Al día siguiente, Giovanni se levantó con el corazón sereno. El sol estaba ya en el cénit. Tomó un gran vaso de leche de almendras y unos dátiles antes de ir, como todos los días, a pasear por el jardín con la secreta esperanza de encontrarse con Esther. La presencia de la joven se había vuelto necesaria para su felicidad. Le bastaba verla una sola vez al día y cruzar unas palabras con ella, o bien escucharla cantar, o mirarla ocuparse del jardín, para que el resto del día adquiriese un color diferente. Aquella mañana deseaba todavía más encontrársela y estar a solas con ella porque quería explicarle su comportamiento de la noche anterior. Como era viernes, día de Venus, pero también víspera del Sabbath, Giovanni sabía que no podría ver a Esther después de que el sol hubiera empezado a declinar.
Para estar seguro de encontrársela, fue, pues, al jardín y se sentó en un pequeño banco de piedra blanca junto a Hesed, la fuente de la Gracia. Estuvo un buen rato mirando cómo se deslizaba el agua hasta el suelo por los rebordes marmóreos de la fuente.
De pronto vio a Esther caminando hacia él. El corazón se le aceleró. Iba vestida con un bonito vestido rojo. La joven se acercó al banco. Su semblante todavía estaba marcado por los acontecimientos de la noche.
—Me alegro de verte, Giovanni —dijo en un tono a la vez tranquilizador y teñido de gravedad.
Giovanni se levantó y estrechó sus manos entre las suyas.
—Yo también, Esther. Siento muchísimo lo que sucedió anoche.
—No te preocupes. Mi padre me ha contado todos los detalles de esa dramática historia. Comprendo que pudieras tener dudas sobre nosotros.
Esa observación desgarró el corazón de Giovanni.
—Nunca he tenido dudas respecto a ti, Esther. Te lo aseguro. Pero mi mente atormentada a veces había imaginado que tu padre podía estar unido por algún vínculo a esa hermandad. Ese simple pensamiento se me había hecho tan insoportable, teniendo en cuenta la bondad que me ha demostrado, que quise liberarme de él…
Esther lo interrumpió apartando suavemente las manos de las suyas y conduciéndolo hacia la parte alta del jardín.
—Lo comprendo, Giovanni, y mi padre también. No te preocupes por eso. Pero me gustaría darte una sorpresa.
—¿Una sorpresa?
—Sí, acompáñame a Kether.
Los dos subieron en silencio el pequeño paseo sombreado que los llevó primero a la fuente Hochma y luego a Kether.
Giovanni percibía cierto nerviosismo en la joven. Una ansiedad que ella intentaba disimular mostrando una sonrisa afable y una actitud pausada. Cuando llegaron a la espesa arboleda que ocultaba la fuente más alta del jardín, Esther se volvió hacia él.
—Mira la casa allá abajo, al final del paseo central.
Giovanni recorrió con la mirada el largo paseo rodeado de árboles centenarios y el lejano edificio.
—Ahora dime, querido Giovanni, qué es lo que más desearías en este instante.
Sorprendido por la pregunta, se dispuso a replicar, pero Esther lo interrumpió y puso un dedo sobre sus labios.
—Chist… —susurró—. Es un juego y a la vez no lo es. Dime con toda sinceridad, desde el fondo de tu corazón, qué es lo que más desearías en este momento.
Giovanni comprendió que la joven no bromeaba y se puso a escuchar lo que le decía el corazón. La emoción que sentía mirando a Esther, estremeciéndose bajo la suavidad exquisita de su dedo contra sus labios, le susurró inmediatamente la respuesta. Evitó reflexionar demasiado, pues temía perder el valor.
—Lo que más desearía es… que tu corazón estuviese unido al mío, como el mío se ha convertido en esclavo del tuyo…
Esther parecía atónita por la respuesta. Lo miró fijamente. Giovanni se dio cuenta de que una inmensa emoción se había apoderado de ella. Su rostro se tiñó de púrpura.
—¿Eres totalmente sincero?
Giovanni sintió que su alma zozobraba.
—¿Cómo puedes dudarlo? Desde la primera vez que te vi, mi alma se unió a la tuya, y no pasa un solo minuto sin que aparezcas en mis pensamientos.
Esther no pestañeaba; su mirada buscaba la verdad en el alma de Giovanni.
—¿Y esa mujer a la que tanto amaste y por la que lo abandonaste todo?
—Todavía la quiero y siempre la querré. Pero ahora sé que nunca iré a buscarla. Sé que el destino separó nuestras vidas, y lo hizo para siempre. Está presente en mí como si viviera en otro mundo y ya no siento ni deseo ni pasión por ella.
Esther desvió la mirada.
—Desde que te conozco, Esther, he comprendido, casi con sorpresa, que mi corazón era realmente libre de amar de nuevo, y cada día que pasa me une más a ti. Me preguntas qué es lo que más deseo ahora y no tengo ninguna duda: que tu corazón sea libre y que compartas mi amor…, coger tus manos con las mías…
Esther levantó bruscamente la cabeza. Unas lágrimas brillaban al fondo de sus grandes ojos negros y su mirada expresaba una tristeza infinita. Acarició suavemente una mejilla del joven.
—¡Oh, Giovanni! No me esperaba en absoluto que manifestaras tales sentimientos. Nunca he amado a un hombre, ¿sabes? Mi corazón es el de una muchacha sin experiencia de la vida.
Se miraron; la misma emoción los hacía temblar. El puso su mano sobre la de Esther.
—Mi corazón está libre, Giovanni…, y nada me alegraría más que ofrecértelo.
Al oír estas palabras, Giovanni sintió que una oleada de felicidad le invadía el corazón. Estrechó con fuerza a Esther entre sus brazos. Luego la miró de nuevo y posó suavemente sus labios sobre los de ella, que se rozaron con pudor mientras su dedos se entrelazaban con pasión.
—¡Soy tan feliz! —susurró Giovanni.
—¡Y yo! ¡No te lo puedes ni imaginar! Y también estoy muy sorprendida. Todavía ayer creía que ibas a irte.
—¿Por qué? Desde que estoy aquí he recuperado la paz.
Esther retrocedió ligeramente para observarlo mejor.
—¿Estás seguro de que no quieres regresar a tu país?
—Sí…, a no ser que sea contigo.
Un velo de gravedad envolvió el rostro de la joven…
—¿Sabes qué deseo creía que ibas a expresar?
Giovanni hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El de volver a Europa. Había venido a anunciarte que anoche, después del drama, convencí a mi padre de que te proporcionara los medios necesarios para irte de al-Yazair, así como para liberar a tu amigo francés.
Giovanni se quedó estupefacto.
—¿Eso hiciste?
Ella asintió.
—Todavía puedes cambiar de opinión y marcharte… —dijo tímidamente—. Lo comprendería y no te guardaría rencor.
A modo de respuesta, Giovanni la besó con fogosidad.
—Te quiero, Esther, ¿sabes? Te quiero y lo que acabas de decirme todavía me une más a ti. Sería enormemente feliz si pudieras conseguir la liberación de Georges, pero jamás me iré de aquí sin ti.
—Pero Georges es libre.
—¿Qué dices?
—Malik ha ido a comprarlo al intendente del sultán esta misma mañana, a través de otro amigo musulmán. Esa era mi sorpresa, Giovanni. ¡Estaba totalmente convencida de que expresarías el deseo de irte de al-Yazair con tu amigo!
—O sea, que no solo estabas dispuesta a verme partir, sino además a proporcionarme los medios para hacerlo…
—Si eso hubiera sido lo que más deseabas, como yo creía pese a entristecerme, ¿cómo habría podido querer mantenerte egoístamente a mi lado?
Giovanni miró largo rato a Esther al fondo de los ojos. Esa mujer no solo inspiraba amor, no solo sabía conversar maravillosamente sobre el amor, sino que era el amor. Era todas las caras del amor: el eros del deseo, la philia de la amistad y el agapé de la entrega de uno mismo. En ese instante supo que su corazón jamás podría amar a otra mujer, pasara lo que pasase.
—¿Y dónde está Georges? —preguntó, con la voz quebrada a causa de la emoción.
—Aquí.
—¿Aquí?
—Bajemos y vayamos a reunimos con él en el patio de los sirvientes.