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Cuando llegó a la zona iluminada, levantó lentamente el fino velo que cubría su cara y lo apoyó sobre los cabellos. Un rostro de una belleza embrujadora apareció ante los ojos fascinados de Giovanni. Una larga melena negra caía hasta más abajo de la cintura. Una nariz larga, fina y muy ligeramente aguileña iba a morir sobre una hermosa boca de labios rosados. No debía de tener veinte años, pero se percibía, por la profundidad de su mirada, que estaba habitada por una fuerza interior poco común. Giovanni fue atrapado de inmediato por aquellos inmensos ojos negros que lo miraban fijamente.

—Esther, mi hija —dijo pausadamente Eleazar, cogiendo a la joven de la mano. Y añadió, volviéndose hacia ella—: Te presento a Giovanni.

Este se quedó mudo, rojo por la emoción. Finalmente dijo:

—Sois vos…, ¿verdad?

—¿Qué queréis decir? —preguntó Esther en italiano.

—Sois vos la mujer a la que vi esta mañana en la plaza, alrededor de una hora antes de la ejecución de mi pena. Estabais frente a la plataforma y me mirabais.

—Había muchas mujeres que os miraban esta mañana. Unas con crueldad, otras con compasión. Algunas, quizá, incluso con deseo.

—¿Sois vos la que seguisteis pronunciando las palabras del salmo que yo había empezado a recitar?

—¿Las oísteis?

—¿Cómo habría podido no oírlas, aunque hubiesen sido susurradas? ¿Y cómo no quedarse sorprendido de oír esas palabras en griego?

—Esther conoce la Biblia tanto en griego como en hebreo —dijo Eleazar con una pizca de orgullo—. Pero, siéntate, hija mía.

Sin apartar los ojos de Giovanni, la joven tomó asiento en el tercer diván.

—Comprendo vuestra sorpresa —dijo—, pero imaginad la mía, y mi emoción, al oír a un condenado murmurar las palabras de ese salmo que yo recito todos los días.

—¿Por eso pedisteis a vuestro padre que me comprara?

—No solo por eso. Sabía por Ibrahim que erais un hombre culto, y esa es la razón por la que la curiosidad me empujó a ir esta mañana a la plaza. Leí en vuestros ojos una gran angustia. Pero no la angustia de un hombre al que van a amputarle una mano. Leí en vuestra mirada otra cosa mucho más impresionante. Al veros, pensé en el rostro de Jesús, en la mirada que habría podido tener en el jardín de Getsemaní cuando dijo a Dios: «Padre, aleja de mí este cáliz».

—¿Sois… sois cristiana? —preguntó Giovanni con voz trémula.

—Soy judía, al igual que mis antepasados desde hace muchas generaciones. Pero, además de la Biblia hebrea, leo los Evangelios. ¿Acaso no era Jesús judío?

—Por supuesto… Pero yo creía que los judíos no leían el Nuevo Testamento.

—La mayoría no lo hace. Mi pueblo sufre demasiado por el odio de los cristianos. No resulta fácil dirigir la mirada más allá de nuestro sufrimiento, más allá del desprecio de los que nos oprimen y nos obligan a convertirnos, para leer en el nombre de Jesús otra cosa que la razón de ese odio. Pero, gracias a mi padre, he aprendido desde la infancia a leer los Evangelios y a mirar a Yeshua como uno de los profetas más grandes que Dios haya enviado.

Giovanni no conseguía apartar la mirada del rostro de aquella mujer. Le habría gustado hablar horas con ella sobre ese tema. Sin embargo, otra cuestión lo atormentaba todavía más y necesitaba saber. Hizo un esfuerzo para apartar los ojos de los de Esther y volverlos hacia Eleazar.

—Ahora que me habéis comprado, soy vuestro esclavo. ¿Qué pensáis hacer conmigo?

Antes de responder, Eleazar pronunció una bendición en hebreo y rogó a Esther y a Giovanni que hicieran los honores a las verduras del huerto que Sara acababa de servir.

—Oficialmente —dijo a continuación—, eres esclavo de Mohamed. En cuanto a nosotros, no tenemos ningún esclavo. Todos los que viven aquí son remunerados por su trabajo y libres de marcharse si lo desean. Tú recibirás el mismo trato.

Giovanni se quedó estupefacto.

—¿Queréis decir que soy libre de quedarme o de irme?

—Absolutamente libre.

—¡Pero me será imposible devolveros esa suma colosal que habéis invertido en mi compra!

—Da igual. Lo he hecho para complacer a mi amada hija. Su madre murió hace mucho. No tengo más hijos y es la primera vez en veinte años que me pide algo. ¿Cómo habría podido negárselo?

Giovanni miró a Esther y esta bajó los ojos. Los suyos se llenaron de lágrimas.

—Jamás podré agradeceros bastante lo que acabáis de hacer por mí.

Esther levantó la cabeza y dijo con voz emocionada:

—Hay una frase de Jesús, una sola, que es reproducida por el apóstol Pablo y que no se incluyó en los Evangelios. Esa frase dice: «Hay más alegría en dar que en recibir». Esta noche, gracias a vos, mi corazón siente una gran alegría.

Giovanni lloró en silencio. Al ver rodar las lágrimas por las mejillas del antiguo presidiario, Esther se emocionó profundamente. Se bajó el velo y pidió permiso a su padre para retirarse. Eleazar la dejó marcharse y dijo a Giovanni:

—Esther es muy emotiva. Seguramente es por haber perdido a su madre siendo muy pequeña. Es a la vez más fuerte y más frágil que ninguna otra criatura que yo haya conocido.

—No podéis imaginar hasta qué punto vuestro gesto y vuestra compañía reconfortan mi helado corazón —contestó Giovanni con la voz quebrada.

—Veo que tú también eres muy emotivo. ¿Perdiste también a tu madre o a tus padres de pequeño?

—En efecto —respondió Giovanni—. Mi madre falleció cuando yo tenía siete años.

—Eso deja en el alma una huella indeleble. Pero es también una herida en la que la gracia de Dios penetra para hacer al alma más sensible y compasiva. Si eres como mi paloma, seguro que debe de conmoverte el menor sufrimiento o injusticia cometido ante tus ojos.

Giovanni pensó en Luna. Y luego en Pippo.

—Sin duda es así.

—Las heridas de la vida pueden aplastarnos y encerrarnos en nosotros mismos. Pueden también hacernos más fuertes y más abiertos a los demás. No hemos elegido sufrirlas, pero somos libres de convertirlas en yunques que nos hundan o en puntos de apoyo que nos eleven. Es uno de los grandes misterios del alma humana.

—Parecéis conocerla muy bien.

—Solo hay tres cosas que me apasionan y que ansío conocer cada vez mejor: Dios, el cosmos y el alma humana. ¡Es poco y mucho a la vez!

—Eso me recuerda a Lucius. ¿Sois también filósofo?

—Llámalo como quieras. Entre nosotros, se me considera un cabalista. ¿Has oído hablar de la Cabala?

—Sí, he leído sobre ella en Pico de la Mirandola.

—¡Ah, me alegro de que hayas leído a ese excelente autor! Mi propio maestro le enseñó la lengua hebrea y los rudimentos de la Cabala. Sin embargo, pese a su buena voluntad y su mente brillante, debo reconocer que solo se quedó con la parte que le convenía para enriquecer su síntesis filosófica y cristiana. La Cábala judía sigue siendo una gran desconocida para los pensadores cristianos.

—Me encantaría que me hablarais de ella.

—¿Por qué no, amigo mío? ¡Pero desde luego no esta noche! Estás demasiado agotado después de esta jornada tan dura. Lo sensato sería que te fueras a descansar.

—Con mucho gusto. Pero decidme una cosa más.

—Te escucho.

—¿Cómo es que un hombre que dedica todo su tiempo al estudio puede ser tan rico?

Eleazar se echó a reír.

—¡Es una buena pregunta! Verás, ejerzo desde hace más de treinta años uno de los pocos oficios que los cristianos y los musulmanes permiten practicar a los judíos: soy banquero. Como las religiones cristiana y musulmana prohíben prestar dinero con interés, nosotros nos hemos especializado desde hace siglos en ese oficio.

—¿Y esa actividad no acapara todo vuestro tiempo?

—¡En absoluto! Yo he elegido desde hace mucho servir a Dios y no al dinero. Pero el dinero llama al dinero, y hace años que mi fortuna prospera sola sin que yo tenga que preocuparme de nada más que de administrarla bien. Y de eso, cualquier intendente de confianza, como Malik y otros fuera de aquí, puede ocuparse por mí, lo cual me deja un tiempo considerable para mis investigaciones.

—¿Queréis decir que tenéis personas que trabajan para vos en diferentes lugares?

Eleazar hizo un gesto indolente con la mano.

—Claro. Tengo establecimientos en una veintena de ciudades de Europa y del Imperio otomano.

Giovanni se quedó sin habla.

—Por eso he aprendido varias lenguas y visitado numerosos países —añadió Eleazar.

—Pero, entonces, ¿por qué vivís aquí? Podríais vivir en un palacio en Venecia, Roma o Florencia.

—Mis antepasados vivían en Córdoba, en España, hasta el siglo pasado. En el año 1492, los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España. Todos nuestros bienes fueron confiscados. Mis abuelos tuvieron que emigrar con sus hijos. Como ya no confiaban en los cristianos, decidieron, al igual que muchos de sus hermanos judíos, instalarse en esta ciudad donde el comercio prosperaba y que se hallaba bajo la influencia musulmana y luego, desde Barbarroja, otomana. Porque para nosotros es preferible la posición de dhimmi que la de pueblo deicida. En el fondo, la mayoría de los musulmanes nos desprecian, pero nos dejan vivir y trabajar en paz. Los cristianos, en cambio, muchas veces envenenan nuestros pozos, violan a nuestras hijas, nos obligan a convertirnos y pueden matarnos en cualquier momento con cualquier pretexto.

—¿Y no habéis sentido nunca rencor y odio hacia ellos?

—Yo he optado por no responder al insulto insultando, a la cólera encolerizándome y al desprecio despreciando. Además, mis estudios cabalísticos no han dejado de acercarme a los grandes filósofos y místicos de todas las religiones, empezando por Jesucristo. Pero hablaremos de esto en otra ocasión, si decides quedarte un tiempo con nosotros.

Giovanni contempló el hermoso y apacible rostro de aquel hombre que lo había salvado del horror.

—Estoy infinitamente conmovido por la calidez de vuestra acogida y me sentiría honrado de pasar unas semanas en vuestra casa.

—Me alegro mucho, y estoy seguro de que Esther también se alegrará. Aquí estás en tu casa. Pídele a Malik todo lo que necesites, entiende y habla bien tu lengua. Ahora ve a descansar.

Giovanni se levantó. Su anfitrión lo acompañó hasta la puerta del patio. Antes de separarse de él, le hizo una última pregunta:

—¿Por qué habéis elegido vivir en el barrio más pobre de la ciudad, cuando sois inmensamente rico?

Eleazar acarició su larga barba.

—Como mínimo por dos razones. La primera, porque aquí es donde viven la mayoría de los judíos de al-Yazair y no me es indiferente vivir entre los míos. La segunda, porque en la parte baja de la ciudad no encontraría un jardín como este. Y me gusta que este jardín, que muy pocos argelinos conocen, esté escondido en medio de estas callejas sucias. Verás, a mí me gusta la belleza oculta, la que no se ofrece al primero que llega, la que se deja descubrir.

»Por eso llamé a mi hija Esther. Ese nombre tiene un doble significado. Procede de Astarté, la diosa fenicia del amor, que corresponde a la Afrodita de los griegos y a la Venus de los romanos. Pero en hebreo significa “esconderé”. Esther es el astro más brillante, es el amor, pero Dios lo mantiene oculto. Tan solo aquellos que son dignos de él podrán descubrirlo.