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La primera jornada de trabajo fue particularmente dura. Giovanni y Emanuel fueron destinados, junto con un centenar de esclavos más, a las obras de construcción de una fortaleza.

Tras levantarse al amanecer, subieron trabajosamente en apretadas filas a mil setecientos pasos de la ciudad, escoltados por treinta jenízaros ante la mirada divertida de los habitantes. Al llegar a un sitio llamado Ras Tafurah, una colina desde la que se dominaba la ciudad blanca, se pusieron inmediatamente manos a la obra. Se trataba de excavar los cimientos del futuro fuerte que Hasan había decidido edificar.

Durante horas, los esclavos excavaron una fosa con ayuda de picos, palas y piochas. Hacia mediodía los dejaron descansar unos instantes y les permitieron ir a beber a la fuente, a un centenar de pasos de distancia. Un esclavo explicó a Giovanni que esa fuente proveía de agua dulce a Argel. Este vio, efectivamente, unas arcadas de estilo romano que bajaban hacia la ciudad.

Aprovechó ese momento de tregua para admirar el grandioso paisaje. A lo lejos, Giovanni veía el puerto con su espigón, que partía del fuerte del Peñón, construido por los españoles sobre «los islotes», Al-Yazair, que habían dado nombre a la ciudad. Había una veintena de jabeques y de barcos mercantes atracados.

Distinguía la nave en la que había embarcado en Ancona. Como Argel estaba construida sobre colinas, miles de edificios descendían hacia el mar. Casas particulares, palacios, minaretes de mezquitas, jardines y terrazas se enmarañaban en el desorden de una armonía casi perfecta. Giovanni permaneció un buen rato contemplando esa vista que, pese a las circunstancias, le conmovía el alma. Hasta que los turcos se pusieron a gritar y tuvo que volver de inmediato al trabajo.

En aquellos días de abril, el sol empezaba a abrasar a los cautivos, que no tenían ninguna sombra que los protegiera. Emanuel, menos acostumbrado que Giovanni al poder de sus rayos, volvió con una insolación. Tenía la piel de la cara y de los hombros tan roja que parecía sangre de buey. Al verlo llegar en tan lamentable estado, Georges, que había estado trabajando en el puerto, hizo llamar a un esclavo inglés, Alexander, que ejercía de médico. El hombre aplicó ungüentos frescos sobre la piel quemada de Emanuel.

Mientras el médico hacía su trabajo, el francés se volvió hacia Giovanni.

—Tu sirviente parece poco acostumbrado a los fuertes calores y tiene la piel muy blanca —dijo—. Es evidente que no ha nacido en Calabria…

—En efecto —contestó Giovanni sin inmutarse—, es nativo de Flandes. Lo conocí durante un viaje por el norte de Europa y desde entonces no nos hemos separado.

—Todavía no domina el italiano.

—Se desenvuelve bien para mis necesidades.

—Claro… En cualquier caso, llevad cuidado para no contradeciros si Ibrahim os interroga por separado. Si viera que ciertos aspectos de vuestro relato no se ajustan a la realidad, podría costaros caro.

Giovanni miró a Georges en silencio y asintió con la cabeza.

—Tu amigo no está en condiciones de trabajar más hoy —prosiguió el francés—, pero, si tú quieres ganar un poco de dinero, puedo llevarte a casa de un moro que quizá te contrate por unas horas al día para limpiar los aposentos que alquila a unos jenízaros.

—Encantado —contestó Giovanni.

No es que deseara seguir trabajando, ni siquiera ganar unas monedas, pero pensaba que probablemente sería uno de los mejores medios para escapar y que no debía desaprovechar ninguna oportunidad.

Georges lo llevó ante un jenízaro llamado Mehmet. El turco era bajo y rechoncho. Un fino bigote negro cuyos extremos apuntaban hacia arriba adornaba una cara cuadrada y sin gracia. Hablaba mal el franco y se expresaba sobre todo mediante ademanes bruscos y muecas. El francés le explicó que Giovanni quería trabajar. Mehmet observó al calabrés como se mira a una mula antes de llevarla a arar y a continuación asintió con la cabeza.

Un tercer esclavo, un holandés llamado Sjoerd, se unió a ellos. Escoltados por el turco, los tres hombres atravesaron la kasbah. A última hora de la tarde, el comercio estaba en su apogeo y las pequeñas callejas tortuosas estaban repletas de vendedores ambulantes que ofrecían aceitunas, huevos, dátiles, especias, fruta, perfumes, telas multicolores, bordados, albornoces, vasijas de arcilla natural o pintada… Después de haber recorrido algunas callejuelas, los cuatro hombres cruzaron una puertecita azul y entraron en un gran patio cuadrado, bastante austero, rodeado por un edificio de cuatro pisos.

—Es un funduq —susurró Georges al oído de Giovanni mientras el turco iba a buscar al propietario—. Pertenece a un moro que alquila una veintena de aposentos a jenízaros. Como no quiere alojar y alimentar a muchos esclavos, contrata a algunos de nosotros todos los días, a través de Mehmet, para limpiar las habitaciones de los soldados turcos.

Mehmet regresó con el dueño de la casa, un hombre mayor y bastante seco que observó a Giovanni unos instantes.

Intercambió unas palabras con el turco y este explicó que el hombre aceptaba contratarlo unos días a prueba. Mehmet fue a descansar a su cuarto mientras que los tres cautivos, conducidos por un esclavo del moro, comenzaron las tareas de limpieza de los dormitorios y los excusados.

Cuando el sol empezó a desaparecer del horizonte y se oyó el canto del muecín, Mehmet llamó ruidosamente a los esclavos, les dio cuatro monedillas a cada uno y los llevó de vuelta al presidio.

Mientras que Georges se fue, como era su costumbre, directamente a la taberna para gastarse en vino el dinero que acababa de ganar, Giovanni regresó a su habitación para ver cómo estaba Emanuel. Este último estaba adormilado y seguía sintiendo dolor, pero notaba menos las quemaduras gracias a las cataplasmas de Alexander.

Giovanni contó a su amigo lo que había visto y le hizo una descripción precisa de las animadas callejas de al-Yazair.

No tardaron en ser interrumpidos por los esclavos encargados de repartir la comida. Giovanni estaba tan hambriento después de aquella larga jornada de trabajo agotador que se abalanzó sobre el mendrugo de pan. Aunque seguían molestándole los malos olores y la falta de aire, estaba tan cansado que consiguió conciliar el sueño.

Los días siguientes transcurrieron al mismo ritmo inmutable. Emanuel no gozaba de una constitución excelente y continuaba siendo sensible al sol. Tenía que cubrirse la cabeza con un velo y sobornar a un turco para poder beber con frecuencia. Cuando hubieron terminado de excavar los cimientos, los esclavos empezaron a apilar los bloques de piedra que llegaban al puerto en carretas tiradas por mulas. El manejo de las piedras talladas requería no solo grandes esfuerzos, sino también una vigilancia constante para evitar que un bloque de varios cientos de kilos cayera sobre un esclavo. Al final de la jornada, Giovanni seguía yendo al funduq con Georges mientras Emanuel descansaba. Luego, los tres amigos se reunían en la taberna para beber un vaso de vino o de alcohol local, charlando unas veces solos y otras con otros cautivos de diversas nacionalidades.

Todos los esclavos del presidio eran de origen cristiano. Algunos habían renegado de su religión y se habían convertido al islam con la finalidad de mejorar su situación. Aunque no los liberaban, esos renegados, como se les llamaba, circulaban libremente por la ciudad y lograban ganarse la vida realizando diversas actividades dentro o fuera del presidio. Estaban mal vistos, tanto por parte de los turcos, que los despreciaban, como de los otros esclavos cristianos, que les reprochaban el haber renegado de su fe. Por eso solían ser agresivos e iracundos. Tal era el caso de Mustafa, el tabernero, un hombre de edad indefinida, de origen español, que se pasaba el tiempo insultando a su ayudante, el joven Pippo. Giovanni sentía una compasión creciente por el joven adolescente y se preguntaba si no sería víctima de otros malos tratos menos públicos por parte de su amo. Una noche, cuando los tres amigos se sentaron a una mesa, decidió hablar del asunto con Georges.

—Me da pena Pippo. Está más blanco que el papel y siempre tiene la mirada triste. ¿No crees que el desdichado sufre en privado malos tratos mucho peores que los gritos del renegado de su patrón?

—Es del dominio público.

—¿Qué quieres decir?

—Todos sabemos la clase de actos a los que Mustafa somete a su esclavo.

Giovanni se quedó desconcertado.

Georges se inclinó hacia delante y murmuró:

—Practica lo que aquí llaman «el amor abominable».

—¿Quieres decir que mantiene con el chiquillo relaciones culpables?

Georges asintió con la cabeza.

—¿Y no se puede hacer nada para sacar al pobre niño de ese infierno?

—Un amo tiene derecho a hacer todo lo que quiera con su esclavo: puede violarlo, torturarlo, matarlo. Aunque el amor abominable está prohibido por la religión, muchos amos abusan de sus jóvenes esclavos cristianos y es imposible hacer nada para impedirlo.

—Es horrible —comentó Emanuel.

—Lo que es horrible —dijo Giovanni— es la condición de esclavo.

Pippo llevó tres vasos de vino. Giovanni miró al niño con una profunda compasión y le dio una buena propina. Pippo levantó los ojos en muestra de agradecimiento, pero ninguna luz pudo iluminarlos, ninguna sonrisa liberarlo de su máscara de tristeza. Emanuel decidió cambiar de tema.