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En el transcurso de las semanas siguientes, Giovanni conoció mejor la casa y la vida de sus nuevos amigos. Pese a ser muy ricos, Eleazar y Esther vivían con sencillez. Su alimentación, a base de pescado y verduras, era la misma que la de todos los argelinos. El cabalista dormía en una habitación relativamente pequeña, sin muebles ni decoración, sobre una alfombra extendida directamente en el suelo. Giovanni sabía también por los sirvientes que la habitación de Esther, que estaba situada en el segundo piso, sobre el jardín, era más refinada y contaba con un gran cuarto de baño y una terraza florida.

Reinaba en la casa una atmósfera a la vez alegre y apacible. Los ocho sirvientes que vivían allí querían profundamente a sus señores y trabajaban bajo la autoridad directa de Malik. Como todos los demás sirvientes de Eleazar, el intendente era también un antiguo esclavo liberado. Servía al cabalista desde hacía más de diez años y lo acompañaba en sus numerosos viajes. A Eleazar le gustaba visitar sus diferentes establecimientos durante el otoño y el invierno, en un período del año en que la gente viaja poco a causa del mal tiempo, pero en que los corsarios se quedan también en su casa, lo cual, a sus ojos, valía algunas náuseas provocadas por el fuerte cabeceo del barco. Eleazar era suficientemente conocido y respetado para viajar a cualquier lugar de Europa o del Imperio otomano, y se sentía tan cómodo con los cristianos como con los musulmanes. De mayo a octubre, en cambio, prefería quedarse a trabajar en al-Yazair y recibía pocas visitas, a fin de concentrarse en sus estudios filosóficos y religiosos. Judío creyente y practicante, Eleazar se levantaba muy temprano y recitaba esta breve oración: «Te doy gracias, Rey vivo y eterno, por haberme, en Tu Amor, devuelto el alma; grande es Tu Fidelidad». Después se lavaba las manos en señal de purificación y se ponía el tallit, una especie de gran chal cuadrado. Largos flecos de lana, llamados tzitzit, se extendían en las cuatro puntas del chal, según la palabra de Dios a Moisés: «Habla a los hijos de Israel y diles que se hagan flecos en los bordes de sus mantos […] a fin de que les sirvan, cuando los vean, para acordarse de todos los mandamientos de Yahvé». Luego, con ayuda de tiras de cuero, sujetaba en su brazo izquierdo un estuche cuadrado de cuero teñido en negro y otro en la frente. Los dos estuches, llamados tefillin, contenían cuatro pasajes de la Tora que prescribían al fiel que atara la palabra divina, como una señal, en su brazo y entre sus, ojos, para simbolizar que sus actos y su pensamiento se inspiraban en la ley divina. A continuación, Eleazar permanecía en su habitación, en cuclillas ante una mesa baja sobre la que estaban dispuestos diversos rollos, y rezaba hasta que salía el sol. Su oración estaba compuesta de himnos y bendiciones que alternaba con el recitado de salmos y cánticos. Después de la comida de mediodía y por la noche antes de acostarse, se aislaba de nuevo en su habitación para rezar. El resto del día lo pasaba esencialmente dedicado al estudio en su vasto despacho-biblioteca. Iba al menos una vez por semana a la sinagoga, donde el rabino le pedía con frecuencia que leyera y comentara la Tora. Junto con Esther y los sirvientes judíos de la casa, respetaba el descanso del sabbath.

Aunque no resultara inmediatamente perceptible, con el tiempo Giovanni descubrió que algunos alimentos, como el cerdo, el conejo y el caballo, estaban proscritos, así como que sus anfitriones evitaban mezclar alimentos, como la carne y los lácteos, que eran cocinados y servidos en una vajilla diferente.

Giovanni se dio cuenta de que en al-Yazair había dos comunidades judías bastante distintas. Los que vivían allí desde hacía muchas generaciones y habían adoptado perfectamente la lengua y la cultura árabes. Estos eran sastres, bordadores o joyeros, y algunos practicaban el préstamo con interés. Y después estaban lo que se conocía como los «judíos francos» o también los «liorneses», llegados recientemente de Europa y por lo general mejor tratados a causa de sus riquezas y de sus relaciones. La mayoría eran comerciantes o banqueros. Como en el resto del Imperio otomano, los judíos tenían el estatuto de dhimmi, es decir, de minoría sometida pero protegida, lo que, efectivamente, los preservaba de la muerte o del pillaje de sus bienes, pero a cambio de lo cual pagaban elevados impuestos. No obstante, Esther confío a Giovanni que en al-Yazair se trataba peor a los judíos que a cualquier esclavo. Esa era la razón por la que Malik siempre mandaba a sirvientes moros, y no judíos, a hacer las compras en la ciudad.

Giovanni descubrió también cómo vivían los habitantes en la kasbah. La calle constituía el espacio público. Lugares de paso, de encuentro y de compras, las calles eran a la vez estrechas, sombreadas y bulliciosas. La casa constituía el espacio privado y familiar. Este espacio íntimo, bastante oscuro, estaba totalmente protegido del exterior, ya que ninguna ventana daba a la calle, salvo algunas pequeñas troneras en los últimos pisos de las casas, desde donde se podía ver sin ser visto. Según las costumbres moras, todas las casas estaban construidas alrededor de patios, verdaderos pozos de luz adornados con plantas aromáticas, fuentes y estanques. Una escalera de piedra o de mármol subía a los pisos, y a los dormitorios se accedía por pasillos que rodeaban el patio. Arriba de todo estaban las terrazas, bañadas por el sol, espacio de convivencia a la vez privado y público, donde jugaban los niños mientras las mujeres tendían la ropa y hablaban entre sí de una casa a otra.

Durante las dos primeras semanas, Giovanni evitó salir a la ciudad. Le gustaba pasar largos ratos en su pequeña terraza, antes de la puesta de sol, mirando la ciudad y escuchando sus murmullos. Contemplaba, no sin emoción, la belleza de la luz que declinaba sobre los tejados de las casas pegadas unas a otras. Su mirada barría lentamente las terrazas que descendían a modo de gradas hasta el mar, como una magnífica escalera. El encanto de al-Yazair empezaba a ejercer su magia.

Compartía la cena con sus anfitriones unas dos veces por semana; las conversaciones, siempre interesantes y agradables, giraban en torno a los temas más diversos. Eleazar le contó su infancia en Córdoba y los sucesos dramáticos que se produjeron cuando tenía seis años y fue expulsado con toda su familia. Los Reyes Católicos acababan de ordenar la expulsión de los judíos de España y en un solo día todos sus bienes habían sido confiscados. Su padre, Yaacov, ya era banquero y no tuvo ninguna dificultad para instalarse en al-Yazair. A Eleazar le gustaba viajar a Europa y decidió, una vez que se hizo adulto, instalarse en Bolonia. Se casó, pero su esposa, Rachel, murió de resultas de una enfermedad sin haberle dado hijos. Permaneció viudo algún tiempo, heredó unos establecimientos bancarios de su padre y fundó muchos otros. A la edad de cuarenta años, se casó en segundas nupcias con Batsheva, la madre de Esther, y volvió a al-Yazair, donde se instaló con todos sus libros para dedicar más tiempo a sus estudios cabalísticos. Tras el fallecimiento trágico de su segunda mujer, decidió vivir solo con su adorada hija.

Desde la infancia, Esther había adquirido la costumbre de acompañar a su padre en todos sus viajes. Él aprovechaba sus estancias en el extranjero para que conociera a los mejores artistas y sabios, y la niña había tenido en Argel un preceptor particular que le había enseñado griego, latín y filosofía. Su padre se había encargado personalmente de transmitirle el conocimiento del hebreo, el Talmud y la Cábala. Esther era, pues, a los veinte años una mujer de una cultura excepcional. Pero Giovanni descubrió que poseía otras aptitudes. Practicaba el bordado, le gustaba ocuparse del jardín y cantaba acompañándose con la cítara. La primera vez que la oyó cantar, realzando su suave y cálida voz con largos acordes del instrumento, sintió una verdadera conmoción. Por miedo a que la joven se interrumpiera al verlo, permaneció acurrucado al pie de un cedro. Durante más de una hora, escuchó a Esther cantar salmos.

Por la noche, se encontró con la joven en el jardín y no pudo evitar decirle lo mucho que había disfrutado con la belleza de sus cantos.

—No sabía que estabas escuchando; si no, lo habría dejado inmediatamente —repuso ella, sorprendida.

—¿Y por qué? Es un placer oírte.

Esther bajó los ojos.

—Canto para Dios, no para seducir a los hombres.

—Así lo he entendido y tus cantos han conmovido mi alma. Eres una mujer sorprendente. Mientras que la principal preocupación de las bellas y nobles jóvenes que conocí en Venecia era salir, ir a fiestas, ponerse guapas y encontrar marido, tú te pasas la mayor parte del día en casa. No recibes nunca a nadie y dedicas mucho tiempo a rezar, a leer, a cantar, a pasear por este jardín místico meditando…

Esther rompió a reír alegremente.

—¡Haces bien en burlarte de mí! Debo de darte la impresión de que solo me interesa la religión.

—¡No me burlo de ti en absoluto! Simplemente, nunca te veo hacer otra cosa que alimentar tu alma y tu espíritu.

—Es verdad que es una de mis aspiraciones esenciales. La ciencia cabalística, los rituales religiosos, así como la filosofía y el conocimiento de las otras religiones son para mí una vía entre otras para llevar una vida digna del regalo que Dios nos ha hecho.

—¿Y cuáles son las otras vías?

Esther se sentó en un columpio, mientras que Giovanni lo hizo frente a ella, al pie de una higuera. La muchacha se columpiaba lentamente mirando el cielo. Parecía un poco ausente, como absorta en la danza de las nubes o de los pájaros, y se tomó tiempo para responder.

—Desde pequeña, solo aspiro a una cosa: amar. Amar todo lo que se pueda. Así que busco las claves que me permitan alcanzar lo mejor posible ese objetivo. Las busco en las ideas a fin de que mi corazón sea guiado por pensamientos justos y verdaderos. Pero también en la oración y la experiencia interior, pues estoy convencida de que todo Amor viene de Dios. Las busco asimismo en el arte, pues la belleza y la armonía elevan mi corazón. Y también las busco en mí. Intento todos los días aprender a conocerme, comprenderme y amarme mejor, pues lo dice la Ley: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Las busco, por supuesto, y sobre todo, en la relación con los demás. ¿Cómo escuchar mejor a los que Dios ha puesto a mi alrededor, cómo ayudarlos mejor, cómo compartir y vivir mejor con ellos?

Giovanni la escuchaba sin apartar los ojos de ella. Cuanto más la miraba, más eco encontraban en él sus palabras y más la amaba. Jamás había imaginado que una persona así pudiera existir en algún lugar de la tierra.

—¡Eres un mago, Giovanni! Dicen de mí que soy misteriosa y reservada, y resulta que confío mis pensamientos más íntimos a alguien a quien conozco poquísimo.

—¡Si supieras lo agradecido que te estoy!

—Aunque quizá no seamos unos desconocidos el uno para el otro. Tengo una sensación extraña desde que te vi por primera vez en la plaza, cuando iban a aplicarte el suplicio. La sensación de que ya nos conocíamos.

—¡Es imposible! Pero, curiosamente, yo siento en cierto modo lo mismo, pues todo lo que me dices encuentra un eco profundo en mí.

—No es imposible.

—¿Qué quieres decir?

Esther permaneció en silencio unos instantes.

—Nada. Hablaremos de eso otro día. Sintiéndolo mucho, voy a tener que dejarte, Giovanni, porque tengo que salir. Gracias por escucharme. Mañana serás tú quien me confíe los secretos de tu corazón.