Georges había llegado hacía una hora. Sin saber nada de los motivos de su compra, lo habían conducido a casa de un comerciante musulmán, el cual lo había confiado inmediatamente a Malik. Extrañado de encontrarse en casa de un judío, esperaba con impaciencia que le explicasen qué hacía allí, pero nadie parecía dispuesto a responder a sus preguntas.
Se aburría en un cuartito donde el intendente de Eleazar recibía a sus visitantes cuando la puerta se abrió. Al ver la figura de Giovanni, se quedó sin habla. El joven italiano se arrojó en sus brazos. Su abrazo duró varios segundos.
—¡Georges! —dijo Giovanni, mirándolo a los ojos—. ¡Qué alegría volver a verte!
—¡Giovanni! ¡Yo también me alegro! No sabía nada de ti. ¿Qué te ha sucedido durante estos dos meses?
—Todo bueno, amigo mío. Todo lo que me ha sucedido es bueno.
—Pero ¿qué haces en casa de estos judíos? Creía que eras esclavo de un comerciante árabe.
—Tengo muchas cosas que contarte. Pero la primera de todas, la que debes saber sin más tardanza, es que eres libre.
Georges se quedó petrificado.
—¿Libre?
—Sí, Georges, libre. Libre de irte a tu casa cuando te parezca. El señor de esta casa ha comprado tu libertad.
—No me lo creo —contestó Georges, incrédulo.
—Te lo aseguro.
Georges estuvo a punto de desmayarse. Giovanni le dijo que se sentara.
Esther se había quedado con Malik en el patio. Giovanni fue a buscarlos.
—Georges, te presento a Esther, hija única del señor de esta casa. Gracias a ella, los dos hemos recuperado la libertad.
El francés miró a la joven como si se le hubiera aparecido la Virgen. Se arrojó a sus pies y los besó con agradecimiento. Esther le hizo levantarse y le dijo en francés:
—En nombre de nuestra fe y de nuestras convicciones, mi padre y yo estamos contra la práctica de la esclavitud. Cuando la Providencia nos brinda la ocasión de liberar a unos cautivos, es de justicia hacerlo. Sed bienvenido a nuestra casa. Os ayudaremos a salir de al-Yazair y volver a vuestro país cuando lo deseéis.
—Mi deuda con vos y mi gratitud son tan grandes que no sé qué decir. ¡Y por si fuera poco, habláis mi lengua!
—He pasado varias temporadas en el sur de Francia y en París. Me gusta vuestro hermoso país. Sois del norte, creo.
—De Dieppe, sí. ¡Ah, qué buena acogida recibiríais vos y vuestro padre en mi ciudad natal!
—¿Cuánto tiempo hace que no habéis visto a vuestra familia?
La mirada de Georges se llenó de tristeza.
—Ocho años, cuatro meses y diecisiete días.
—Pues os prometo que celebraréis la Navidad en su compañía.
Georges se quedó una semana en casa de Eleazar. Los primeros días intentó convencer a Giovanni de que regresara con él a Europa. Luego, cuando hubo conocido mejor a Eleazar y a su hija, comprendió las razones que retenían a su amigo en Argel. Incluso lo felicitó por haber sabido llegar al corazón de tan bellísima persona. Sin embargo, provocó una profunda inquietud en Giovanni al preguntarle si pensaba casarse con Esther y, en consecuencia, «convertirse al judaísmo». A decir verdad, la relación amorosa con Esther era tan reciente que ni siquiera había pensado en eso. Georges le aseguró que para una judía era imposible casarse con un cristiano sin renegar de su pueblo y recibir el bautismo, a no ser que fuera el marido quien renegase de Jesucristo y se hiciera circuncidar.
Giovanni se dio cuenta de que indudablemente Georges tenía razón y aquello le causó una gran consternación. Después de todo, no se había hablado de matrimonio entre él y Esther, y quizá la joven, como en el pasado Elena, no consideraba que fuera posible. ¿Pensaba acaso vivir simplemente un amor apasionado y prohibido con Giovanni, y casarse más adelante con un hombre judío para no contrariar a su padre? Esa idea lo sumió en una profunda angustia.
Giovanni intentó no dejar traslucir ese malestar interior, que, no obstante, no escapó a la sagacidad de la hija de Eleazar. Sin embargo, Esther se hallaba muy lejos de imaginar qué pasaba en la cabeza de su amigo. Achacó esa tristeza a la marcha inminente de Georges e incluso se preguntó si Giovanni no estaba un poco arrepentido de su decisión. La víspera de la marcha del francés, que iba a sumarse a una caravana que partía para Orán, donde embarcaría rumbo a Francia, no pudo más y, a solas con Giovanni en la parte alta del jardín, le abrió a este su corazón:
—Giovanni, veo perfectamente que la tristeza invade tu alma desde hace unos días. Comprendo la causa y quisiera decirte que todavía estás a tiempo de cambiar de opinión.
El joven abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—Ninguna promesa te ata a mí —prosiguió Esther, retorciéndose los dedos—. Nunca te olvidaré. Pero tampoco podré odiarte nunca por haber deseado regresar a tu país… e incluso volver con aquella mujer de Venecia.
Giovanni se quedó estupefacto. Acababa de comprender el terrible malentendido. Estrechó a Esther entre sus brazos todo lo fuerte de pudo.
Interpretando ese gesto como un beso de despedida, la joven sintió una desesperación tan profunda invadir su alma que empleó todas sus fuerzas para liberarse del abrazo y huyó corriendo hacia la casa. Giovanni la alcanzó enseguida. La asió con firmeza de un brazo y la miró directamente a los ojos. Esther estaba llorando.
—Esther, es un terrible error. No estoy triste porque tenga ganas de irme, sino porque te quiero demasiado.
Esther se quedó desconcertada.
—¿Cómo se puede amar demasiado? ¿Cómo se puede estar triste por amar demasiado?
—Recuerda que te conté lo desesperado que en otros tiempos había estado por no poder casarme con la mujer a la que amaba porque las costumbres no lo permitían. Esther, ahora solo un temor me corroe el corazón: que no puedas ser un día mi esposa… porque eres judía y yo soy cristiano.
El rostro de la joven se iluminó lentamente.
—¿De verdad estás pensando en casarte conmigo?
—Esther, ¿cómo podría ser de otro modo, si siento por ti un amor sincero? ¿Cómo podría amarte con todo mi corazón y saber que quizá algún día te casarás con otro hombre?
—¿Quieres casarte conmigo y crees que mi padre te negará mi mano?
—Lo temo tanto desde que Georges me metió esa idea en la cabeza que no duermo por la noche.
—¡Así que es eso!
Esther le rodeó el cuello con los brazos.
—¡Amor mío! ¡Y yo que no dormía pensando que deseabas irte con tu amigo!
Sus labios se buscaron. Se unieron en un abrazo.
—La única preocupación de mi padre es mi felicidad, y siente aprecio y afecto por ti. No se opondrá a nuestra unión. Estoy segura, Giovanni.
—Pero ¿tendré que convertirme al judaísmo o tú a la religión cristiana?
Esther se quedó pensativa, con el entrecejo fruncido.
—Nunca he pensado en esa cuestión. Aunque es judío practicante, mi padre siempre me ha educado en la idea de que todas las religiones confluyen y de que no deben ser un obstáculo entre los hijos de un solo y mismo Dios. ¿Cómo podría oponerse a nuestra unión porque hemos recibido una herencia religiosa distinta, cuando tenemos la misma fe y coincidimos en la búsqueda de lo esencial?
—Verás, Esther, cuando llegué aquí, estaba seguro de haber perdido la fe. Ahora ya no lo sé muy bien. Vuelvo a rezar a veces y a pensar en Jesucristo, pero no soy religioso como lo sois vosotros y temo que tu padre conceda más importancia de lo que tú crees a los rituales y a la práctica. Piensa en nuestros hijos, si Dios nos los da: ¿en qué religión serán educados?
—En la del amor —respondió Esther sin una sombra de vacilación.
Giovanni sonrió.
—Eres maravillosa.
—Solo el amor es digno de fe, ¿no crees?
—Sí, pero la religión implica también unas prácticas, unos símbolos, unos ritos…
—Bueno, pues tú les transmitirás las palabras de Jesús, y yo les enseñaré las oraciones judías. Tú elevarás su inteligencia hasta las cuestiones más altas de la filosofía, y yo educaré su corazón para que acoja a todo ser humano, sea quien sea, como un enviado del Eterno. Tú los iniciarás en el platonismo, y yo en la Cábala. Tú les enseñarás italiano y latín; yo, árabe y hebreo. Por la mañana, tú los encomendarás a la Virgen, y por la noche, yo los acostaré recitando la oración de mis padres: Schma Israel Adonai eloenou Adonai ehad.
—Esther, estoy conmovido por lo que dices. Pero ¿qué sacerdote o qué rabino aceptará casarnos sin tener la misma religión?
—Pues me bautizaré…, si no hay ninguna otra solución.
Giovanni la miró con ternura.
—No, amor mío, yo me haré la circuncisión. Tu pueblo ha sufrido demasiado y no quiero que renuncies a la religión de tus padres. Además…, después de todo, Jesús era judío y estaba circuncidado.
Esther se echó a reír y se acurrucó entre sus brazos.
—En cuanto Georges se haya ido, iré a hablar con tu padre y le pediré tu mano, ¿quieres?
—Él te dará la respuesta, pero yo le habré dicho antes cuáles son mis sentimientos.
Tras los últimos adioses, el francés salió de la casa con Malik, quien lo acompañó a la caravana que partía para Orán. Allí embarcaría rumbo a Toulon y Dunkerque. En el plazo de menos de un mes, si no se producía ningún incidente, estaría en su casa. Había prometido a Giovanni que le escribiría a casa de Eleazar para informarle de que se había reunido con su familia.
Nada más irse su amigo, Giovanni se concentró en lo que iba a decirle a Eleazar.
A la mañana siguiente, vio al anciano solo en el jardín, meditando bajo una higuera. Se dijo que era un momento propicio y se acercó.
—¿Puedo hablar con vos de un asunto importante o preferís que lo hagamos más tarde?
—Siéntate, muchacho. Te escucho.
—Eleazar, me acogisteis en esta casa primero como un cautivo al que tuvisteis la bondad de liberar. Me tratáis desde hace más de dos meses como a un verdadero hijo y me siento conmovido y orgulloso por ello.
Logró contener su temblor y prosiguió, casi sin respiración:
—Mi corazón ha aprendido a conoceros y a conocer a vuestra hija. Poco a poco, se ha unido a Esther hasta tal punto que ya no podría concebir vivir lejos de ella. No soy ni judío, ni argelino, ni rico, ni me encuentro tampoco en una buena situación. Lo único que tengo para ofrecerle es la sinceridad de mi corazón y la rectitud de mi inteligencia en busca de la verdad. Eleazar, amo a vuestra hija. La amo más que a mi vida y deseo hacerla feliz. ¿Aceptaríais dármela por esposa?
Giovanni estaba tan emocionado que bajó la mirada. El anciano permaneció en silencio, acariciándose lentamente la barba.
—Esther me ha hablado de vuestro amor —dijo finalmente—, el cual, por cierto, no me había pasado por alto. Como le he dicho a ella, considero que Esther es capaz de tomar esa decisión sola. Del mismo modo que mis sirvientes no son tratados como esclavos, mi amada hija es libre de dirigir su vida como le parezca.
Giovanni se quedó sorprendido por la respuesta del erudito. Tras unos segundos de vacilación, preguntó en un tono más titubeante:
—Pero ¿veis algún obstáculo para este matrimonio?
—He rezado al Señor… y, en la claridad de mi alma, veo ese amor verdadero y fuerte.
Giovanni exhaló un suspiro de alivio.
—Como le he dicho a Esther, se plantea, sin embargo, la cuestión de la diferencia de religión.
El joven contuvo la respiración.
—Como no habéis sido educados en la misma tradición religiosa, es imposible que podáis casaros en la iglesia o en la sinagoga.
—Por desgracia, soy muy consciente de eso. Esa es la razón por la que he propuesto a Esther convertirme al judaísmo.
—Me lo ha dicho, pero eso está descartado.
Giovanni se quedó helado.
—No se cambia de religión simplemente para casarse —prosiguió el cabalista con firmeza—. Mi hija nació judía y seguirá siendo judía. Tú naciste cristiano y seguirás siéndolo. Cada tradición religiosa posee su grandeza única y es nefasto querer cambiarla por otra. Hay una imagen cabalística que utilizo a veces para evocar esa diversidad de las religiones. Nosotros decimos que Dios transmitió a los hombres la luz de Su Revelación en un recipiente de tierra. Pero la luz era tan intensa que ese recipiente se rompió. Entonces la Revelación divina se extendió por toda la tierra difractándose en mil destellos de luz. Cada destello es un reflejo de lo divino. Ninguno contiene toda la Verdad. A mi modo de ver, cada religión posee, pues, una parcela de verdad. En su cima, es única e irreemplazable.
»Por ejemplo, nosotros, los judíos, aportamos a la humanidad el conocimiento del Dios único y bueno y debemos ser prueba de ello mediante la santidad de nuestra vida. Vosotros, los cristianos, aportáis las palabras conmovedoras y la presencia de Jesucristo, el hijo de Dios y el más grande de los hijos de los hombres. No hay oposición entre las dos tradiciones, sino una profunda complementariedad. En lugar de enfrentarse y despreciarse, las religiones tendrán que aprender a conocerse, a respetarse y a fecundarse, puesto que todas son portadoras de una misma Verdad divina que ningún pueblo puede llevar solo. Cambiar de religión equivaldría, pues, a negar un destello de la luz divina, a considerarla como tinieblas y a rechazar un don de Dios.
Giovanni comprendía sus palabras. Más aún, se adhería a ellas plenamente. Pero no veía la manera de casarse con Esther. Insistió tímidamente:
—Pero, entonces…, ¿es posible celebrar nuestra unión ante Dios?
—En sí, yo no veo ningún inconveniente. Pero, teniendo en cuenta el peso de las tradiciones y de los prejuicios, es inimaginable. Tú serás siempre un traidor para los cristianos y Esther será considerada como una prostituta por los judíos, puesto que nuestra ley le prohíbe casarse con un hombre que no sea judío.
Giovanni sintió que una violenta angustia invadía su alma y se quedó lívido.
—Entonces ¿no hay ninguna salida posible y os negáis a darnos vuestra bendición?
—Yo no he dicho eso. Pues, lo que es impensable y descabellado a los ojos de los hombres, incluso los más religiosos, en ocasiones es bueno y sensato a los ojos de Dios. Mi opinión personal, y ya se la he manifestado a Esther, es que un matrimonio así, en el que cada uno conserva su religión, debe mantenerse en secreto para que no se convierta en fuente de escándalo y de incomprensión en vuestras respectivas comunidades religiosas. Eso será muy difícil, pues tendréis que aparecer los dos como cristianos con los cristianos y como judíos con los judíos. Si estáis dispuestos a asumir esa pesada carga, no veo ningún inconveniente en que viváis juntos y en que vuestra unión sea consagrada ante el Eterno. Incluso diría que me haría muy feliz.
Giovanni recuperó el color.
—Pero ¿quién podría bendecir nuestra unión? Como vos decís acertadamente, ningún sacerdote ni ningún rabino aceptará casar a una judía y un cristiano.
Eleazar esbozó una ligera sonrisa.
—Yo conozco a un rabino que podría aceptar celebrar esa ceremonia en el más absoluto secreto.
—¿Aquí mismo?
—No, en Jerusalén.
—¡Jerusalén!
—Tú querías ir allí en peregrinación, creo, cuando los corsarios de Barbarroja secuestraron tu barco, ¿no?
—Sí…, así es —balbució Giovanni, incómodo.
—Tengo un importante establecimiento y muchos amigos en la Ciudad Santa. Saldremos dentro de tres días y estaremos allí antes de Navidad. ¿No es el mejor lugar para casar a una judía y un cristiano?