Giovanni llegó al puerto de Ancona. Cabalgando a galope por la costa, había recorrido las cuarenta leguas que separaban el monasterio de San Giovanni in Venere del gran puerto del Adriático en menos de un día y una noche, dejando solamente reponer fuerzas a su montura unas horas a medio camino. De ese modo, estaba seguro de que nadie había podido seguirlo hasta allí, si bien los monjes debían de haberse percatado enseguida de su desaparición y de la del caballo que había robado del establo. Sentía cierto remordimiento por haber traicionado la confianza del prior, que había manifestado tanta solicitud hacia él, pero se había jurado volver para pagar el caballo cuando hubiera llevado a cabo su misión. Esta era muy simple: encontrar y matar al viejo que había torturado y asesinado a Lucius y a Pietro.
Cuando se había quedado solo en la enfermería, no había dudado mucho tiempo. Quedarse una hora más en aquel lugar, donde habían intentado dos veces atentar contra su vida, era demasiado peligroso. Su instinto le había ordenado huir lo más deprisa posible. Es cierto que habría podido tratar de desenmascarar, en San Giovanni in Venere, a varios miembros de la hermandad, de la que algunos monjes debían de formar parte a espaldas de sus superiores. Sin embargo, además de exponerse a ser agredido de nuevo antes de haber tenido tiempo de actuar, estaba obsesionado con aquel viejo cínico. Sentía un profundo odio por ese malhechor fanático que había arrastrado a numerosas almas frágiles, persuadidas de estar actuando por una noble causa, a esa aventura criminal. Era a él al que debía encontrar y matar. Así, esa hermandad secreta sería decapitada y la muerte atroz de sus amigos, y sin duda la de muchos otros inocentes, quedaría vengada. El hombre le había hecho una preciosa confidencia antes de intentar acabar con él y de abandonarlo después de haberlo dado por muerto: vivía en Jerusalén.
Así pues, Giovanni solo tenía una idea en la cabeza: ir a la cuna de la cristiandad. Sabía que de Ancona salían naves en dirección a Oriente. El robo del caballo no solo le había permitido escapar de posibles perseguidores, sino que además contaba con utilizarlo para conseguir el importe del viaje.
Entró a pie en el puerto, sujetando a su montura por la brida. Preguntó a un mercader, quien le indicó un buque de tres mástiles que salía al día siguiente para Tierra Santa con numerosos peregrinos a bordo. Como no tenía un céntimo para comer y estaba muerto de hambre, decidió no esperar más para vender el caballo. Consiguió una suma bastante buena, pese a su lamentable estado, y fue a comer a una taberna, después se dispuso a negociar su viaje. Ante su aspecto modesto, el capitán empezó diciendo que el barco estaba lleno a rebosar, lo cual era cierto. Pero, cuando vio las monedas de oro, se dijo que su nave no se hundiría por un pasajero más. No obstante, para evitar toda posible reclamación, puso al joven sobre aviso de la incomodidad de una travesía que duraría quince días: la comida era infecta, los pasajeros viajaban instalados en la cubierta hiciera el tiempo que hiciera, pues las bodegas estaban llenas de mercancías, e iban tan amontonados unos encima de otros que les resultaba casi imposible tumbarse para dormir. Giovanni embarcó inmediatamente, sin siquiera tratar de regatear; la suma que le pedía el capitán le parecía razonable y le dejaba todavía algo para vivir un tiempo en Jerusalén.
Excepto los marineros, los hombres que llenaban el barco —más de doscientos, calculó— iban en peregrinación para celebrar la fiesta de Pascua en el lugar donde se produjo la muerte y la resurrección de Jesucristo. El joven cogió la escudilla, la cuchara y la gruesa manta de lana incluidas en el precio del viaje y se dirigió a la popa de la nave. Saludó a sus vecinos con un ademán de la cabeza, se arrellanó contra la balaustrada y se durmió casi de inmediato, pues estaba agotado a causa de la galopada.
El barco avanzaba muy lentamente. Después de haber bordeado la costa italiana hasta la punta de Apulia con un buen viento de espalda, ahora navegaba mar adentro, por las aguas del Peloponeso, pero el viento había amainado. El tiempo era bueno y apacible.
Giovanni había trabado amistad con un peregrino llamado Emanuel. El hombre era originario de Flandes y había atravesado Europa a pie hasta Ancona. Era viudo desde hacía años y había hecho la promesa de ir a Tierra Santa tras la curación de su única hija, una muchacha de veinte años que había estado a, punto de morir de parto. Había confiado a su yerno su pequeño comercio y se había marchado con la idea de estar fuera al menos seis meses. Giovanni no le había confesado la verdadera razón de su viaje. ¿Cómo iba a decirle a un hombre, que iba a rezar al lugar donde había vivido Jesucristo que él iba a Tierra Santa para matar?
El noveno día de viaje, el capitán anunció a los pasajeros que estaban pasando a la altura de la isla de Creta. Esa evocación emocionó a Giovanni, pues le recordó el terrible año pasado en la galera veneciana, el naufragio y su evasión en las costas cretenses. Rememoró su conversión ante el icono de la Virgen de la Misericordia. ¡Cómo había conmovido su corazón el descubrimiento del amor de Jesucristo y de su Madre!
Sintió una especie de herida en el corazón y se le humedecieron los ojos. Por un instante, se sintió tentado de rezar, pero su voluntad se resistió. «No —se dijo, cerrando la puerta de su corazón—, no existe ningún Dios bueno en este mundo. Ningún Dios bueno habría abandonado al infeliz Efrén a su desesperación. Ningún Dios bueno habría permitido que mataran en su nombre a mis amigos, de bellísima alma. Jesucristo murió en la cruz y su sacrificio habrá servido para conmover a los hombres hasta el fin de los tiempos, pero no para salvarlos. No hay resurrección, no hay redención, no hay vida eterna. Tan solo el absurdo de esta vida en la que se mezclan delicias y atrocidades». Giovanni había decidido rechazar no solo al Dios bíblico personal la divinidad de Jesucristo, sino también a las Verdades platónicas de la Belleza, la Verdad y el Bien.
Era verdad que la naturaleza ofrecía muchos ejemplos de belleza. Era verdad que el corazón del hombre podía encerrar potencialidades de bondad, y que Jesús, u otros seres humanos excepcionales, había intentado liberarlas. También era cierto que la inteligencia humana tendía hacia el conocimiento y la verdad. Pero el mal, el error y la crueldad actuaban en el mundo en la misma medida, si no mayor. Giovanni ya no podía admitir qué un principio superior totalmente bueno hubiera creado el mundo y lo gobernara. Y como le parecía igual de absurdo creer en la existencia de dos principios divinos antagonistas, el uno fuente del Bien y el otro fuente del Mal, a la manera de los maniqueos y de los cátaros, solo podía creer y confiar en el hombre, lo cual bien pensado, le desesperaba profundamente.
Mientras sus pensamientos oscilaban al ritmo lento y monótono de la nave, el vigía gritó de pronto:
—¡Vela a estribor!
Los que tenían mejor vista distinguían un punto en el horizonte. Conforme pasaban los minutos, este aumentaba, lo que significaba que se dirigía hacia el barco italiano. Pero todavía estaba demasiado lejos para hacerse una idea de su origen y de su intenciones.
—¡Esperemos que no se trate de un pirata! —exclamó Emanuel, con la mirada clavada en el puntito negro.
—¡Ni de un corsario berberisco! —añadió Giovanni, recordando la aventura vivida por Elena y Giulia.
—Sería preferible un corsario que un pirata —dijo un marinero cerca de ellos—. Por lo menos conservaríamos la vida y seriamos vendidos como esclavos.
—A no ser que se trate de un corsario cristiano, en cuyo caso podríamos continuar nuestro camino con toda tranquilidad —dijo Emanuel.
¡Salvo si es francés! —repuso el marinero—. Esos se han aliado con los corsarios berberiscos y atacan los barcos en los que ondea el pabellón del Imperio. —El hombre escupió por encima de la borda y añadió mascullando—: Hoy es martes, día de Marte, mal augurio.
Debido a la escasa fuerza del viento y a la falta de remeros, el gran barco mercante no podía alejarse de aquel bajel enigmático que había puesto ostensiblemente rumbo hacia él. El nerviosismo de los marineros aumentaba de minuto en minuto. El vigía tío tardó en anunciar otra noticia:
—¡Un tres palos!
—Mirad lo rápido que avanza pese a la ausencia de viento —comentó el marinero, al lado de Giovanni—. Debe de contar con muchos remeros.
El hombre escupió de nuevo por encima de la borda y dijo:
—¡Un jabeque berberisco! ¡Pondría la mano en el fuego!
La angustiosa espera prosiguió casi una hora más, hasta que el vigía confirmó el diagnóstico del marinero describiendo el pabellón de la nave:
—Bandera roja, dos cimitarras cruzadas… ¡Corsarios argelinos!
—¿Barbarroja? —preguntó Giovanni al marinero.
—No. Su capitana, La Argelina, lleva una bandera roja con tres medias lunas plateadas. Pero sin duda es uno de sus reis
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Emanuel.
—¡Nada! ¡O intentar huir, si un milagro hace que se levante viento!
—¿No vamos a luchar? —preguntó Giovanni
—¿Para qué? Ellos tienen por lo menos veinte cañones y más le cien combatientes aguerridos, mientras que nuestra nave está desarmada y solo cuenta con peregrinos y marineros sin experiencia en el combate.
—¿Qué va a ser de nosotros? —dijo Emanuel, con el semblante pálido.
—Si nos dejan con vida, lo que es bastante habitual entre los corsarios berberiscos, nos venderán como esclavos en Argel.