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Jerusalén!

Cuando Eleazar vio a lo lejos las murallas de la Ciudad Santa, descendió precipitadamente de su montura y se arrodilló sobre el suelo pedregoso. Esther y los seis sirvientes judíos y musulmanes que los acompañaban hicieron lo mismo.

A Giovanni le emocionó todavía más esa muestra de amor que el hecho de ver por primera vez la ciudad del rey David, la ciudad en la que Jesús, según la fe cristiana, había muerto y resucitado.

Después de haber entonado un cántico en hebreo, habían reanudado la marcha. Atravesaron las gruesas murallas y, tras haberse internado por estrellas callejas, se detuvieron ante un portal sobre cuya jamba derecha había una mezuzah colgada. Un gigante negro de unos treinta años abrió la puerta. Su rostro se iluminó de alegría.

—¡Señor!

—Yusef, mi buen Yusef —dijo Eleazar, abrazando al coloso.

Yusef era un liberto, originario de la misma tribu africana que Malik. Al igual que el intendente, había sido capturado por unos árabes y criado en la religión musulmana, la cual continuaba practicando con fervor. Era el guarda de la casa que tenía Eleazar en Jerusalén.

Exhausto por aquel largo viaje por vía marítima y terrestre, el grupo se instaló en la gran morada situada en el corazón del barrio judío. Esa misma noche, pese al cansancio, Eleazar propuso a su hija y a Giovanni ir al Muro de las Lamentaciones. Acompañados de un sirviente judío llamado Judas, recorrieron algunas callejas desiertas a aquella hora y desembocaron al pie de la antigua explanada del Templo. Allí se alzaba un muro muy antiguo, ante el cual varias decenas de judíos rezaban de pie recitando versículos de la Tora.

Eleazar explicó a Giovanni que se trataba del muro de carga del segundo templo, restaurado por Herodes poco antes del nacimiento de Jesús. El primer templo, construido mil años antes por Salomón, había sido destruido por Nabucodonosor alrededor de seis siglos antes del nacimiento de Jesús. Más tarde, Esdras había construido otro templo cuando los judíos regresaron de su exilio en Babilonia. Ampliado y embellecido por Herodes, este segundo templo había sido totalmente arrasado por el general romano Tito en el año 70 después de Jesucristo, tal como, por lo demás, había anunciado el profeta galileo a sus discípulos: «¿Veis estas grandes construcciones? No quedará de ellas piedra sobre piedra». Solo quedaba el muro de carga occidental.

—Después de la destrucción del templo —continuó explicando Eleazar con una emoción manifiesta en la voz—, el emperador Adriano prohibió a los judíos el acceso a la Ciudad Santa. Pero muchos vinieron en secreto para rezar y llorar ante este muro, único vestigio del templo. A partir de entonces empezaron a llamarlo el Muro de las Lamentaciones. Unos siglos más tarde, viendo que los judíos estaban profundamente unidos a este lugar y encontraban miles de argucias para venir, el emperador Constantino levantó la prohibición. Los califas musulmanes han mantenido la misma tolerancia y desde entonces son miles los judíos que vienen todos los años en peregrinación a visitar estas piedras.

Eleazar y Esther se acercaron al muro. Alargaron un brazo para tocarlo y a Giovanni le impresionó el temblor que se apoderó de la mano de Eleazar. Después entonaron plegarias en hebreo.

Giovanni permanecía un poco retirado, pero sentía también la fuerza de aquel lugar donde los hombres rezaban al Eterno con fervor desde hacía casi veinticinco siglos. Cerró los ojos y dio gracias a Dios por ese encuentro con Esther y Eleazar que había devuelto a su vida una felicidad sencilla y auténtica. De manera casi imperceptible, la fe renacía en su corazón. Al mismo tiempo, no estaba en paz. Una zona de sombra permanecía presente en él e impedía que el amor luminoso de Esther tomara plena posesión de su corazón. Giovanni llegaba a identificar esa oscuridad, pero no a erradicarla: un odio sordo hacia los asesinos de Lucius, que su visita a Jerusalén había hecho resurgir.

Después de haber rezado unos veinte minutos, Eleazar hizo una seña a su hija, a Judas y a Giovanni para indicarles que lo siguieran. Subieron una escalera situada a la derecha del muro y desembocaron en una explanada. Iluminados por una luna plateada, dos espléndidos edificios se ofrecían a los ojos maravillados de Giovanni: un gran edificio blanco rodeado de columnas de mármol y otro azulado, de forma octogonal, coronado por una cúpula totalmente dorada. Eleazar señaló a Giovanni el segundo edificio.

—Esa es la Cúpula de la Roca, también llamada mezquita de Umar, por el nombre del califa que decidió construirla justo en el emplazamiento donde la tradición musulmana sitúa el viaje que hizo el Profeta al paraíso de Alá.

Eleazar se volvió hacia el otro lado de la explanada y señaló el edificio blanco.

—Y esa es la mezquita de al-Aqsa. Fue edificada poco tiempo después de que se acabara de construir la Cúpula de la Roca en la época de al-Walid. Tras la reconquista de la Ciudad Santa por parte de los cruzados, hace cinco siglos, la mezquita fue transformada en residencia de los reyes de Jerusalén, para posteriormente volver a convertirse en un lugar de culto musulmán después de la toma de Jerusalén por Saladino, dos siglos más tarde. Esta ciudad es actualmente el lugar de culto más sagrado de los musulmanes después de La Meca y Medina, las ciudades donde vivió el profeta Mahoma.

Tras estas explicaciones, el pequeño grupo deambuló en silencio por la explanada. Giovanni se sentía maravillosamente bien allí. Se detuvo unos instantes al pie de un ciprés y centró su atención en una colina donde se alzaban varias iglesias cristianas: el Monte de los Olivos.

Esther se acercó a él y tomó una de sus manos.

—El lugar donde Jesús pasó sus últimas horas en compañía de sus discípulos antes de que Judas lo traicionara y de que lo prendieran. Debió de ser una noche de luna llena, como esta.

Giovanni estrechó a Esther contra sí, sin dejar de mirar la colina con embeleso.

—Es emocionante caminar por el lugar donde vivió Jesús.

—Aunque sea judía y mi pueblo haya tenido que sufrir tanto por la actitud de los cristianos, es un profeta cuya vida y palabras siempre me han impresionado. Mi padre te presentará mañana a Rabbi Meadia. Es un rabino de una gran santidad que conoce los Evangelios y los vive mejor que la mayoría de los sacerdotes cristianos. Es a él a quien mi padre le pedirá que nos case.

Al día siguiente por la tarde, efectivamente, un anciano menudo, de aspecto modesto, cara arrugada y barba canosa, se presentó en la casa del cabalista.

Eleazar lo saludó con una emoción y una deferencia que sorprendieron a Giovanni. El hombre hablaba varias lenguas y lo saludó en italiano con una amplia sonrisa cuando Eleazar los presentó.

Después dio un caluroso abrazo a Esther y le dijo, riendo, que se había convertido en una joven tan guapa como la heroína de la Biblia cuyo nombre llevaba. Eleazar y él se encerraron enseguida en el salón de la planta baja. El cabalista pidió a su hija y a Giovanni que no salieran de casa. Tras dos largas horas de conversación, Yusef fue a decir a Esther que se uniera a ellos. Una hora más tarde, Giovanni fue invitado también a entrar en el hermoso salón decorado en rojo y oro. El rabino le dijo sin preámbulos que tenía mucha suerte de que lo amara una mujer como Esther. Giovanni respondió con una sonrisa radiante. Acto seguido, el anciano interrogó al italiano sobre ciertos aspectos de su vida y de su religión. Al cabo de un buen rato, Eleazar pidió a los sirvientes que les trajeran la comida. Sin dejar de hablar, los cuatro se deleitaron comiendo cordero asado acompañado de un vino de la zona. Luego, cuando hacía ya bastante que había anochecido, el rabino adoptó una expresión más grave y habló en árabe a Eleazar.

La alegría iluminó el semblante de Esther, que dirigió una mirada de complicidad a Giovanni.

Una vez que su invitado se hubo marchado, Eleazar dijo emocionado a Giovanni, en presencia de Esther:

—Has comprendido que acepta casaros, ¿no? Él también piensa, como yo, que este matrimonio debe celebrarse cuanto antes y en secreto. Así, diremos a todos nuestros conocidos que ya estáis casados y eso evitará hacer una gran ceremonia en la que muchos podrían darse cuenta de que no eres judío. El propone que la ceremonia tenga lugar el domingo, primer día de la semana. Seréis casados ante Dios según un ritual judío adaptado a la situación. Tú continuarás viviendo como antes y vuestros hijos serán criados en las dos religiones.

»Tal como también había imaginado —prosiguió Eleazar—, el rabino sugiere que en el futuro recurramos un poco a la astucia para que no tengáis problemas. Aquí, en al-Yazair y en todo el Imperio otomano, tú te presentarás con un nombre judío. Pero en el mundo cristiano será mi hija quien oculte sus orígenes y cambie de nombre. Eso os evitará muchas dificultades e incluso persecuciones.

Giovanni asintió. Para él solo contaba una cosa: que Esther pudiera convertirse en su mujer. Esa noche, su corazón estaba alborozado, y en los ojos de su amada vio una luz que delataba el mismo sentimiento de profunda alegría. Sus almas estaban ya unidas. Tres días más tarde, esa unión estaría consagrada por el Eterno. Entonces podrían darse el uno al otro. Los dos aguardaban ese momento con un deseo tanto más intenso cuanto que había madurado a lo largo de los meses, al ritmo de su amor.

Al día siguiente festejaron el Sabbath. El sábado, Eleazar y Esther se quedaron en casa mientras los sirvientes musulmanes, al corriente del secreto, salían a comprar lo necesario para la fiesta íntima. Eleazar propuso a Giovanni, que no estaba obligado a respetar la inactividad del Sabbath, que los acompañara si le apetecía y aprovechara para ir al Santo Sepulcro. Él aceptó encantado.

Cuando hubieron terminado de hacer las compras en el animado mercado del corazón de la ciudad antigua, Yusef mandó a los sirvientes de vuelta a casa y propuso a Giovanni llevarlo a la basílica edificada por los cristianos en el lugar de la muerte y la resurrección de Cristo.

Había mucha gente. De pronto, Giovanni levantó la cabeza y se detuvo en seco, mudo de estupor. Acababa de cruzarse con un hombre cuyo rostro despertaba en él recuerdos enterrados.

«¿Será posible que sea él?», pensó, con el corazón palpitante.