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En cuanto llegó al presidio, Giovanni se dirigió a la taberna. Allí encontró a Emanuel y a Georges, que acababan de volver de trabajar en el funduq. Los llevó a un rincón apartado.

—Dentro de muy poco, nuestra situación va a ser insostenible. Ibrahim me ha interrogado a fondo sobre mi fortuna, mi familia y mi casa, y no le he dicho más que mentiras. Al final, ha fijado nuestro rescate en cien ducados de oro.

—¡No está mal! —exclamó Georges, que desde hacía tiempo había optado por tomarse a risa aquella situación trágica.

—En cualquier caso, el emisario estará de vuelta dentro de unos meses y seremos desenmascarados.

—Ya he visto una situación similar. El hombre fue encadenado en una galera el mismo día.

—¡Eso es precisamente lo que temo! —dijo Giovanni—. Tenemos que escapar antes de que vuelva el judío. Pero ¿cómo vamos a hacerlo sin dinero?

—No hay ninguna solución. Se pude llegar a burlar la vigilancia de nuestros guardianes, incluso limar los grilletes, pero nadie puede lograr salir de la ciudad sin cómplices exteriores. Ni por mar ni por vía terrestre. Algunos han intentado incorporarse a las caravanas, pero el hecho de hablar mal el árabe y de conocer poco las costumbres de la gente del país han hecho que antes o después los descubran y los manden de vuelta al presidio.

—Aun así, es preciso intentar algo —dijo, preocupado, Emanuel—, porque nada puede ser peor que acabar en una galera corsaria. Moriremos como consecuencia de los golpes o por agotamiento en menos de tres años.

Un silencio denso, muestra del más absoluto desánimo, se instaló entre los tres amigos. Georges, meneando la cabeza, dijo a modo de conclusión:

—Lo único que podéis hacer es rezar para que se produzca un milagro, amigos míos, porque no se me ocurre ninguna salida favorable a vuestra situación.

—Hablas como Ibrahim, que me ha encomendado a la ayuda de Dios —replicó Giovanni con expresión sombría—. Pero resulta que desde hace algún tiempo ya no creo ni en Dios ni en los milagros.

Pasaron los días y la vida en el presidio seguía su curso habitual. Giovanni buscaba desesperadamente una manera de escapar.

Una mañana, sin embargo, se produjo un suceso inhabitual. Reunieron a doscientos cautivos y los llevaron en barco a un lugar donde, durante varios días, cortaron madera destinada a la construcción de jabeques. Ibrahim, a quien le gustaba salir de cuando en cuando de al-Yazair, dirigía la expedición. Y mientras los esclavos estaban comiendo, sentados con las piernas cruzadas sobre la arena de la playa bajo la mirada vigilante de cincuenta jenízaros, un hombre ricamente vestido, acompañado de dos sirvientes, fue a ver a Ibrahim. Se presentó como el jefe del pueblo vecino.

El hombre explicó al intendente del bajá que era un musulmán piadoso que había cumplido con fervor todos los mandamientos del Profeta salvo uno.

—¿Cuál? —preguntó Ibrahim.

—Todavía no he tenido la oportunidad de matar con mis propias manos a uno de esos perros infieles —respondió el jefe del pueblo.

—¿Y qué quieres? —preguntó de nuevo Ibrahim, un poco sorprendido por la respuesta de su interlocutor.

—Puesto que estás aquí con numerosos esclavos cristianos, ¿me permitirías matar a uno de ellos para que no muera antes de haber cumplido todos los mandamientos del Profeta? Aceptaré el precio que pongas.

Ibrahim se quedó pensativo unos instantes y finalmente le tendió el sable de uno de los jenízaros.

—Te concedo ese favor. Coge esta cimitarra y dame quinientas piastras. Es el precio de la vida del más miserable de los esclavos.

—¡Que Alá te bendiga! —dijo el hombre, cogiendo el sable.

A continuación, ordenó a uno de sus sirvientes que contara la suma y se la diera a Ibrahim. El intendente se volvió entonces hacia los esclavos, que habían asistido, petrificados, a la escena.

—¿Alguno de vosotros maneja el sable? —preguntó en franco.

Los esclavos lo miraron, todavía más estupefactos.

—¡Vamos! Que uno de vosotros que sepa luchar tenga la valentía de enfrentarse a este hombre en combate igual, sable en mano, o de lo contrario designaré yo a uno cualquiera.

Al oír estas palabras, Giovanni se adelantó.

—Yo sé luchar.

Ibrahim pareció un tanto vacilante, pues temía perder a un cautivo que podía reportarle cien ducados de oro. Sin embargo, vio la mirada decidida de Giovanni y la de miedo del jefe del pueblo, quien, pese a no comprender el franco, empezaba a darse cuenta de que las cosas no eran exactamente como él las había imaginado. Ibrahim se dijo que no corría ningún riesgo. Así pues, tendió su propia cimitarra a Giovanni y ordenó a un jenízaro que le quitara el grillete.

—¡Cómo! —exclamó, indignado, el jefe del pueblo—. ¿Le das un sable y le quitas la cadena?

—¿Qué esperabas? El Corán nos empuja, cuando nuestra fe o nuestra comunidad se ven amenazadas, a luchar contra el infiel, pero ¿dónde has leído que el Profeta exija matar a un hombre indefenso que no te desea ningún mal? ¿Crees acaso que el islam es una religión que preconiza el asesinato?

El hombre no rechistó. Ibrahim hizo una seña a Giovanni para que avanzara hacia el jefe del pueblo. Este se puso a gritar:

—¡Vas a dejar que este cristiano me asesine! ¡En el nombre de Alá, te lo suplico, pídele que me perdone la vida!

Ibrahim miró a Giovanni.

—Se niega a combatir, así que tienes derecho a pedir un resarcimiento. ¿Cuál es tu precio?

Giovanni reflexionó unos instantes antes de responder:

—Ese hombre te ha dado quinientas piastras por la vida de un esclavo. ¿La vida de un noble musulmán no vale al menos la misma suma?

Ibrahim esbozó una sonrisa y tradujo la respuesta al jefe del pueblo, quien se apresuró a aceptar el trato. Su sirviente entregó la suma a Giovanni y los tres hombres se marcharon corriendo, por miedo a que otra catástrofe se abatiera sobre ellos.

Aquel episodio divirtió a los guardianes y llenó de alegría a los cautivos, que felicitaron a Giovanni. En cuanto estuvo de vuelta en el presidio, fue en busca de Georges y Emanuel y, excitadísimo, les contó la increíble historia mientras exhibía las quinientas piastras ante sus ojos incrédulos.

—¡Es un milagro! —exclamó Emanuel—. Desde el otro día, no paro de rezar a la Virgen y a los santos para que vengan a ayudarnos. ¡Y mira este regalo inesperado que nos cae del cielo!

Giovanni no contestó. No sabía qué pensar. La única certeza que tenía era que ese dinero les abriría la puerta de la libertad. Georges apartó la mirada de las monedas y susurró a sus amigos:

—Hay que enviar esta misma semana una misiva a los padres trinitarios de Oran para que tengan tiempo de organizar vuestra fuga y de indicaros la noche y el lugar donde una barca os recogerá antes de que el bajá sea informado de vuestra mentira.

—Hagámoslo —dijo Giovanni con entusiasmo—. Pero, con una condición, Georges: que vengas con nosotros.

—Naturalmente —dijo Emanuel, cogiendo al francés de una mano.

Este permaneció un largo rato en silencio antes de decir:

—Gracias, gracias de todo corazón, amigos míos. Pero, si hubiera tenido valor para irme, habría ahorrado ese dinero hace tiempo. En realidad, tengo demasiado miedo de que el correo sea interceptado por los turcos y por nada del mundo quiero exponerme a recibir trescientos latigazos. Es así. Carezco de valor físico.

Pese a la insistencia de Emanuel y Giovanni, el francés no cambió de opinión. Gracias a sus relaciones, Georges logró conseguir papel y tinta. Transmitió la carta, con las doscientas piastras, a un moro que conocía la dirección de los padres trinitarios y el medio de hacerles llegar un correo. La primera parte del plan había funcionado. Quedaba esperar la respuesta. Luego, si el correo no era interceptado y la respuesta era positiva, habría que encontrar la manera de burlar la vigilancia de los jenízaros llegado el momento.

Giovanni vivió esa espera con una curiosa mezcla permanente de temor y esperanza. Su mente estaba ocupada día y noche en esa sola idea. A fuerza de observar, consiguió descubrir el mejor medio de escapar de los jenízaros.

Sin lugar a dudas era durante el trabajo en el funduq la mayor parte del tiempo, Mehmet se retiraba a descansar y la puerta de la casa quedaba abierta. Bastaba con esperar que ningún guardia o esclavo circulara por la entrada para salir y perderse en la kasbah. Pero había que deshacerse también de las cadenas para evitar ser identificados. Giovanni, con la ayuda de Georges y por unas decenas de piastras, le compró una lima a un renegado. Esa herramienta permitiría, la víspera de la evasión, desgastar suficientemente la cadena para deshacerse de ella en poco tiempo y ocultar el grillete con una gran chilaba que llegara hasta los pies y que sería fácil robar en el funduq.

Tres semanas después de que el correo fuera transmitido al mensajero moro, este entregó, a espaldas de Mehmet, una nota a Georges mientras regresaba del funduq. Una vez en el presidio, el francés desplegó el papel en presencia de sus dos amigos. Ponía simplemente:

Que los dos cristianos vayan al cabo Matifou la primera noche de la próxima luna llena.