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Acompañado de una quincena más de cautivos, Giovanni regresó al presidio. Los llevaron a una gran habitación y les pusieron un grillete en el tobillo derecho. El grillete estaba unido a una gruesa cadena de cinco o seis eslabones que obstaculizaba los desplazamientos del prisionero y le hacía imposible correr. Este sistema presentaba varias ventajas: permitía a los cautivos trabajar sin demasiadas dificultades pero constituía un estorbo importante en caso de fuga y los identificaba ante la población como esclavos del bajá.

Una vez puestos los grilletes, Giovanni y Emanuel pudieron circular libremente por el interior del presidio. Además de los dormitorios mal ventilados, la prisión subterránea estaba compuesta por una especie de taberna, una vasta estancia abovedada, apenas iluminada y ventilada por un único tragaluz, donde los esclavos podían reunirse e incluso beber y jugar. Al entrar en aquel antro ruidoso en compañía de Emanuel, Giovanni se preguntó de dónde sacaban los esclavos el dinero que gastaban en ese lugar, puesto que les arrebataban todos sus bienes antes de llegar allí. Emanuel exhibió una sonrisa maliciosa y enseñó a Giovanni un ducado que había conseguido esconder en un zapato. Los dos amigos se sentaron a una mesa no demasiado ruidosa y pidieron una pinta de vino a un adolescente canijo.

—¡Ha sido una gran suerte que haya conseguido conservar esta moneda! —susurró Emanuel—. Por lo menos, dentro de esta desgracia que nos aflige, podremos pasar algunos buenos ratos.

—A mí me quitó ayer uno de esos soldados turcos lo que había podido salvar en el barco y que había tenido la ingenuidad de guardar otra vez en el bolsillo.

—No sé cuántos vasos nos proporcionará este ducado de oro, pero me temo que no tardaremos en volver a beber agua.

Giovanni miró a su alrededor.

—Es muy raro que todos estos hombres, algunos de los cuales llevan aquí meses o años, todavía puedan seguir gastando el dinero sustraído a los corsarios o a los turcos a su llegada. En cualquier caso, es muy hábil por parte del bajá hacerles desembolsarlo así.

—¿Verdad que sí? —dijo un hombre corpulento, sentado en la otra punta de la mesa.

—¿Con quién tenemos el honor de hablar? —repuso Giovanni, pasado el primer momento de sorpresa.

El hombre, que debía de pasar de los cuarenta años, tendió su gruesa mano esbozando una sonrisa afable.

—Georges Maurois. Soy de Dieppe, una ciudad portuaria del norte del reino de Francia.

Giovanni estrechó largamente la mano del francés.

—Giovanni da Scola y mi sirviente Emanuel. Somos originarios de Calabria.

—¡Bienvenidos a Argel!

—Gracias, pero habríamos prescindido gustosos de esta excursión en el periplo que nos llevaba a Jerusalén. Y vos, ¿cuánto tiempo lleváis aquí?

El hombre desplegó una amplia sonrisa desdentada y permaneció en silencio unos instantes. Giovanni y Emanuel intercambiaron una mirada de asombro.

—Ocho años, amigos míos —dijo por fin—. Ocho largos años hace que establecí mi domicilio en esta suntuosa morada. Conozco todos sus rincones, al igual que conozco hasta las más pequeñas callejuelas de esta ciudad.

—¿Y no tenéis ninguna esperanza de ser liberado algún día? —preguntó Emanuel.

Georges soltó una carcajada atronadora.

—¡Mi rescate ya ha sido pagado tres veces! ¡Y tres veces lo han robado por el camino! Mis padres y mis amigos se han sacrificado en vano y ya no les queda ni un céntimo para sacarme de aquí.

Giovanni y Emanuel lo miraron, estupefactos.

—¡Qué desgracia! —exclamó Giovanni—. ¿Y no habéis intentado nunca escapar?

El francés se acercó a sus interlocutores y respondió en voz baja:

—De ese tipo de cosas no hay que hablar con desconocidos: el presidio rebosa de prisioneros que estarían dispuestos a denunciaros por unas piastras. Yo he conocido a más de uno cuyos planes de evasión han terminado en sangre por no haber sabido morderse la lengua delante de otros cautivos. Hace un mes, tres hombres fueron azotados después de que los pillaran en plena noche amarrando una barca en una cala cercana. ¿Y sabéis quién los había denunciado?

Los dos hombres lo interrogaron con la mirada.

—¡Un monje capuchino que vive aquí y al que uno de los hombres se había confiado para que el santo hombre los acompañara con sus oraciones!

—¡Virgen santa! —exclamó Emanuel.

—En agradecimiento, el religioso fue liberado por los turcos. Hacedme caso, no os fiéis de nadie.

—¿Ni siquiera de vos? —preguntó Giovanni con un destello de ironía en los ojos.

—¡De mí menos que nadie! ¡Vendería a mi padre y a mi madre por volver a casa!

Los tres hombres se echaron a reír alegremente.

—Nos preguntábamos de dónde sale el dinero que gastáis en esta taberna —dijo Emanuel, después de haber saboreado unos tragos de vino.

—Lo ganamos.

—¿Cómo?

—Todas las mañanas, en cuanto sale el sol, vamos en grupos de entre veinte y cien a trabajar en las obras del bajá. El trabajo termina a media tarde y nos quedan unas horas de descanso antes de que se ponga el sol. Los jenízaros nos alquilan a argelinos que necesitan mano de obra y nos dan un pequeño porcentaje de ese dinero. Algunos ahorran día tras día durante años con la esperanza de pagar su propio rescate y recuperar la libertad. Pero la mayoría, como yo, no pueden evitar gastárselo todo en esta miserable taberna para intentar que esta vida resulte un poco menos penosa.

Georges se quedó unos instantes con la mirada perdida y exhaló un suspiro.

—Confieso que, si hubiera ahorrado todo lo que he ganado en ocho años, hoy podría estar jugando a las cartas en las mejores tabernas del puerto de Dieppe. Desgraciadamente, he esperado durante años ese rescate que no ha llegado.

—¿Tenéis esposa e hijos? —preguntó Giovanni.

—¡Que Dios vele por ellos! Estoy casado desde hace veinte años y tengo cuatro hijos. Cuando salí de mi ciudad natal, la pequeña tenía apenas dos años.

—¿Y nunca habéis tenido noticias suyas?

—Sé por Ibrahim, el intendente del bajá, que todos viven. Porque sus emisarios han estado tres veces con mi familia, mis amigos y mis socios, y han cobrado el rescate. Pero, como os he dicho, la suerte se ha ensañado conmigo y les atacaron y robaron en el camino de regreso. La primera vez, unos corsarios turcos de Constantinopla, que soltaron a los emisarios del bajá pero se quedaron con el dinero; la segunda, unos bandoleros en el puerto de Dunkerque, antes incluso de embarcar; y la tercera, unos corsarios cristianos de la Orden de Malta, que no solo se apoderaron del dinero sino que también vendieron como esclavos a los emisarios judíos del bajá.

—¿Habéis hecho alusión a los Hospitalarios? —preguntó Emanuel.

—Sí, esa orden religiosa y militar que originalmente se llamaba Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén. A semejanza de los Templarios, fue fundada en el momento de las cruzadas para ayudar a los peregrinos. Después de la destrucción de los Templarios por Felipe el Hermoso, heredaron una parte de sus posesiones. La sede de esa poderosa organización estaba en Rodas hasta que la tomaron los otomanos, y recientemente el emperador Carlos V les ha dado el archipiélago maltés. Por eso aquí los llaman los Caballeros de Malta.

—¿Y los emisarios judíos no pudieron explicar que ese dinero debía servir para liberar a un desdichado cristiano prisionero de los corsarios argelinos? —preguntó Emanuel.

—No dejaron de decirlo, pero los caballeros de la Orden de Malta, aunque sean religiosos y hagan voto de servir a Nuestro Señor, viven del corso igual que los corsarios otomanos. Además, no dan ningún crédito a lo que dicen los judíos, pues, como la mayoría de los cristianos, los desprecian, mucho más que a los musulmanes, a quienes, pese a todo, se les concede cierta confianza.

—¿Por qué te marchaste hace ocho años? —preguntó Giovanni.

El francés le dio una palmada amistosa en el hombro al joven.

—Sí, tuteémonos, amigos míos. Y dejadme que os invite a otro vaso de este horrible vino.

Georges llamó al adolescente que servía en la taberna:

—¡Pippo! Tres vasos a mi cuenta.

—¿Es italiano? —preguntó Giovanni mirando al chiquillo.

—Sí, de la región de Nápoles. Fue capturado de pequeño en su pueblo durante una razia. Después lo compró un viejo judío que no lo maltrató demasiado, pero al morir este, hace dos años, pasó a manos del tabernero del presidio, un renegado cristiano que se hace llamar Mustafa y que trata a este pobre chiquillo peor que a un perro.

Giovanni miró más atentamente al adolescente. No solo estaba anormalmente delgado, sino que tenía ojeras y la mirada apagada. Sintió compasión por aquel desdichado.

—Soy comerciante —prosiguió Georges— y quería ir a Lisboa para comprar telas procedentes de las Indias. Por desgracia, nuestra nave, pese a estar bien armada, fue atacada por tres jabeques corsarios de Barbarroja.

—Barbarroja… —repitió Giovanni.

Había oído hablar dos veces del famoso corsario en el pasado: en referencia al ataque contra la nave veneciana de Elena y al extravagante intento de secuestro de Giulia Gonzaga. Y ahora se encontraba en una ciudad gobernada por el hijo de Barbarroja.

—¡Ah, Barbarroja! Una historia muy entretenida —añadió Georges.

Este hablaba italiano con un marcado acento francés, pero su apasionamiento, su sentido de la narración y su manera de acompañar las palabras con la mirada y las manos cautivaban a sus dos interlocutores, que no le quitaban los ojos de encima. Giovanni estaba también muy interesado en el destino de ese pirata cuyo corazón había sido progresivamente invadido por el odio, después de haber visto y sufrido innumerables injusticias y sufrimientos.

Dos horas más tarde, Georges fue súbitamente interrumpido por un ruidoso ajetreo. Los esclavos encargados de la intendencia empezaban a repartir la cena.

Los esclavos salieron de la taberna para dirigirse a los dormitorios, donde les dieron pan y unos frutos secos. Georges no estaba en la misma habitación que los recién llegados, pero les dijo que era posible sobornar con unas monedas a los esclavos renegados que organizaban la vida en el presidio para cambiar de dormitorio. Una vez saciados, los veinte cautivos que había en cada habitación se tumbaron en las pequeñas hamacas de cuerda colgadas de grandes ganchos clavados en los gruesos muros.

Giovanni no soportaba ni la falta de aire, ni el hedor, ni el peso de la cadena que tiraba de su pierna derecha hacia el vacío.

Como la noche anterior, no consiguió dormir. Pensó en el encuentro con el francés. Tenía la certeza de que era un hombre íntegro. No solo sentía que podía confiar en él, sino que se dijo que desearía ayudarlo a volver a su casa. «Tendremos que salir de aquí juntos —pensó—, y estoy seguro de que nuestro amigo ya tiene una idea de cuál es la mejor manera de hacerlo. Si sabemos ganarnos su amistad, no dejará de hacernos partícipes de ella».