Muy pronto, Argel apareció en todo su esplendor ante las miradas ansiosas de los cautivos. La ciudad blanca estaba construida sobre una colina que dominaba el mar. Otras colinas arboladas rodeaban la ciudad, haciendo resaltar la blancura de las piedras que habían servido para construir todos los edificios: casas, palacios y mezquitas.
En cuanto la nave estuvo amarrada, una alegre muchedumbre recibió a los corsarios. Curiosos, pobres andrajosos, niños y marineros, además de ricos mercaderes o sus lugartenientes, se agolpaban para ver el nuevo botín y tratar de calcular su valor. En cuanto a los guardianes del puerto, solo se interesaban por el barco, pues todos los pertrechos de la nave, desde las velas hasta los mástiles, les correspondía por derecho. El joven capitán se dirigió de inmediato al palacio del bajá, acompañado de dos escribas, para entregar al soberano de Argel, representante del sultán de Constantinopla, el inventario del botín: nave, hombres, mercancías, dinero y joyas. El bajá percibía un diez por ciento del total del botín, y cualquier fraude sobre su estimación era severamente castigado. Un porcentaje un poco menos elevado correspondía a diversos funcionarios y administradores de la ciudad, y un uno por ciento a los morabitos, esos religiosos que a veces poseían extrañas dotes de curación o de adivinación y que eran venerados por el pueblo. El resto era repartido entre el reis que había capturado el barco y su tripulación, o incluso sus accionistas cuando trabajaba por cuenta de uno o varios particulares.
Antes de que los corsarios descargaran las mercancías, hicieron desembarcar a los desdichados peregrinos y a la tripulación de la nave cautiva. En total, cerca de ciento cincuenta hombres y una treintena de mujeres. Flanqueados por una escolta de jenízaros, esos mercenarios turcos ofrecidos por el sultán de Estambul al soberano de Argel y que servían a la vez de policía, de tropa distinguida y de guardia personal del bajá, fueron directamente al mercado de esclavos. No había ninguna necesidad de encadenarlos. Cualquier tentativa de huida habría sido imposible, teniendo en cuenta la compacta multitud que rodeaba el cortejo. Fueran pobres o ricos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, todos se divertían mirando la cara de los cautivos. Las pocas muchachas jóvenes atraían sobre todo la mirada de los hombres, mientras que sus mujeres y sus hijas se complacían en mirar a los hombres, cubriéndose el rostro con el velo para ocultar la risa cuando uno de ellos les devolvía la mirada. Como era uno de los contados hombres jóvenes y bien formados que había escapado al reclutamiento forzoso en el jabeque corsario, Giovanni tuvo un franco éxito.
Una vez que hubieron llegado a una gran plaza cuadrada situada en el corazón de la ciudad, dijeron a los prisioneros que se sentaran en el suelo. Un viejo enjuto, que llevaba una tablilla y un lápiz, se acercó al capitán de la nave cautiva. Le indicó por señas que se levantara y escribió un número en su ropa con una especie de tiza. Luego, sujetándolo del brazo, le hizo dar la vuelta a la plaza.
Los argelinos estaban de pie a los lados, y los que estaban interesados preguntaban al cautivo su edad, su oficio o su país de origen. El viejo hablaba varias lenguas europeas y traducía las respuestas. De cuando en cuando, algunos comerciantes tocaban los músculos del prisionero o le pedían que abriera la boca para comprobar el estado de sus dientes. Giovanni recordó que había asistido de pequeño a una venta de caballos y la similitud de los comportamientos le produjo náuseas. Emanuel cruzó una mirada con él y le susurró al oído:
—¡Y pensar que nosotros, los cristianos, hacemos exactamente lo mismo con los cautivos indios o musulmanes!
Una vez dada la vuelta completa, el viejo pidió al capitán que se sentara y cogió a otro prisionero, al que sometió al mismo trato.
Pasaron las horas. Giovanni asistió, impotente e indignado, al espectáculo de la exhibición de una muchacha a la que casi todos los hombres querían tocar. Después de haber sido pellizcada, palpada y acariciada más de veinte veces, la mujer sufrió un ataque de nervios y se desplomó. La reanimaron y su calvario empezó de nuevo, hasta que se puso a gritar con todas sus fuerzas, para mayor placer de la multitud. Después tuvieron que encadenarla y tirar de ella porque se negaba a caminar. Giovanni fue uno de los últimos en pasar. Llamó la atención de numerosos comerciantes y particulares, que apreciaron su juventud, su semblante noble y su vigor.
Hacia la mitad del día, una voz de hombre potente y modulada sonó en lo alto del minarete que dominaba la plaza.
—Es el muecín llamando a la oración —susurró un marinero al oído de Giovanni—. Esto se repite cinco veces al día: al amanecer, a mediodía, a media tarde, antes de la puesta de sol y una hora después del comienzo de la noche.
Al joven le emocionó la belleza del canto, que le recordaba ciertas tonalidades de los cantos ortodoxos.
El viejo y una buena parte de la multitud fueron a rezar y a comer. Instalaron a los prisioneros a la sombra de las arcadas y repartieron entre ellos agua, pan y dátiles. Unas horas más tarde, justo después de que terminara la oración de la tarde, la muchedumbre volvió a la plaza. El viejo cogió al cautivo que llevaba el número 1 y dio la vuelta a la plaza gritando:
—Achlal, achlal, ¿cuánto?
El hombre anotó cuidadosamente en la tablilla el número del prisionero, su precio y el nombre del comprador. Escribió también el precio en la ropa del cautivo antes de que este volviera junto a sus compañeros de infortunio. Giovanni preguntó la razón de que hiciera eso a un marinero que parecía conocer un poco las costumbres locales.
—Una vez terminada la subasta, nos llevarán a todos ante el bajá, que podrá quedarse un esclavo de cada ocho.
—Entonces ¿para qué nos han traído aquí? —repuso Giovanni, desconcertado.
—Porque en la subasta pública es donde se establece el valor de los esclavos. Si bien el bajá tiene derecho a quedarse un esclavo de cada ocho, se tendrá en cuenta el valor de los esclavos y esa suma global será deducida de su porcentaje sobre la totalidad del botín.
—Qué precisión y qué sentido de la justicia… —ironizó Giovanni.
Él también fue vendido en pública subasta y le sorprendió lo elevado de las sumas ofrecidas, que superaban incluso el precio de la muchacha. Más tarde se dio cuenta de que los corsarios habían advertido al viejo vendedor de que, pese a su humilde apariencia, era un noble que podía reportar un sustancioso rescate. Así pues, negociantes y particulares especulaban sobre su valor en la reventa. Finalmente lo compró por una buena suma un negociante moro que se había especializado en cobrar rescates por la liberación de cautivos cristianos. La subasta se interrumpió poco antes del anochecer. El almuecín llamó a los fieles a la oración de la noche y la multitud se dispersó. Los jenízaros condujeron a los cautivos a uno de los tres presidios del bajá, situados en la ciudad baja y donde vivían permanentemente varios cientos de esclavos en galerías subterráneas sin aire ni luz. Separaron a los hombres de las mujeres y hacinaron a los recién llegados en cuartos sin ventana que podían contener cada uno una veintena de cautivos. Les dieron agua y pan y les dijeron que debían guardar una parte para el día siguiente. Los guardianes hablaban una curiosa lengua que llamaban «franco», una mezcla de francés, español, italiano y portugués. Así era como los turcos y los argelinos se comunicaban con los esclavos, pero también como lo hacía la mayoría de los esclavos entre ellos.
—Forti forti! (¡Rápido, rápido!) —gritó el guardián, abriendo la puerta de la habitación donde Giovanni había pasado una noche en blanco, en una hamaca impregnada de olor a macho cabrío.
Una vez reunidos los prisioneros a la salida del presidio, fueron conducidos a la Jenina, el suntuoso palacio del bajá.
Giovanni reparó en la ausencia de la joven que había sufrido un ataque de nervios en el mercado de esclavos. No tardó en llegar a sus oídos el rumor que había partido del grupo de mujeres: la desdichada se había quitado la vida durante la noche, estrangulándose con ayuda de un pañuelo. Esa noticia le heló la sangre. Luego, recordando la mirada lúbrica del orondo comerciante que la había comprado, se preguntó si no habría tomado la decisión correcta.
Acompañados de nuevo del viejo con su tablilla, los esclavos fueron conducidos uno a uno ante el bajá. Este no era otro que el hijo de Barbarroja. El terrible corsario, que tenía más de setenta y cinco años, había sido llamado el año anterior por el sultán para que terminara sus días en la Corte. Antes de irse a Estambul, había asegurado su sucesión haciendo que Solimán nombrara a su hijo, Hasan, bajá de al-Yazair. Hasan, sin embargo, no se parecía nada a su padre, ni en el físico, ni en el carácter, ni en las ambiciones políticas. Había heredado de su madre, bereber, un amor por Argel que su padre, de origen otomano, nunca había tenido. Jayr al-Din, llamado Barbarroja, siempre había considerado Argel un buen lugar estratégico para sus correrías en el mar. Aspiraba ante todo a saquear el Mediterráneo, cuyas aguas conocía como la palma de su mano, y le tenía sin cuidado el bienestar de los habitantes de su ciudad o los problemas de urbanismo. Hasan, menos colérico y sanguinario que su padre, no solo estaba profundamente enamorado de la ciudad que lo había visto nacer, sino que ambicionaba en secreto devolverle un día su autonomía y desembarazarse de los dos mil jenízaros turcos que envenenaban su vida y la de los habitantes. Era el señor de al-Yazair desde hacía tan solo un año, pero ya se había ganado el aprecio de los argelinos, población heteróclita compuesta de bereberes autóctonos, árabes, moros, judíos y renegados cristianos, sin contar los numerosos esclavos cristianos capturados en el mar y los esclavos negros vendidos por los árabes.
Hasan, cuyo físico era bastante poco agraciado —bajo y rechoncho, cara redonda circundada por una barba negra y escasa, frente fruncida y abombada que un imponente turbante de color azul parecía estrechar—, estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un estrado que dominaba una vasta estancia sobriamente decorada. A semejanza de su padre, ceceaba ligeramente, pero poseía una inteligencia tan viva como sutil. Estaba rodeado por cuatro jenízaros apostados cada uno en una esquina del estrado, abajo, y por dos consejeros sentados detrás de él. El viejo que supervisaba la venta de los esclavos estaba sentado al pie del estrado, con los ojos clavados en las tablillas, mientras los esclavos desfilaban uno a uno ante el soberano de Al-Yazair. El bajá miraba atentamente a todos los cautivos, así como su precio escrito en la ropa, y preguntaba al viejo cuando deseaba alguna información. De vez en cuando, hablaba con sus consejeros, y en ocasiones incluso hacía preguntas a los cautivos a través del viejo. Interrogó largamente a Giovanni sobre sus orígenes, su familia y su fortuna. El joven repitió las mismas mentiras que había inventado para el capitán corsario. Pidió al bajá, si este deseaba quedarse con él, la gracia de adquirir también a su sirviente Emanuel, del que no quería separarse y menos aún quería abandonarlo allí una vez pagado su rescate.
Según su costumbre, el bajá no tomó ninguna decisión de forma inmediata y volvió a enviar a todos los cautivos al presidio. Allí pasaron unos días antes de ser agrupados de nuevo. Los elegidos fueron llamados uno a uno. Giovanni y Emanuel oyeron sus nombres con alivio. Todos los argelinos que habían manifestado su deseo de comprar a algún cautivo también estaban presentes. Pagaron el precio al viejo y a sus ayudantes y se marcharon con sus nuevos esclavos. Algunos lloraban al separarse de sus compañeros de infortunio, pero la mayoría de ellos parecían resignados. El grupito de los que habían sido comprados por el bajá no se movió del sitio. Más tarde, su intendente, un hombre de porte majestuoso y de unos cuarenta y cinco años de edad, fue a hablar con ellos.
Giovanni reconoció a uno de los hombres que acompañaba al bajá. Era un árabe de origen argelino que se llamaba Ibrahim ben Ali al-Tayir. Hablaba en voz baja y serena, lo que tranquilizó un poco a los esclavos y aplacó su angustia.
Explicó que todas las mujeres serían conducidas al palacio y que se les asignarían diversas tareas. Con excepción de uno, que sería también destinado al palacio, dados sus conocimientos culinarios, los hombres permanecerían en el presidio. Realizarían diferentes trabajos de interés común, como la reparación y construcción de carreteras y de edificios públicos. Ibrahim les explicó que serían bien tratados mientras se plegaran a las normas establecidas. Pero también les advirtió que toda tentativa de evasión sería severamente castigada. La primera, con trescientos azotes en la planta de los pies. La segunda, con la amputación de una mano. La tercera, con la muerte.
—Entonces, la primera tiene que ser la buena —susurró Giovanni al oído de Emanuel.