Entrad, entrad —contestó Eleazar.
La estancia medía como mínimo veinte pasos de largo, diez o doce de ancho y ocho de alto. Las paredes estaban totalmente forradas de libros. En el centro de la sala destacaba una inmensa mesa de madera, cubierta de pergaminos, de plumas, de lápices y de libros, con un candelabro de siete brazos en bronce. Eleazar estaba sentado detrás de su monumental escritorio y Giovanni solo podía ver su coronilla, tapada con una pequeña kipá blanca. Levantó la cabeza.
—¡Ah, amigo mío! ¡Cuánto me alegro de que hayas podido descansar! Pero acércate.
Giovanni no lograba apartar la mirada de los miles de volúmenes alineados en las estanterías de madera, la mayoría de los cuales parecían manuscritos antiguos. Rodeó el escritorio y comprobó que Eleazar estaba ocupado escribiendo un texto en un pergamino.
—Es hebreo, ¿verdad?
—Exacto. ¿Habías visto algún manuscrito en esta lengua?
—Manuscritos, no, pero he visto letras hebreas en algunas obras. Las encuentro extraordinarias: cada una de ellas parece una obra de arte.
—Algunos cabalistas se pasan la vida pintándolas para impregnarse de su fuerza y de sus ricos significados.
Giovanni pensó en las palabras de Esther.
—¿Pensáis, entonces, que las letras poseen una fuerza o un significado por sí mismas, fuera de una frase? —preguntó.
—Es lo propio de las veintidós letras del alfabeto hebreo. Cada una de ellas es tan rica en virtualidades que desprende un poder inimaginable. El simple hecho de pronunciar una de ellas equivale a recitar una fórmula mágica: ¡no se sale indemne!
Al lado del pergamino había un fajo de hojas garabateadas con una fina escritura en latín e ilustradas con dibujos que representaban los planetas. La mirada de Giovanni fue atraída por esos dibujos como por un imán.
—¡Ah, nuestro astrólogo está fascinado por la ronda de los astros! —dijo, divertido, Eleazar.
—Perdonad…, mi mirada se ha sentido atraída por esa ilustración en la que, curiosamente, el Sol, y no la Tierra, está situado en el centro del universo.
—En efecto.
—¿Habéis sido vos quien ha trazado esa extraña representación del cosmos?
—No. Es una carta de un amigo, un gran astrónomo polaco llamado Nicolás Copérnico, quien me ha hecho partícipe de una teoría que revoluciona nuestra representación del mundo. Nos conocimos hace unos años, cuando él estaba en Bolonia.
—¿Y qué afirma ese hombre que sea tan asombroso?
—Que la Tierra gira sobre sí misma y, además, que no está en el centro de nuestro universo, sino que es simplemente un planeta como otros que gira alrededor del Sol.
Giovanni se quedó boquiabierto. ¿Cómo se podía afirmar una cosa semejante, cuando la experiencia de la observación cotidiana nos mostraba que era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra y no a la inversa?
—Comprendo tu sorpresa, hijo —prosiguió Eleazar con una mirada maliciosa—. Yo mismo, la primera vez que Copérnico me expuso su hipótesis, en el más absoluto secreto, me quedé muy intrigado. La teoría heliocéntrica no es nueva. Aristarco de Samos ya la formuló en la Antigüedad. Pero ahora Copérnico aporta la prueba matemática.
—Semejante teoría no solo va en contra del sentido común, sino que cuestiona las dos grandes autoridades intelectuales que son la Biblia y Aristóteles.
—Precisamente por eso nuestro amigo avanza con prudencia. Ya ha reunido suficientes pruebas científicas para demostrar su hipótesis, pero todavía no se decide a publicarlas. Se expone a ser condenado tanto por la Universidad como por la Iglesia.
—Y… ¿vos creéis que su tesis es plausible?
—¡No solo plausible, sino indudable!
Un temblor recorrió la espalda y la nuca de Giovanni.
—Pero, si esa teoría es verdadera, como parecéis creer, ¿qué ocurre con la astrología, que reposa totalmente sobre la cosmología de Aristóteles y de Tolomeo, la cual sitúa la Tierra en el centro del universo?
—No afecta en absoluto a eso.
—No lo entiendo.
—No afecta a eso porque la astrología, al contrario que la incipiente astronomía, no es un saber científico sino simbólico. Para el astrólogo es irrelevante que el Sol gire alrededor de la Tierra o a la inversa. Lo que cuenta es la situación del hombre, el cual, por el hecho de observar, se encuentra en el centro del cosmos. El astrólogo no dice cómo es el cielo «en sí mismo», sino cómo es el cielo «para determinado hombre», en un momento y en un lugar precisos. Simbólicamente se puede seguir pensando que la visión bíblica o aristotélica, que convierte al hombre en el centro del cosmos, es pertinente…, aunque sea falsa desde un punto de vista científico.
Giovanni permaneció en silencio. De pronto, se emocionó, pues aquella conversación le recordaba las que mantenía con su maestro, Lucius.
—Como seguramente sabes —prosiguió el cabalista—, los diferentes planetas representan las diversas funciones del alma humana, y las disposiciones de los planetas en relación unas con otras son reveladoras de las disposiciones interiores del carácter del individuo. Los astros son, pues, simplemente el signo y no la causa de nuestro carácter y nuestro destino. Por eso en el primer libro del Génesis se dice sobre el Sol y la Luna: «[…] que sirvan de señales tanto para las fiestas como para los días o los años».
—Lo que significa que no nacemos por casualidad, sino en un momento preciso en que el orden cósmico corresponde, en cierta manera, al semblante de nuestra alma. ¿Es eso?
—¡Exacto! Nuestra alma, que tiene determinadas disposiciones y que aspira a tal o cual destino, se encarnará, y después nacerá, en un momento en que esté en armonía con todo el cosmos.
—Pero ¿de dónde vienen esas disposiciones interiores que preceden a nuestro nacimiento? ¿Cómo puede nuestra alma «elegir» de algún modo el momento de encarnarse?
Eleazar miró jovialmente al joven italiano dando una palmada.
—¡Esa es la gran pregunta, mi querido Giovanni! Las respuestas difieren mucho de una corriente de pensamiento a otra. Para Aristóteles, retomado y desarrollado por los teólogos cristianos, la parte noble del alma, el nous, viene de Dios y se encarna en el cuerpo en el momento de la concepción. En lo que se refiere a ese cuerpo y esa psique, son únicamente el fruto del atavismo familiar. El carácter procede, por lo tanto, de lo que nuestros antepasados nos han transmitido.
»Pero para Platón y para cierto número de cabalistas judíos, el alma humana, tanto espiritual como psíquica, transmigra de vida en vida y elige su nueva existencia en función de las experiencias que ya ha acumulado en sus vidas anteriores. Posee ya, por consiguiente, un carácter que se mezclará con el atavismo del nuevo cuerpo que escoge tomar. Pero posee también conocimientos, emociones, miedos y disposiciones espirituales más o menos elevadas, adquiridos durante otras vidas. Lo que hará que determinado niño tenga un miedo inexplicable al agua porque murió ahogado en su vida anterior, o bien una aptitud sorprendente para la música o la ciencia porque ya había acumulado conocimientos en esos terrenos.
Eleazar miró a su invitado a los ojos.
—¡No me sorprendería que fuera tu caso en lo que se refiere a la filosofía o la religión, querido Giovanni!
Giovanni esbozó una sonrisa dubitativa.
—¿Por qué habría elegido, entonces, nacer en una familia iletrada de un pueblecito de Calabria, y no en una noble familia de una gran ciudad como Roma o Florencia?
—Quizá elegiste un destino que pasaba por un aprendizaje progresivo de todos los estados de vida. Y, por lo que sé, eso no ha impedido en absoluto a tu alma buscar y encontrar maestros para que te enseñen los más elevados conocimientos.
—Es verdad que desde pequeño aspiraba a otra existencia que la que llevaba en mi pueblo —contestó Giovanni.
—Verás, no podría decir con certeza si el alma humana atraviesa una multitud de existencias, o bien se encarna una sola vez en un cuerpo y una psique que están impregnadas del carácter y de las experiencias de nuestros padres y nuestros antepasados. Pero, sea como sea, estoy plenamente convencido de tres cosas.
Para subrayar mejor sus palabras, el cabalista puso el dedo índice de la mano derecha sobre el pulgar de la izquierda.
—La primera es que nacemos con un bagaje psíquico importante que nos condiciona al menos tanto como las condiciones materiales de nuestro nacimiento; por ejemplo, nuestra familia o nuestro país.
Ahora señaló el índice.
—La segunda es que nuestra existencia no es fruto del azar y contiene ya en germen, desde la concepción y el nacimiento…, como la bellota de un roble…, aquello en lo que estamos llamados a convertirnos.
Su índice señaló el dedo corazón de la mano izquierda.
—La tercera, por último, es que la vida es una especie de escuela cuyo único objetivo es aprender a conocer y a amar. Para ello, pasamos por toda clase de experiencias, agradables o dolorosas, que nos permiten progresar. Piensa en tu existencia, muchacho, y dime si no ofrece una buena ilustración de esto.
Giovanni se quedó pensativo. Indiscutiblemente, su vida podía ser concebida como un recorrido iniciático, sembrado de encuentros, de obstáculos y de empujones del destino. Sin embargo, había una cuestión a la que le daba vueltas desde hacía muchos años. Desde que había conocido a Luna.
—Pero, entonces, si heredamos un destino con su lote de alegrías y adversidades, ¿dónde queda la libertad?
—Si el hombre posee libre albedrío, y estoy convencido de que es así, este no reside en la elección de su carácter, de los condicionamientos de su vida o de las grandes líneas de su destino. Reside en lo que va a hacer de ese carácter y en la manera en que va a responder a los acontecimientos de su vida. Represéntate al hombre como un actor que debe interpretar, en un escenario de teatro, un papel preciso, escrito por anticipado por otro. El margen de maniobra del actor no consiste en cambiar ese papel, sino en interpretarlo a su manera, lo mejor que puede. Así pues, no se reconoce a un gran actor por el hecho de que interprete a un príncipe o a un lacayo, sino por la manera en que, sea príncipe o lacayo, interpreta su papel. Da igual, entonces, haber nacido rico o pobre, tener un destino humilde o glorioso, ser hombre o mujer, morir joven o viejo; solo cuenta el hecho de desarrollar la vida de manera lúcida, profunda, justa. La libertad humana reside más en la manera de vivir que en las modalidades de vida, gran parte de las cuales nos son dictadas por una fuerza superior.
Eleazar se levantó lentamente de su escritorio y dejó unos instantes a su interlocutor absorto en sus pensamientos. Esa concepción le recordaba a Giovanni la de los filósofos estoicos que había estudiado con Lucius. El cabalista regresó con una obra a todas luces de gran valor para él y la dejó delicadamente sobre la mesa. Giovanni miró con interés el manuscrito y sus gruesas cubiertas encuadernadas en piel de cordero.
—Y lo que es válido en el plano individual lo es también en el plano colectivo —prosiguió el cabalista, con una mano sobre el libro.
—¿Qué queréis decir?
—Que la humanidad entera avanza lentamente hacia una misteriosa realización colectiva. No controla ni sus parámetros de base ni el momento en que la alcanzará, desde luego. Pero es libre de trazar la dirección y la forma de esa marcha común, a través de las elecciones colectivas y las elecciones personales de todos los individuos que la componen. Se quiera o no, todos estamos unidos unos a otros y somos solidarios. Toda acción y todo pensamiento positivos de un solo hombre elevan y ayudan a la humanidad entera, mientras que la acción y el pensamiento negativos de un solo hombre rebajan y debilitan a toda la humanidad. Caminamos juntos, según determinadas leyes y determinados ritmos universales.
—¿Cuáles? —preguntó Giovanni, fascinado por la erudición de su benefactor.
—También en esto la astrología nos da preciosas indicaciones —respondió Eleazar, tamborileando con los dedos sobre el grueso manuscrito que acababa de llevar—. ¿Ves este libro? —añadió en un tono grave—. Es un manuscrito de una enorme rareza que tiene más de setecientos años. Es obra del filósofo árabe Abu Yusuf Yacub ibn Ishaq al-Sabah al-Kindi.
«Al-Kindi». La mención de ese nombre sobresaltó a Giovanni. Recordaba una obra astrológica de ese autor a la que Lucius concedía más valor que a cualquier otra. El cabalista prosiguió:
—Habla del destino colectivo de la humanidad. El autor escribió más de doscientas obras sobre todos los temas: medicina, filosofía, religión, astronomía, matemáticas, geografía, adivinación…, y me quedo corto. Pero también consagró su vida a calcular las grandes conjunciones planetarias a lo largo de varios milenios y concibió esta obra maestra que podríamos llamar el Gran Libro del destino humano.
Giovanni no podía apartar la mirada del libro. Estaba íntimamente convencido de que, aunque la encuadernación era diferente, se trataba de la misma obra que tenía Lucius y con la que se había encerrado meses para escribir la carta al Papa.