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Acodado a la barandilla de proa del barco, Giovanni miraba el agua. Una sensación de plenitud colmaba su corazón, pese a la aprensión que le producían los viajes por mar. Desde su matrimonio con Esther y la noticia de su embarazo, unos meses más tarde, no había vuelto a sentir remordimientos en relación con su pasado ni ansiedad ante el futuro. Había vivido todos y cada uno de los días completamente abierto a la vida, saboreando con una dicha intensa cada instante pasado junto a su mujer, a la que amaba con locura.

Faltaba poco más de un mes para que Esther diera a luz y se había planteado la cuestión de dónde deseaba traer al mundo a su hijo. Tras algunas vacilaciones, la joven había tomado la decisión de volver a al-Yazair, lo cual complacía a Eleazar, que no tenía ningún motivo para seguir en Jerusalén y ansiaba recuperar su biblioteca, y también a Giovanni, que sentía nostalgia del jardín sefirótico. Junto con sus sirvientes, habían embarcado en un pequeño navío mercante que se dirigía a Túnez y Argel.

Hacía unas veinte horas que el barco de dos mástiles había zarpado de Tierra Santa y avanzaba lentamente hacia el oeste, pues los vientos eran contrarios. Mientras Esther y Eleazar descansaban en su camarote, Giovanni estaba en cubierta para disfrutar de la suavidad de los primeros días de septiembre. Siempre le había gustado contemplar el horizonte, sentir el viento marino acariciando sus mejillas, mirar las olas ondulando bajo la fuerza de la brisa. De pequeño, podía pasarse horas frente al mar, soñando. Ahora, todos sus sueños se habían hecho realidad. Saboreaba simplemente las emociones, los sentimientos, los pensamientos que impregnaban su corazón y su mente, por fin unidos y apaciguados.

Había recuperado la fe en Dios. Una fe sencilla, que dejaba su corazón abierto al murmullo del soplo del Espíritu, pero también una fe profunda que sabía que Dios estaba más allá de todo lo que Giovanni podía decir o pensar de Él. Una fe vivida en lo cotidiano con acciones de gracias. Eso no impedía a Giovanni continuar haciéndose importantes preguntas filosóficas y teológicas. De hecho, él también estaba impaciente por recuperar los libros de la biblioteca de Eleazar para profundizar en sus conocimientos.

—¡Pareces absorto en vastos pensamientos!

Giovanni se volvió y encontró a Eleazar ante él.

—Así es. ¿Cómo se encuentra Esther?

—Muy bien. Por suerte, el barco apenas cabecea.

El cabalista se acodó en la barandilla al lado de Giovanni.

—¿Hacia qué horizontes infinitos se dirigían tus pensamientos?

—¡Vela a la vista! —gritó de pronto el vigía encaramado en lo alto del mástil.

Un silencio plúmbeo cayó sobre la nave y todos los pasajeros miraron la línea del horizonte, frente a la popa del barco.

—¡Un tres mástiles! —gritó al cabo de un momento el vigía.

—Esperemos que sea un navío mercante o un corsario otomano o argelino —dijo Eleazar.

«Es verdad —pensó Giovanni—, nuestro barco lleva pabellón argelino y todos los demás pasajeros son judíos o musulmanes, así que, si cayéramos en manos de corsarios cristianos, sin duda nos matarían o nos venderían como esclavos». Como la nave desconocida avanzaba con el viento a favor, no tardó en llegar a unos cientos de metros de la galeota mercante.

—¡Una galera cristiana! ¡Los Caballeros de Malta! —anunció el marinero.

Se podían ver, en efecto, las grandes velas negras de las galeras de los Caballeros de San Juan de Jerusalén. El capitán ordenó inmediatamente a los marineros que cambiaran de rumbo para navegar a favor del viento.

—Intentamos huir —dijo Giovanni.

—Sí, nuestra galeota es mucho más ligera que esa pesada galera. Si no tuvieran remeros, seguro que escaparíamos. Más vale jugarse el todo por el todo que caer en sus manos. Quizá nosotros pudiéramos salir con bien de esta, pues mantengo relaciones con Malta, pero todos los demás serían hechos prisioneros y vendidos.

Esther subió a cubierta acompañada de su sirvienta y se reunió con Giovanni y su padre.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene este brusco cambio de rumbo?

Giovanni la rodeó con los brazos y le explicó la situación. Mientras la maniobra acababa, todos miraban con angustia cómo el gran navío se acercaba a ellos. Sin embargo, una vez colocada en el sentido del viento, la galeota consiguió distanciarse de su perseguidor.

Mirando a Esther, que se sujetaba el vientre con las dos manos, Giovanni recordó de pronto las primeras palabras del oráculo de Luna: «Una mujer, veo a una mujer rodeada de soldados. Se sujeta el abultado vientre con las manos. Sin duda está embarazada. Corre un gran peligro». Por primera vez desde hacía mucho tiempo, tuvo miedo y estrechó a Esther contra sí.

—¡Vamos un poco más deprisa pese a sus remeros! —dijo Eleazar, aliviado—. Tenemos una posibilidad de escapar, siempre y cuando continúe soplando viento.

—Exacto —dijo otro pasajero—. Y no creo que suelten su presa tan pronto.

La galera cristiana, efectivamente, continuó persiguiendo al pequeño navío mercante argelino. No tardó en caer la noche. Se podía ver a lo lejos el barco corsario iluminado.

—No tenemos más remedio que seguir navegando en el sentido del viento —explicó el capitán a los preocupados pasajeros—. Si amaina, estaremos a merced de los cristianos. Pero, si se mantiene, continuaremos avanzando hacia el noroeste, es decir, justo en la dirección contraria de nuestro destino.

—¿Adónde iremos a parar si seguimos así hasta mañana? —preguntó un pasajero.

—Si el viento se mantiene con esta fuerza, llegaremos a la isla de Chipre poco antes del alba.

—¡Chipre! En ese caso, estaremos salvados —comentó Eleazar—. Los Caballeros de Malta no se llevan muy bien con los venecianos.

«Chipre —pensó Giovanni—, el lugar de donde venía Elena cuando su barco fue atacado por corsarios y embarrancó cerca de mi pueblo. La isla de la que su padre era gobernador».