Giovanni tenía las manos atadas y encadenadas a una anilla sujeta a la pared del calabozo. Un débil rayo de luz penetraba por una estrecha tronera. Todo se había venido abajo cuando Juliana, la sirvienta de Elena, que lo había visto muchas veces en Venecia, lo había identificado sin una sombra de duda como Giovanni da Scola, el antiguo amante de su señora, condenado tiempo atrás a galeras. El gobernador lo había hecho encerrar inmediatamente en una torre del palacio. Unos días más tarde, se había encontrado ante unos jueces que aplicaron al pie de la letra la ley veneciana para los casos de galeotes evadidos: la condena a muerte. Solo tuvo que elegir entre el ahorcamiento y la hoguera. Optó por la hoguera.
Desde hacía casi una semana, se pudría en aquel calabozo en espera de su ejecución, fijada para el octavo día después del proceso. Dos días más tarde, dejaría este mundo para siempre. Cuando fue pronunciada la sentencia, Giovanni no se había rebelado. Ni siquiera había llorado. Desde el momento en que fue reconocido, sabía lo que le esperaba y, consciente de que esta vez nada podría salvarlo, había aceptado su suerte. En cambio, rezaba día y noche para que su esposa y su suegro fueran liberados. En ningún momento había revelado a sus jueces la verdadera naturaleza de los vínculos que lo unían a Eleazar y a Esther, convencido de que eso les supondría una condena segura. Los supervivientes del pogrom serían juzgados unos días después de su ejecución. El embarazo de Esther estaba a punto de llegar a su término. Giovanni se preguntaba cuándo nacería su hijo. ¡Cómo le habría gustado besarlo, aunque solo fuese una vez! Sus pensamientos lo llevaban también hacia Elena. Había sabido por su padre que la joven estaba en Chipre con su hija. Pero Paolo Contarini se había negado en todo momento a que viera a Giovanni, y tampoco fue autorizada a asistir al proceso, que tuvo lugar a puerta cerrada. ¡Le habría gustado tanto volver a verla! Pensaba que las dos mujeres que se habían adueñado de su corazón estaban allí, muy cerca la una de la otra, como reunidas por el destino, mientras que su propio destino lo condenaba ahora a dejar esta vida cuando finalmente había aprendido a amarla.
Su corazón estaba a la vez abrumado de tristeza y extrañamente sereno. Un ruido de cerradura lo sacó de sus pensamientos. Se fijó en el hilo de luz anaranjada que declinaba. «Pronto va a ponerse el sol. Es mi carcelero, que me trae la cena», pensó. La pesada puerta, situada en el techo de su celda, se abrió para cerrarse casi de inmediato. Una escalera de una decena de peldaños conducía al cubículo donde estaba encadenado. A Giovanni le sorprendió no oír el paso pesado de su carcelero. Levantó la cabeza y vio la parte inferior de una capa de mujer.
—¡Giovanni! ¡Mi queridísimo Giovanni!
Elena se había detenido al pie de la escalera y miraba a su antiguo amante, que estaba sentado en un banco de piedra a solo unos pasos. Giovanni necesitó bastantes segundos para comprender lo que pasaba. Después dijo con una voz neutra:
—Elena…
Miró a la joven. Pronto haría diez años que no la había visto. A sus veintisiete años, Elena estaba más guapa que nunca. Había conservado toda la finura de sus rasgos, pero el rostro todavía un poco infantil que él había conocido se había metamorfoseado en el, más definido y noble, de una mujer en su plenitud. La joven se precipitó hacia él y lo cubrió de besos.
—¡Amor mío, llevo tantos años esperando este momento!
Una alegría indescriptible inundó súbitamente el corazón de Giovanni.
—Elena… no acabo de creerlo. ¡Qué alegría volver a verte! ¡Qué guapa estás!
Elena tenía los ojos empañados de lágrimas. Acariciaba el rostro de Giovanni con delicadeza y continuaba besándolo en las mejillas, los labios, la frente, el cuello.
—¡Oh, Giovanni! Pienso en ti todos los días desde hace nueve años. Mi alma y mis pensamientos jamás te han abandonado. ¿Por qué no volviste? Lo habría dejado todo para ir contigo. Desde que te fuiste, mi corazón solo late por ti. ¡Me decía con certeza que habías escapado en aquel naufragio y que seguías con vida! ¿Por qué no volviste a buscarme, amor mío? ¿Por qué?
Giovanni rompió a llorar también. Se dio cuenta de lo mucho que seguía amando a Elena. ¡Deseaba tanto estrecharla entre sus brazos! Pero aquellas malditas cadenas se lo impedían.
—Elena, yo tampoco he dejado de pensar en ti. Pero, como me habías dicho que nunca podrías dejar Venecia y a tu familia, no fui capaz de volver y destrozar tu vida, de ponerte en peligro. Y ahora estás casada…
El semblante de Elena se ensombreció.
—No quiero a mi marido. Nunca lo he querido. No tuve elección, Giovanni. Pero lo habría dejado, si tú hubieras vuelto. Había pensado en todo.
—También tienes hijos.
—Una niña, sí, pero habría huido con ella. ¡Si vieras lo guapa que es! Se llama Stella.
—¡Qué nombre tan bonito! —exclamó Giovanni con los ojos brillantes.
Elena se sintió visiblemente conmovida por el cumplido.
—¿Qué edad tiene?
—Ocho años —respondió Elena con voz ligeramente vacilante.
Giovanni se dio cuenta de que la niña había nacido menos de un año después de su marcha, lo que significaba que Elena se había casado muy poco después de su separación.
—¿Te casaste finalmente con…?
—Da igual con quien me casara —lo cortó Elena—. Me vi obligada a hacerlo y no mantengo relaciones carnales con mi marido desde hace mucho tiempo. Te lo aseguro, Giovanni, solo tú ocupas mi corazón, solo tú eres objeto de mis deseos y de mis pensamientos.
Rodeó la cabeza de Giovanni con sus brazos y apoyó una mejilla contra la de él, al tiempo que le susurraba al oído:
—No está todo perdido. No has venido a mí por tu propia voluntad, pero el destino nos ha reunido. Mi padre me ha prohibido visitarte, pero he sobornado al capitán de la guardia y tengo un plan para que te fugues… esta misma noche.
Giovanni irguió la cabeza.
—¿De verdad?
—Sí. Todo está organizado. Un sirviente fiel nos espera con mi hija y unos caballos, y una barca está preparada para llevarnos lejos de esta isla. Iremos a donde quieras, amor mío. Lo único que cuenta es no volver a estar separados nunca más.
Giovanni agachó la cabeza y permaneció en silencio.
—¿No estás contento? Es arriesgado, desde luego, pero, si Dios está con nosotros, y no pongo en duda ni por un instante que lo está, puesto que nos ha reunido de nuevo, todo irá a pedir de boca. A partir de mañana podremos amarnos como antes, y más aún.
Elena hizo una pequeña pausa y añadió:
—Tengo otra cosa muy importante y maravillosa que decirte, pero esperaré a mañana, cuando estemos lejos de este lugar siniestro.
—Yo también tengo algo muy importante que decirte —repuso Giovanni con gravedad—, pero esto no puede esperar. Debes saber…
Elena retrocedió ligeramente y observó con inquietud la mirada súbitamente ensombrecida de su antiguo amante.
—Debes saber… —repitió Giovanni haciendo un gran esfuerzo— que yo también estoy casado.
Un velo de tristeza descendió sobre el bello rostro de la veneciana.
—¿Quieres a tu mujer?
—Sí.
Un puñal traspasó entonces el corazón de Elena. Se quedó un momento en silencio y luego preguntó, con la voz quebrada:
—¿Tienes hijos?
—Mi mujer está a punto de dar a luz por primera vez.
—¿Dónde está?
—Aquí. En la ciudadela de Famagusta.
Elena retrocedió todavía más claramente.
—¡Mi padre no me ha dicho que había mandado arrestar a tu mujer! —dijo en un tono que delataba su estupor.
—Porque no sabe que es mi mujer. Se llama Esther. Ella y mi suegro, Eleazar, fueron prendidos y encerrados a raíz de un desencadenamiento de odio popular en el barrio judío.
—¿Te has casado con una judía? ¿Se ha convertido?
—No. Hemos conservado cada uno la religión de nuestros padres. Nos casamos en Navidad en Jerusalén y regresábamos a al-Yazair cuando nuestro navío fue desviado hacia aquí por unos corsarios.
—Como hace años el mío, cuando te conocí —dijo Elena con la voz rota.
—He pensado mucho en ello desde que estoy aquí. ¿Por qué razón nos ha reunido de nuevo el destino?
Elena miró a Giovanni en lo más profundo de sus ojos. Intentaba llegar a su alma por detrás de sus hermosas pupilas negras.
—Quizá solo sea para unirnos de nuevo —dijo—. Va a ser más complicado, pero voy a hacer todo lo posible para liberar a tu mujer y a tu suegro. No esta noche, sino mañana, la víspera del día de tu ejecución. Sí, con la ayuda de Dios lo conseguiré y huiremos todos juntos.
—Eres maravillosa, Elena. Tu corazón no ha cambiado, sigue siendo igual de generoso y apasionado. ¡Cuánto te quiero!
Elena se precipitó de nuevo hacia Giovanni y lo abrazó.
—Todavía tenemos tiempo —prosiguió con voz más firme—, antes de que me vaya, para organizar tu evasión y la de tu mujer. Háblame de ti, cuéntame en pocas palabras las cosas más importantes que te han sucedido desde nuestra separación.
Giovanni relató brevemente su vida de galeote, el naufragio, su conversión en el pequeño monasterio ortodoxo. Luego su huida hacia el Athos, su aprendizaje del arte de los iconos, su encuentro con el stárets Symeon y su marcha a los Meteoros. Le habló también de su voto de soledad, de su pérdida de la fe en la gruta, de su huida del retiro, del descubrimiento de la muerte de su maestro, del perro Noé, que le salvó la vida, y de los hombres de negro que estuvieron a punto de quitársela. Después evocó los cuidados de Luna mientras estaba en coma, su despertar en el monasterio, su partida para Jerusalén, el ataque de los corsarios, el cautiverio en el presidio, la evasión fallida, los azotes, el encuentro con el maestro sufí y el complot contra Ibrahim.
Elena estaba pendiente de sus labios, atónita por que hubiera podido tener experiencias tan fuertes y superar tantas adversidades mientras ella, en Venecia, llevaba una vida en resumidas cuentas bastante plana, esperando día tras día su regreso. Pero es preciso decir que ese único elemento daba a su vida un toque especial. Estaba tan segura de que Giovanni seguía con vida y de que volvería en su busca que permanecía constantemente al acecho del menor indicio. Si un ruido la despertaba por la noche, iba corriendo a la ventana para ver si era Giovanni intentando escalar la pared que llevaba a su dormitorio. Esa era, además, la razón por la que enseguida había pedido a su marido dormir en habitaciones separadas y por la que había elegido una habitación de su nuevo palacio que fuera accesible por una calleja adyacente. Si veía en la calle una silueta lejana que le recordaba la de su amante, se precipitaba, con el corazón palpitante, hacia ese desconocido. Pese a las innumerables decepciones que había sufrido, nunca había perdido la esperanza de volver a ver a Giovanni. Aunque insulsa en apariencia, su vida había sido en realidad muy novelesca, pues no había dejado de esperar ese reencuentro y de prepararse para cuando se produjera. Todas las mañanas, se había levantado y arreglado cuidadosamente para que Giovanni no se sintiera decepcionado si la veía ese día. Todas las noches se había dormido pensando en él y había soñado con emoción que quizá fuera a despertarla en medio de la noche. Por eso, cuando Giovanni evocó sin rodeos su encuentro con Eleazar en Argel y el nacimiento de su amor por Esther, sufrió una profunda conmoción. «¿Por qué no vino en mi busca al recobrar el conocimiento en el monasterio, en vez de irse a Jerusalén para vengar a sus amigos? —pensó con amargura—. Si entonces el amor se hubiera impuesto al odio en su corazón, no habría conocido a esa mujer y hoy estaríamos juntos». Giovanni terminó su relato con el único episodio que Elena conocía: el de su confrontación con su padre. Tras un momento de silencio, Elena dijo con calma:
—Tu historia me ha dejado impresionada. Has vivido el equivalente a varias vidas en estos nueve años. Cuando te esperaba en Venecia, ocupándome de mi casa y de Stella, pensaba en ti casi en cada instante. Imaginé muchas cosas sobre ti, incluso que podías haber sido capturado por unos piratas. Pero hay una sola cosa en la que nunca pensé.
—¿El monasterio?
—No, el matrimonio.
—Me guardas rencor por no haber tenido valor para regresar, ¿verdad?
—No creo que te haya faltado valor. Creo, simplemente, que tu amor por mí se ha apagado con el paso de los años —repuso Elena en un tono apesadumbrado.
—Mi amor por ti no ha cesado jamás, Elena. Todavía hoy, aunque estoy casado y quiero a mi mujer, me siento turbado al verte. Simplemente, estaba persuadido de que nunca llegarías a dejar tu ciudad y a tu familia, como me habías dicho claramente. Estaba convencido de que nuestro amor era imposible, de que estaba irremisiblemente condenado a causar desgracia, tu desgracia…
La mirada de Elena se inflamó.
—¡Sí, pero después de que te condenaran comprendí que tú eras el sentido de mi vida, el alma de mi alma! Por eso te grité en la sala del tribunal, en el momento en que los soldados te conducían a las galeras: «¡Te esperaré!». ¿No me oíste?
—Sí —confesó Giovanni—, pero pensaba que era una frase dicha en un arranque de pasión. Después tuve miedo de revolucionar otra vez tu vida, cuando quizá tú habías dedicado años a reconstruirla, y el tiempo fue pasando.
Elena tendió los brazos sobre los hombros de Giovanni y lo miró con una intensidad tal que sorprendió al joven.
—¡Nada está perdido, amor mío! Nos hemos fallado el uno al otro. Yo, por no haber tenido valor para dejarlo todo e irme contigo; tú, por haber perdido la fe en nuestro amor. ¡Olvidémoslo! La Providencia nos ha reunido de nuevo. Vayámonos a donde sea. Aunque seamos pobres, aunque nos persigan, aunque estemos enfermos, jamás volveremos a ser desgraciados… porque estaremos juntos para siempre.
—¿Cómo podría huir contigo cuando mi mujer y el hijo que lleva en su seno se encuentran en prisión, Elena?
—¡Te he dicho que los haré liberar! Mañana haré llegar una orden firmada por mi padre para que sean liberados. No podrá negármelo. Después, haré que se vayan de la isla inmediatamente. Volverán a su casa con total seguridad. Y la próxima noche pondré en práctica mi plan de evasión.
Giovanni miró a Elena con una mezcla de ternura y de ansiedad.
—Pero, Elena, yo no dejaré nunca a Esther. En cuanto sea libre, no pararé hasta reunirme con ella y con mi hijo.
Elena se quedó pensativa unos instantes.
—Nos reuniremos con ella y verás a tu hijo. Y nos instalaremos cerca de su casa para que puedas ir a verlos todo lo que quieras.
—Elena, jamás podré vivir así. Esther sería desdichada cuando estuviera contigo y tú serías desdichada cuando estuviera con ella.
—Bueno, quizá un día tengas que elegir —replicó Elena, sin poner en duda que esa elección sería en su favor.
—Ya he elegido, amor mío.
Elena levantó la cara y miró a Giovanni con fervor.
—Al casarme con Esther, me comprometí con ella para toda la vida. La quiero y nunca la dejaré.
Elena palideció. De pronto, la tierra se abrió bajo sus pies. Después de haberlo esperado durante casi una década, ahora él le restregaba por la cara el amor de otra mujer. Una cólera indescriptible se adueñó de su corazón. Se enderezó lentamente y contestó con voz trémula:
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
Giovanni estaba deshecho. Comprendía la desesperación de Elena, pero no podía mentirle para salvar su vida.
—Haz lo que mejor te parezca, Elena. Pero yo te quiero demasiado para ocultarte la verdad.
—Muy bien, piénsalo un poco más. Si cambias de opinión antes de mañana a mediodía, cuando el sol esté en el cénit, házmelo saber a través del carcelero. Después será demasiado tarde. Ya no podré poner en práctica mi plan. Morirás. Y tu mujer, esa a la que quieres tanto, sin duda alguna será condenada.
—Te lo suplico, Elena, aunque me dejes morir a mí, no te vengues con Esther y mi hijo.
—¡Tu hijo! —gritó Elena—. ¡Eso será suponiendo que nazca! Cuando…
Elena se interrumpió. Miró una última vez a Giovanni.
—Tienes hasta mañana a mediodía para elegir a la mujer que más quieres, Giovanni.
Acto seguido, sacó un sobre de un bolsillo y se lo tendió con mano trémula a su antiguo amante:
—¡Toma! La dichosa carta que Lucius escribió y que le costó la vida. La había guardado con la esperanza de devolvértela en mano. Aquí la tienes.
Giovanni miró el abultado sobre amarillento con una mezcla de inquietud y de asombro.
—¿La has abierto?
—No.
—Quédatela, Elena. Si el guardia la encuentra aquí, me la quitará. Y si voy a morir, te suplico también, en recuerdo de nuestro amor, que se la lleves al Papa. Es lo único que todavía puedo hacer para honrar la memoria de mi maestro.
Elena dudó en arrojarle la carta a la cara, pero, oscilando entre la rabia y la desesperación, logró contenerse. Se la guardó de nuevo en el bolsillo y se marchó corriendo para evitar llorar delante de su antiguo amante. Después de haber subido unos peldaños, se detuvo, pareció vacilar y finalmente se volvió.
—Voy a pedir al jefe de la guardia que te desate las manos y te dé algo con que escribir. Si eliges vivir conmigo, escribe en una hoja el título de una obra filosófica, cualquiera, yo lo entenderé. Y se la das al mismo hombre. Si no me llega ningún mensaje antes de mañana a mediodía, ya no podré hacer nada, ni por ti ni por tu mujer.
Elena miró una última vez al hombre al que amaba, antes de salir precipitadamente de la celda.
En cuanto la puerta del calabozo se hubo cerrado, Giovanni se deshizo en lágrimas. Su corazón, al igual que el de Elena, estaba destrozado.
Sabía que no cambiaría de opinión. No podía hacerlo sin ser infiel a sí mismo, a los que amaba y a la verdad de su vida. Pensó en las palabras de Jesucristo que le había recordado el stárets Symeon: «No he nacido y venido a este mundo sino para rendir homenaje a la verdad». Y también: «No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que amamos». ¿Aceptaría Elena facilitar su evasión con Esther renunciando a él? No sabía responder a esa pregunta. Pero, de todas formas, la respuesta no le correspondía darla a él. Lo único que él podía hacer era esperar. Y rezar.