Sabes cuántos vivimos actualmente en esta miserable condición de esclavitud? —preguntó Emanuel.
—En Argel, el bajá posee alrededor de dos mil esclavos. Por eso Barbarroja mandó construir tres inmensos presidios subterráneos. Pero hay por lo menos quince mil más que pertenecen a particulares, en una ciudad que cuenta aproximadamente con ochenta mil almas. La mayoría también son cristianos, pero su suerte es mucho más envidiable que la nuestra. Viven en la casa de su amo y suelen recibir buen trato. Pueden moverse libremente por la ciudad para servir a su propietario, con la condición de volver siempre antes de que anochezca.
—¡Nuestra desgracia es haber sido comprados por el hijo de Barbarroja y estar pudriéndonos en este sórdido presidio! —dijo Emanuel—. ¡Y pensar que nos alegrábamos de haber sido elegidos por el bajá!
Georges fue bruscamente interrumpido por un esclavo borracho como una cuba que se desplomó sobre él. Se quitó de encima como pudo el cuerpo, que apestaba tanto a vinazo como a mugre, y lo confió a sus compañeros de dormitorio para que lo llevaran a su hamaca.
—¡Desgraciadamente es el único placer que todavía se nos permite! —dijo, sentándose de nuevo.
—¿Aquí no hay putas como en todos los puertos del mundo? —preguntó Emanuel, que había captado perfectamente la alusión del francés.
—¡Por supuesto! La ciudad rebosa de mujeres de vida alegre. Esclavas cristianas vendidas por sus amos e incluso musulmanas repudiadas, viudas y sin otros recursos. Pero nos están vedadas, puesto que no podemos pasar la noche fuera del presidio.
Georges hizo una pausa antes de continuar en un tono confidencial:
—Es posible llegar a un acuerdo con los jenízaros y los patrones a cuya casa vas a trabajar al final de la jornada para estar con una mujer. Pero es muy caro y hay que tener muchas ganas de cambiar un mes de sudor por diez minutos de placer.
—¡A qué nos vemos reducidos! —masculló Emanuel—. ¡Quiera Dios liberarnos lo antes posible de este infierno!
—Eso dependerá sobre todo de la prisa que se den vuestros familiares en pagar vuestro rescate. ¡Y de la suerte de que llegue a manos del bajá!
Emanuel y Giovanni intercambiaron una sombría mirada. Como habían mentido al reis de la nave y al bajá, no había nada que esperar por ese lado. Giovanni incluso pensó que había que organizar cuanto antes la evasión, pues, tan pronto los emisarios del bajá volvieran con las manos vacías de Italia, los corsarios les harían pagar caro su embuste. Conocía poco a Georges, pero intuía que podía confiar en él. Así pues, se arriesgó a ser sincero. Miró a Emanuel con una expresión de complicidad. Este último entendió el mensaje y asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—Georges, tenemos que contarte algo importante —murmuró Giovanni acercándose al francés para estar seguro de que ningún oído indiscreto pudiera oírlo.