para informarse sobre el lugar preciso de nacimiento de ese personaje. Conocedor de la ciencia astral, Herodes les preguntó «el tiempo de la aparición de la estrella», lo que significa la duración de la conjunción planetaria. Luego, los magos fueron a Belén «guiados por la estrella». No se debe interpretar esto como una indicación geográfica, pues los magos sabían dónde debía nacer Jesús, sino temporal. Sabían que el Mesías debía nacer en el momento en que la conjunción de los cinco astros, uno de ellos la Luna, estaba en su apogeo. Las Sagradas Escrituras nos dan, pues, una valiosísima indicación sobre el día, e incluso sobre la hora, del nacimiento de Jesús. Porque ¿cuál es el astro que guía a los Reyes Magos hasta el pesebre? ¿Cuál es el único astro que avanza rápidamente y que se puede seguir por la noche con la mirada? ¡La Luna! Siguiendo el recorrido de la Luna por la bóveda celeste es como los caldeos supieron con certeza el día y la hora del nacimiento del gran personaje que buscaban. Sabían, en efecto, que el Rey de los Judíos nacería durante la gran conjunción Sol-Venus-Júpiter-Saturno en Piscis. Pero también pensaban que la Luna no dejaría de acudir a la cita de ese rarísimo encuentro planetario. Y no cabe ninguna duda de que comprendieron que Jesucristo nacería en la fase de luna nueva, es decir, cuando coincidiera totalmente con el Sol en Piscis. Las efemérides de Anaxylos nos dicen que eso es precisamente lo que sucedió en la noche del 1 de marzo del año 6 antes de nuestra era, hacia las tres de la mañana. Así pues, los magos se pusieron a buscar un niño nacido en ese instante preciso y encontraron el pesebre donde Jesús acababa de nacer.

Elena miraba el icono y no acababa de comprender. Esa Virgen pintada parecía un retrato de ella, si no con su aspecto actual, al menos con el que tenía a los catorce o quince años. Se volvió hacia el prior y le preguntó:

—¿Quién ha pintado ese icono?

Don Salvatore susurró:

—Un viajero de paso. Pero había aprendido la técnica en el monte Athos.

Elena se estremeció. No cabía ninguna duda. El nombre del monasterio donde Giovanni había sido acogido después de haber sido curado por la bruja acudió de inmediato a su memoria: ¡San Giovanni in Venere!

—Padre, ¿el hombre que pintó ese icono se llamaba Giovanni Tratore?

El monje miró a Elena.

—En efecto… ¿Lo conocéis?

—Muy bien —respondió Elena con la voz quebrada.

El prior observó a la joven sin decir nada. Luego miró el icono y dirigió de nuevo la mirada hacia Elena. Un intenso estupor se leía en sus ojos.

—¿Sois vos la joven veneciana de la que se enamoró? ¿Aquella cuyo rostro dormido le inspiró este icono de la Virgen con los ojos cerrados?

Elena no tuvo fuerzas para contestar. Se deshizo en lágrimas.

El viejo abad comenzó a leer la séptima hoja. Ningún destello de curiosidad brillaba ya en su mirada. Tan solo cólera fría.

Llegado a esta etapa de mis investigaciones, comprenderéis, Santísimo Padre, que no pueda proseguir sino con temor y una gran humildad, hasta tal punto lo que acabo de descubrir, gracias a los cálculos astronómicos de al-Kindi y a una lectura atenta del evangelio de Mateo, podría revolucionar la cristiandad y turbar muchas mentes.

Pues, si Nuestro Señor Jesucristo nació efectivamente en Belén la noche del 1 de marzo del año 6 antes de nuestra era, eso significa que podemos establecer su tema astrológico de manera precisa y extraer de él interpretaciones sobre Él mismo, pero también sobre la historia de la religión cristiana, de la que es la piedra angular. Antes de llegar a esas interpretaciones, os presento, Vuestra Santidad, la que muy probablemente es la carta del Cielo natal de Jesucristo.

La he trazado con el alma agitada y temblándome la mano.

Jesus Christus

Jesus

Don Theodoro estaba lívido. Echó una mirada furtiva al dibujo que acompañaba la hoja, como si temiera quemarse los ojos.

—¡Blasfemia! Suprema blasfemia… —murmuró con voz neutra—. ¡Qué abominación! ¡Menos mal que nadie ha visto ni verá este horror! De lo contrario, protestantes, filósofos u otros herejes no tardarían en decirnos que se puede leer en el tema astral de Jesucristo los acontecimientos de su vida… ¡Como si el Hijo de Dios pudiera estar sometido, como cualquier hombre, a las influencias planetarias! Eso sería el fin de la fe cristiana auténtica y la victoria de esos humanistas que pretenden hacerlo girar todo alrededor del hombre, incluso los Misterios de la fe.

Elena no conseguía apartar la mirada del icono.

Entonces, era verdad. Incluso en el monasterio, incluso habiendo perdido la memoria, Giovanni no había dejado nunca de pensar en ella y de amarla. De amarla hasta el punto de representarla, inconscientemente, bajo los rasgos de la Virgen. Lágrimas de alegría resbalaban por su rostro. Una curación profunda estaba produciéndose en su corazón. En la totalidad de su ser.

Con las manos temblando de rabia, el abad proseguía la dolorosa lectura. El astrólogo pasaba ahora a lo que más temía: la interpretación del tema astral de Jesucristo.

La conjunción de cinco planetas en el signo de Piscis significa que Jesucristo posee en grado máximo todas las nobles características del signo: intuición, compasión, abnegación, misticismo, entrega de sí mismo. La posición de Mercurio, que representa la inteligencia, en el signo de Acuario significa que tiene ideas humanistas, fraternales e innovadoras que pueden chocar con las concepciones tradicionales.

Por lo demás, se ve de manera notable la hostilidad de los medios conservadores en la oposición del planeta Marte (la violencia), situado en Virgo (la tradición), a sus cinco planetas en Piscis.

He aquí la indicación clara de que su mensaje no podía sino suscitar terribles polémicas con las autoridades religiosas, hasta el punto de hacer temer una muerte violenta (Sol opuesto a Marte).

Antes de continuar con esta interpretación y de responder más directamente a vuestra pregunta sobre el futuro de la religión cristiana, una observación más, Santísimo Padre: aunque a muchos creyentes les pueda escandalizar semejante audacia, personalmente estoy convencido de que la interpretación del tema astral de Jesucristo es absolutamente compatible con la fe en su divinidad. Porque si Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, quiso asumir la naturaleza humana, esa encarnación no puede escapar a los diversos factores que condicionan la vida de todo hombre: una herencia corporal, las tradiciones de un pueblo, una lengua, una inscripción en el orden cósmico. Lo que podemos leer en los astros respecto a Jesús nos da, como en el caso de cualquier hombre, preciosas indicaciones sobre su carácter y las grandes líneas de su destino terrestre. Eso no reduce en absoluto su libertad de dar su vida para salvar a la humanidad. Como fiel cristiano, creo que Jesucristo se encarnó libremente por amor y murió libremente por amor. Como astrólogo, creo que los astros nos indican el temperamento humano que tuvo y el camino terreno que decidió recorrer para llevar a cabo la redención del mundo.

Elena no había sentido tanta paz desde que había estrechado a Giovanni entre sus brazos por última vez. En aquel instante lo sentía muy cerca.

Don Salvatore, profundamente impresionado por encontrarse en presencia de la mujer que había inspirado al pintor, se acercó a ella y dijo, emocionado:

—No tengo noticias de ese hombre desde hace casi dos años. ¿Lo habéis vuelto a ver?

Una sombra de tristeza veló la mirada luminosa de Elena.

—Sí, lo vi no hace mucho.

El semblante del prior se iluminó.

—¿Qué es de él?

—Por desgracia, ha muerto. Fue condenado a la hoguera en Chipre.

—¡Dios mío! —exclamó el monje, aterrado—. Pero ¿cuándo ha sucedido eso?

—Hace más de dos meses, por san Miguel.

Don Theodoro intentó leer las primeras líneas de la octava hoja, pero le ardían los párpados. Los ojos le dolían y le lloraban tanto que tuvo que parar varias veces.

No le quedaban fuerzas para finalizar la lectura de las dos últimas hojas. Pero, en el fondo, no le importaba. Así que, apretando la carta con sus dedos descarnados como garras de águila, el viejo alargó la mano hacia la chimenea y arrojó al fuego con rabia el estudio de Lucius. Envueltas en una alta llama amarilla, las hojas se abarquillaron. Se elevó una columna de humo y un olor de papel quemado empezó a extenderse por la habitación.

Jamás un olor había deleitado tanto el olfato de don Theodoro. El abad exhaló un profundo suspiro y alzó los ojos al cielo.

—¡Gracias, Señor, por haber accedido a mi súplica e impedido que esta carta maldita caiga en manos impías! ¡Aunque sean las del Papa! Ninguna mente perversa podrá ahora intentar rebajar la divinidad de Tu Hijo al rango de simple humano, cuyo carácter y cuyo destino estaban escritos en los astros. Porque es inconcebible que Tu divino Hijo, el Verbo hecho carne, el Redentor del mundo, pudiera haber estado sometido en su humanidad a las fuerzas del cosmos, contrariamente a lo que pensaba ese astrólogo hereje extraviado por su filosofía humanista.

Fray Gasparo entró precipitadamente en la cripta. Con el rostro encendido, corrió hacia el prior y Elena y les dijo sin preámbulos:

—¡Parece que la niña se ha salvado! La fiebre ha bajado de repente y la criatura ha recobrado el conocimiento. ¡Pregunta por su madre!

El corazón de Elena estuvo a punto de estallar de alegría. Aunque sintió deseos de ir inmediatamente al lado de su hija, permaneció unos segundos más recogida ante el icono. Como el viejo y fanático abad en el mismo instante, daba gracias a Dios por el milagro que sin duda alguna acababa de obrar.