Las primeras luces del alba empezaban a despuntar. El prior del monasterio de San Giovanni in Venere había escuchado el largo relato de su huésped sin interrumpirlo ni una sola vez.
Giovanni seguía sentado en el jergón, apretándose las piernas recogidas contra el pecho. Tenía los ojos empañados por las lágrimas. Después de meses en estado de coma y varias semanas de amnesia, acababa de recuperar la memoria. Acababa de recuperarse.
Tras un largo silencio, don Salvatore, emocionado, se acercó a él.
—Amigo mío, vuestro relato me ha conmovido. Ahora comprendo por qué no quería que os trasladaran, por qué me pareció ver en vuestra mirada un alma profunda que había soportado las pruebas del infierno y vivido las alegrías del paraíso.
Giovanni levantó los ojos hacia el prior.
—Gracias por todo lo que habéis hecho por mí. De no haber sido por vos…
—No he hecho más que cumplir con mi deber de servidor de Dios y de mis hermanos —lo interrumpió el prior.
—Pero ¿quién me trajo aquí? No recuerdo nada después de que aquellos fanáticos me apuñalaran.
—Unos campesinos os encontraron en la cabaña de una bruja. Al veros inanimado, creyeron que estabais poseído por el diablo.
—¿La cabaña de una bruja?
—Sí, iban a por ella, pero afortunadamente había conseguido huir. Os encontraron tendido sobre un jergón en un refugio subterráneo, me parece.
Giovanni se concentró en sus recuerdos. Seguramente se trataba de la cabaña que había reconstruido sobre las ruinas de la casa de su maestro y que tenía una trampilla por la que se accedía a un sótano.
—¡Luna!
—Perdón…
—Luna —repitió Giovanni—. Es el nombre de la sanadora que hace unos años me hizo aquella predicción y a la que salvé la vida.
—Ah, sí, ese momento de vuestro relato me ha dejado muy sorprendido.
—Vivía en el bosque de los Abruzzos, a solo unos días de marcha de la casa de Lucius. Es posible que fuera ella quien esta vez me salvara a mí y a la que esos lugareños querían quemar por creer que era bruja.
—Al parecer, según el testimonio de los campesinos, se trata de una joven muy bella.
—Exacto. Y probablemente era ella la que merodeaba alrededor de la cabaña poco antes de que llegaran los hombres de negro.
—En cualquier caso, debe de continuar escondida en el bosque, porque los campesinos no la encontraron.
—Aunque hace un tiempo tuve algunas dudas sobre ella, ahora sé que es una mujer llena de bondad.
«Y su oráculo se ha visto confirmado», pensó.
—Ahora que habéis recuperado la memoria, hay un misterio que me gustaría aclarar —dijo el prior con voz grave—. ¿Qué pasó en la enfermería cuando os encontramos, con la puerta cerrada con pestillo por dentro, junto a fray Modesto asesinado?
Giovanni cerró los ojos. Le costaba recordar esa escena porque aún se hallaba sumido en la amnesia. No obstante, se concentró y unas imágenes ascendieron desde el fondo de su memoria.
—¡Uno de los fanáticos!
—¿Cómo es posible?
—¡Recuerdo su cara! Era uno de los que acompañaban al viejo cuando dieron conmigo en la cabaña. Uno de los que mataron a Lucius y a Pietro.
—¡Es imposible!
—Estoy seguro. ¡Jamás olvidaré el rostro de esos asesinos!
—Pero ¿qué ocurrió aquella noche en la enfermería?
—No lo sé muy bien. Recuerdo a ese hombre inclinado sobre mí intentando asfixiarme con un cojín. En ese momento recobré la conciencia. Reconocí su cara. La cólera que habita mi corazón despertó. Cogí el cuchillo que estaba a mi lado y encontré la fuerza necesaria para traspasarle el vientre. Después de eso, no recuerdo nada más.
El prior se quedó pensativo unos instantes.
—Si lo que decís es verdad, y, por sorprendente que sea, no tengo razones para dudarlo, eso significaría que fray Modesto era, sin que nosotros supiéramos nada, uno de los miembros de esa hermandad secreta. Al reconoceros cuando los campesinos os trajeron aquí, decidió asesinaros por miedo a que recobrarais el sentido y lo reconocierais. Salió del dormitorio a medianoche y fue a la enfermería. Para asegurarse de que nadie lo sorprendiera, corrió el pestillo interior e intentó asfixiaros. Seguramente, su agresión tuvo el efecto inesperado de provocar un choque que os hizo recobrar la conciencia. Lo reconocisteis y, movido por el deseo de venganza que os habita, lo asesinasteis. Probablemente luchasteis con él, porque os encontramos tendido en el suelo y la herida del torso se os había vuelto a abrir. Esto lo explica todo. El asesino no huyó, puesto que era una de las dos víctimas que encontramos en el interior de la habitación.
Giovanni se quedó en silencio. Pensó de nuevo en el oráculo de Luna. Ya había matado tres veces. Una vez por celos, otra por miedo, y otra más dominado por la cólera. El prior se pasó las manos por la cara y levantó los ojos hacia su huésped.
—¿Y qué me decís del hermano Anselmo, al que encontramos envenenado unos días más tarde? ¿Cometisteis vos también ese crimen?
Giovanni manifestó una viva sorpresa.
—¿Hubo otro crimen mientras estaba inconsciente? ¡No guardo ningún recuerdo de ese!
—Sí, otro de nuestros hermanos apareció envenenado. Pero es probable que el veneno estuviera destinado a vos y que fray Anselmo tuviera la desgracia de beber la copa fatal.
—Lo que significaría que otro monje intenta matarme…
—Probablemente. Quizá se trate de un miembro de esa hermandad secreta. Todo esto es muy extraño.
Don Salvatore se quedó pensativo unos instantes.
—¿Y recordáis el icono que habéis pintado? —preguntó después.
Giovanni se quedó desconcertado.
—¿He pintado un icono aquí?
—¡Conmovedor! Una Virgen con los ojos cerrados.
Giovanni se estremeció.
—Así fue como pudimos averiguar, gracias a un amigo mercader que fue al Athos, que estuvisteis viviendo un tiempo allí.
—¿Sabíais eso?
—Sí. Incluso sabíamos vuestro nombre religioso: fray Ioannis. Pero el superior del monasterio donde estuvisteis más tiempo…
—¿Simonos Petra?
—Exacto. Pues, como os decía, el hegúmeno de ese monasterio se negó a indicarnos qué había sido de vos, y hasta fingió no conoceros, mientras que otro monje, de origen italiano, se acordaba de vuestros iconos tan particulares y de vuestro origen calabrés…, ¡como mi abuela!
—¿E hicisteis todas esas indagaciones por mí?
—Esperaba, de ese modo, ayudaros a recuperar la memoria. Y en realidad no ha salido tan mal, puesto que oyéndome tararear una nana calabresa el muro interior que se alzaba entre vuestra conciencia del presente y vuestra memoria del pasado por fin ha caído.
Giovanni miró atentamente al prior del monasterio. Sin la compasión de ese hombre, ¿qué habría sido de él? Estrechó con fuerza las manos del monje entre las suyas.
—Gracias, gracias de todo corazón por vuestra solicitud. Ya no creo en Dios, pero si a pesar de todo existe, que os devuelva centuplicado lo que habéis hecho por mí.
—Entonces, ¿habéis perdido realmente la fe? —preguntó el prior, más emocionado por esa confesión que por la gratitud de Giovanni.
El joven bajó la cabeza.
—Como os he contado, mi fe se extinguió en la gruta, cuando me di cuenta de que Dios había abandonado a ese eremita que le había consagrado su vida. Y lo que viví después, el descubrimiento de la muerte horrible de mis amigos, la crueldad de esos religiosos fanáticos que asesinan en nombre de la pureza de la fe, todo eso no ha hecho sino reafirmarme en ello.
A don Salvatore le habría gustado prolongar aquella conversación, pero recordó que había recibido del padre abad la orden imperiosa de llevar a Giovanni al asilo de San Damiano en cuanto amaneciera.
—Tengo que ver cuanto antes al padre abad. ¿Podríais esperarme aquí sin moveros? Me voy al oficio que va a empezar ahora mismo e inmediatamente después de laudes hablaré con él a fin de alertarlo sobre esos asesinos que están entre nosotros y de tomar una decisión sobre vuestra suerte.
Giovanni permaneció impasible. El prior se puso la cogulla de lana y abrió la puerta de la enfermería.
—Tardaré una hora larga, quizá más. Sobre todo, no os mováis de aquí, y corred bien el cerrojo.
Dos horas más tarde, don Salvatore volvió con paso presuroso a la enfermería. Le había resumido la vida de Giovanni al padre abad, el cual, aunque se había mostrado confundido y escéptico, no se había negado a revisar su juicio y a escucharlo. Sin embargo, no deseaba que la entrevista se celebrara en el monasterio. Teniendo en cuenta el peligro que corría el joven, había que conducirlo cuanto antes a otro lugar más seguro, y don Theodoro había propuesto llevarlo, tal como estaba previsto, a San Damiano, donde estaría a salvo, quedando claro que lo sacarían rápidamente de ese asilo.
Don Salvatore llamó a la puerta. En vista de que no recibía ninguna respuesta, llamó a Giovanni. Nada. Finalmente, se decidió a abrir y no pudo reprimir un grito.
La habitación estaba vacía.
En la mesa de madera, una palabra estaba toscamente grabada a cuchillo: «Gracias».