El autor de esta notable obra explica, apoyándose en multitud de ejemplos, que ya podemos comprender las grandes etapas de la historia de la humanidad a través de cada uno de los signos atravesados por el punto vernal, es decir, el punto en el que el Sol sale el día del equinoccio de primavera. Por ejemplo, hace alrededor de cuatro milenios antes de Jesucristo, el Sol de primavera salía en la constelación de Tauro. Y todo hace pensar que fue en esa época cuando el hombre empezó a sedentarizarse, a construir casas de ladrillo, a practicar la ganadería. Sedentarización y construcción son los dos rasgos más característicos de la psicología de este segundo signo del Zodíaco. Es más, todas las religiones de la época, la de Sumer, la de Asiría e incluso la de Egipto, veneraban la figura del toro. Es el culto del Minotauro o del dios egipcio Apis, con cabeza de toro. De manera simbólica, las características del signo de Tauro corresponden al nacimiento y a la expansión de las primeras civilizaciones que proporcionaron fuertes cimientos a la vida social y política.
»Más adelante, alrededor de dos mil años antes de Jesucristo, el punto vernal pasó, retrocediendo también, a la constelación de Aries, carnero en latín. El sacrificio religioso practicado entonces, como lo demuestra el de Abraham, era el de un carnero. El pueblo hebreo descendiente de Abraham convertirá el carnero y el cordero en los animales sacrificiales por excelencia. Pero también encontramos por todas partes la figura del carnero, como en Egipto la preeminencia de Amón-Ra, el dios solar con cabeza de carnero. Simbólicamente, Aries corresponde a esa era de conquista y al desarrollo de los grandes imperios egipcios, persas, macedonios y romanos. Después, la venida de Jesucristo coincidió con la entrada del punto vernal en la constelación de Piscis. Y, como bien sabes, el pez es el emblema de los primeros cristianos. El signo de la cruz como símbolo del cristianismo llegó mucho más tarde. A lo largo de varios siglos, los discípulos de Jesucristo se reconocen en ese símbolo del pez que dibujaban en las catacumbas durante el período de las persecuciones.
—¿Es porque Jesús tomó como primeros apóstoles a unos pescadores que vivían en torno al lago de Galilea? —preguntó Giovanni.
—Sí, pero también porque la palabra «pez» en griego, ichtus, está formada por las primeras letras de las cinco palabras de la frase Iesous Khristos Theou Huios Soter, que significa: «Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador». Añadiré, volviendo a la astrología, que el simbolismo de los Piscis se ajusta muy bien a los rasgos dominantes de la religión cristiana: compasión, sacrificio o entrega de uno mismo, búsqueda de fusión y de unidad del género humano.
Eleazar hizo una pausa. Giovanni lo miraba con pasión.
—Si lo he entendido bien, un poco más de dos milenios después del nacimiento de Jesús, el Sol de la primavera saldrá en otra constelación…, la de Acuario. ¿No entrará, entonces, la humanidad en una nueva era?
—Sin duda. En el siglo XXI se producirán profundos cambios en las civilizaciones y las religiones.
—¿Será quizá el fin de la religión cristiana?
—No sabría decir si será el fin, pero que tendrá lugar una profunda transformación, eso es seguro. Probablemente en el sentido de una humanización de la religión, pues Acuario, al contrario que los otros signos, tiene el rostro de un hombre o de un ángel. Es muy verosímil que asistamos al desarrollo de una nueva era fundada en el hombre y los valores humanistas, los mismos que empiezan a prender en nuestra época. Como indica el simbolismo del signo, viviremos entonces bajo el reinado del espíritu y los hombres querrán construir una nueva civilización basada en la idea de fraternidad humana. ¿Lo harán abandonando toda idea de Dios, o bien interiorizando a Dios en el corazón humano? Nadie lo sabe, y de todas formas eso llevará varios siglos.
—¿Y esa obra no dice nada concreto de nuestra época, que es tan convulsa?
—¡Desde luego que sí! Además de los grandes ciclos de algo más de dos milenios que corresponden al fenómeno de precesión de los equinoccios, al-Kindi calculó los ciclos de las grandes conjunciones planetarias durante toda la era de Piscis. Anunció que la gran conjunción de Saturno y de Júpiter, que tendría lugar en el signo de Escorpio en 1484, sería la señal anunciadora de una profunda conmoción en la religión cristiana.
Giovanni manifestó su sorpresa:
—Pero ¿no fue el gran Albumazar quien hizo esa famosa predicción? ¿Y no anunció también la venida de un nuevo profeta que algunos no dudan en identificar con Lutero, nacido bajo esa conjunción?
—Veo que estás muy al corriente de estas cosas. En efecto, Albumazar, el más ilustre astrólogo árabe, hizo esa profecía. Pero se basó en los cálculos astrológicos de al-Kindi, que no era otro que su propio maestro.
—Entonces ¿esa obra que tenéis en la mano es la obra astrológica de al-Kindi en la que se basó Albumazar? —preguntó Giovanni, muy excitado.
—Exacto.
—¿Cómo se llama ese libro?
—Yefr —respondió el cabalista—. Es, sin duda alguna, la obra más valiosa de mi biblioteca, pues solo existen dos ejemplares en el mundo.
Giovanni miró a su interlocutor con sorpresa.
—¿Cómo lo sabéis?
—El manuscrito original fue escrito por al-Kindi en árabe. Pero, como atestigua el historiador Ibn Jaldún en sus Prolegómenos, desgraciadamente se perdió en el siglo XIII durante la toma de Bagdad por los tártaros. A Hulagu, el nieto de Genghis Khan, no se le ocurrió nada mejor que arrojar al Tigris todas las obras de la prodigiosa biblioteca del califato. Y los califas habían guardado celosamente el precioso manuscrito en lugar de mandarlo copiar y dárselo a los sabios.
—Pero, entonces, ese ejemplar que vos tenéis… —dijo Giovanni, incrédulo.
—Afortunadamente, el secretario de al-Kindi lo había hecho copiar secretamente en árabe antes de la muerte de su maestro y de que el original fuera confiado a la custodia de los califas. Es el manuscrito que ves. Lo compré por una fortuna a sus propios descendientes, que vivían también en Córdoba.
—¡Es extraordinario! ¿Y el segundo ejemplar que habéis mencionado?
—Antes de que yo lo adquiriera, sus propietarios habían permitido, a cambio de una elevada suma, que fuera copiado en latín por un monje cristiano apasionado por la astrología que vivía en Córdoba. No sé qué ha sido de ese manuscrito, el único que todavía existe junto con este…
Giovanni miró fijamente a Eleazar.
—¿Qué te pasa? —preguntó el cabalista, sorprendido.
—Creo… creo que sé qué fue de esa obra. Mi maestro poseía un manuscrito que para él era más valioso que cualquier otro. Era una obra astrológica en latín, escrita por al-Kindi, aproximadamente de las mismas dimensiones que este. No tuve ocasión de leerla, pero supe por su sirviente, Pietro, que la había comprado tiempo atrás en Florencia, por una suma considerable, ¡a un monje!
Eleazar se acarició lentamente la barba.
—¿Y qué fue del manuscrito después de la muerte de tu maestro?
—Por desgracia, lo ignoro. Y mucho me temo que fuera destruido.
—¿Cómo es eso?
—Es una larga historia —dijo Giovanni.
Le contó entonces a Eleazar la historia del cardenal que había ido a formular a su maestro una pregunta crucial de parte del Papa, de la respuesta que él no había podido llevar a Roma por culpa de los hombres de negro, de la muerte trágica de su maestro y de Pietro, así como de su propio encuentro con los miembros de la hermandad secreta. No le dijo, sin embargo, que se dirigía a Jerusalén con el propósito de matar a su jefe, aunque explicó que el sótano estaba vacío cuando había vuelto y que todos los libros de su maestro, incluido el de al-Kindi, habían sido robados o quemados por los hombres de negro.
Eleazar escuchó el relato de Giovanni con suma atención. Ese relato le permitía no solo conocer mejor a su interlocutor, sino que también lo iluminaba sobre el móvil que había motivado todos aquellos crímenes.
—¿Y no tienes ninguna idea del contenido de esa carta dirigida al Papa y que dejaste en Venecia? —preguntó el cabalista.
—No —respondió Giovanni, todavía embargado por la emoción—. Solo sé que mi maestro se aisló durante varios meses con sus principales obras astrológicas, entre ellas ese manuscrito.
—No me extrañaría que la pregunta del Papa estuviera relacionada con el libro de al-Kindi y los signos de los tiempos. Porque el papa Pablo III es también un apasionado de la astrología y debe de hacerse muchas preguntas sobre el significado de señales tan poderosas como son el descubrimiento del Nuevo Mundo o la división de la cristiandad de Occidente. Al igual que yo, conocía la reputación de tu maestro. Quizá también sabía que se hallaba en posesión del único ejemplar en lengua latina del Yefr. ¡Quién sabe! En cualquier caso, no me sorprendería que le hubiera preguntado acerca de cuestiones escatológicas, como la inminencia del fin de los tiempos o el advenimiento del Anticristo.
—Es muy posible, y yo mismo lo he pensado. Pero hay algo que me intriga.
Eleazar lo escuchaba con una gran curiosidad.
—¿Por qué el jefe de la hermandad secreta que mató a Lucius e intentó asesinarme a mí me dijo que mi maestro había hecho algo mucho peor que todos los crímenes de los papas o incluso que los de Lutero, al que odiaba? «Ha cometido la abominación más abominable de todas», me espetó en la cara, con los ojos desorbitados por la rabia. Me pregunto por qué una profecía sobre el fin del mundo o los estudios de al-Kindi sobre los grandes ciclos cósmicos y sus vínculos con los acontecimientos terrestres pueden enfurecer hasta ese extremo a un fanático cristiano.
—Esas palabras son extrañas, en efecto. Algunos podrían estar exasperados por el anuncio de una fecha precisa del fin del mundo, pues en las Escrituras cristianas se dice que solo Dios conoce el día y la hora del Juicio Final. Pero no se menciona ninguna fecha del fin de los tiempos en el Yefr. Y me cuesta imaginar a tu maestro, que tenía una fe iluminada y un buen conocimiento de las Escrituras, aventurándose en una profecía semejante. Me pregunto qué podría representar para un exaltado o un fanático católico «la abominación más abominable de todas».
Los dos hombres se quedaron en silencio.
—¿Puedo mirar el libro? —acabó por preguntar Giovanni.
—¡Por supuesto! —contestó Eleazar, cogiendo el precioso manuscrito con las dos manos.
Se lo tendió a Giovanni, que lo apoyó sobre sus rodillas y empezó a pasar lentamente las páginas.
—¡Qué emocionante es pensar que es el único ejemplar que existe ahora!
—Es probable… pero no seguro —lo rectificó Eleazar.
Giovanni levantó la cabeza.
—¿Cómo?
—Nada nos garantiza que la obra latina que estaba en casa de tu maestro fuera el Yefr, y mucho menos que haya sido destruida. Tal vez los fanáticos se apoderaron de ella antes de incendiar la casa. Tal vez el monje que la poseía, dijera lo que dijese a tu maestro, hizo más copias antes de vendérsela.
—Es verdad.
—En cualquier caso, esa hermandad secreta estaba más interesada en la carta de Lucius al Papa que en la obra de al-Kindi, pues habrían podido robarla fácilmente. Creo que tu maestro debió de utilizar los cálculos de al-Kindi para hacer otra cosa. Algo que sin duda está relacionado más directamente con los fundamentos de la fe cristiana. Pero ¿qué?
—Los miembros de la Orden del Bien Supremo lo saben, puesto que quieren apoderarse de esa carta a toda costa.
—Es indudable que conocen la pregunta que el Papa hizo a Lucius, pero dudo que tengan alguna idea de la respuesta. Y les interesa enormemente, aunque se trate de algo que les repugna por encima de todo. ¿Y tú no tienes ninguna idea de quién es esa gente o dónde se encuentra su guarida?
Giovanni no se decidía a revelarle lo que sabía, pues tendría que confesar la verdadera razón de su viaje a Jerusalén. Pero él mismo estaba confuso. Durante meses, el odio había corroído su corazón y solo había pensado en vengarse. Sin embargo, desde hacía algún tiempo, y sobre todo desde que estaba en aquella casa, su corazón se había apaciguado y empezaba a preguntarse si seguía deseando ir a Jerusalén para matar al jefe de los fanáticos. Necesitaba tiempo para reflexionar en todo eso. Prefirió, pues, mentir a Eleazar.
—No, ninguna. Una sola cosa es cierta: algunos monjes del monasterio de San Giovanni in Venere, donde fui acogido y curado, eran miembros de esa orden. Es probable que la hermandad reclute adeptos en numerosos círculos de la Iglesia, seguramente incluso en el Vaticano.
—Sí. Y esos hombres de negro debieron de ir a por la respuesta de tu maestro gracias a una confidencia de alguien cercano al Papa, tal vez incluso un cardenal. Y como la carta no ha llegado a su destinatario, deben de seguir buscándola. ¿Les dijiste que la habías dejado en Venecia?
—¡Me guardé mucho de hacerlo! Y todavía más de decirles que se la había confiado a mi joven amiga, pues de haberlo hecho sin duda la habrían encontrado y torturado.
Eleazar puso cara de sorpresa.
—¿La dejaste en manos de una mujer?
—Sí. Por lo menos, le di la llave del armario donde estaba guardada la carta. Pero ahora sé por el jefe de la hermandad que no fue a llevar la carta a Roma.
—¿Y cómo se llama esa mujer?
Giovanni se disponía a responder cuando una fuerza interior le pegó la lengua al paladar. ¿Qué interés podía tener eso para el cabalista? Un miedo sordo le atenazó las entrañas. Permaneció callado.
—Perdona mi curiosidad, pero conozco a muchas familias venecianas y habría sido gracioso que esa mujer formara parte de una de ellas. En cualquier caso, si un día deseas recuperar esa carta y tener noticias de esa mujer, no dudes en decírmelo. Tengo un establecimiento importante en Venecia donde trabajan muchas personas para mí.
—No dejaré de hacerlo —dijo Giovanni con la garganta seca—. Por el momento, lo que más deseo es olvidar todo eso.
Eleazar se levantó y dio a Giovanni unas palmadas amistosas en el hombro.
—Comprendo. Y yo, por el momento, estoy hambriento. Esta noche eres mi invitado. Vayamos al jardín, donde todavía resulta agradable cenar.
Eleazar fue a dejar el manuscrito en una de las estanterías de su despacho. Giovanni observó con cierta sorpresa que al lado había otro manuscrito del mismo tamaño y el mismo grosor, aunque de encuadernación más reciente.
Cenó con sus anfitriones, que le hicieron muchas preguntas, y se alegró de ver de nuevo a Esther. Giovanni relató los momentos clave de su existencia. Sin embargo, movido por un sordo temor, cambió el nombre de Elena e inventó una relación amorosa con una persona de condición social más baja. Al finalizar aquella larga cena, Esther se despidió de él con una amabilidad exquisita. La había impresionado de manera especial el relato de Giovanni. Mientras el fresco de la noche invadía el jardín, el joven se fue a su dormitorio.
No logró conciliar el sueño. Pensaba en el delicioso paseo en compañía de Esther por ese jardín sefirótico. Ese momento le había cautivado el alma. Pensaba en las explicaciones astrológicas de Eleazar, que habían despertado en él muchos recuerdos con Lucius. Pero seguía estando preocupado por otra cosa. Un sentimiento todavía confuso le inquietaba, justo ahora que acababa de recuperar la paz del alma. «Ya veremos», se dijo, intentando apartar de su mente esos sombríos pensamientos.