Giovanni volvió en sí en la cabaña. Estaba fuertemente atado a una viga. Por el dolor que sentía en el cráneo, comprendió que lo habían golpeado. Vio que Noé también estaba atado con una cuerda en el otro extremo de la habitación. En cuanto recobró la conciencia, el perro gimió y movió el rabo.
El antiguo monje tenía enfrente a cinco hombres, todos con una gran capa negra y una máscara de cuero. Uno de ellos, más enclenque, estaba sentado en la única silla de la vivienda, ligeramente apartado.
—Vaya, parece que nuestro hombre vuelve en sí —dijo un hombre alto y delgado que llevaba un vendaje ensangrentado en la mano.
Giovanni supuso que Noé lo había mordido cuando había entrado en la cabaña. No obstante, se preguntó por qué esos hombres crueles no habían matado al perro.
—¿Quiénes sois? —dijo finalmente Giovanni en un tono agrio—. ¡Si sois vosotros los que matasteis a mi maestro, no sois más que unos cobardes! ¡Malditos seáis!
El hombre de la mano vendada abofeteó violentamente a Giovanni con la otra mano.
—Somos nosotros los que hacemos las preguntas. ¿Qué has hecho con la carta que tu maestro te confió y que no llegaste a entregar a su destinatario?
—¿Se trata de eso, entonces? ¿Cometisteis esos horribles crímenes para conocer su contenido? Pero ¿qué puede justificar tales actos? ¿Sois cristianos o bárbaros?
El hombre se disponía a golpearlo de nuevo cuando una voz lo interrumpió con autoridad:
—¡Basta! Déjame interrogarlo.
La voz era la de un anciano. El hombre sentado en la silla se levantó lentamente y se acercó a Giovanni.
—No sabes lo que dices. Pero puedo comprender tu pena y tu ira. Desgraciadamente, no había otra opción para evitar algo más grave aún que esos crímenes.
Giovanni lo miró con una mezcla de incredulidad, cólera y desprecio.
—¿Y qué es ese «algo» que os autoriza a torturar y a matar a inocentes?
—¡Inocentes! —se indignó el anciano—. ¡Inocentes! ¿Tienes una remota idea del contenido del sobre que transportabas?
—Ninguna.
—¡Miente! —gritó uno de los hombres.
—No lo creo —repuso con calma el anciano—. Si no, no estaría tan escandalizado por la muerte del astrólogo.
Luego se acercó más a Giovanni y clavó sus ojillos en los del joven. El antiguo monje se quedó impresionado por la frialdad de aquella mirada. Jamás en su vida había percibido semejante falta de humanidad en unos ojos humanos. Se preguntó si ese sentimiento no lo acentuaba la máscara. El viejo prosiguió en un tono glacial y amenazador:
—¿Dónde has estado metido todos estos años? ¿Qué has hecho con la carta?
Los pensamientos se agolparon en la mente de Giovanni. Comprendió que su amante no había entregado la carta al Papa. La simple mención de Venecia podría poner a aquellos criminales sobre la pista de Elena. Por lo tanto, había que despistarlos.
—Cuando escapé de vuestras garras hace unos años, en Pescara, embarqué en una nave que me llevó a Grecia. Una vez allí, puse la carta en manos de un mercader romano que me prometió que la entregaría en el Vaticano. En lo que a mí respecta, me convertí a la ortodoxia y me hice monje itinerante.
—¿Qué cuentos son esos? —gritó el hombre herido, aproximándose a Giovanni.
El anciano lo apartó con la mano.
—Tu historia no se tiene en pie. ¿Puedes presentarnos una prueba de que has sido monje?
—Buscad en mi bolsillo.
Uno de los hombres lo hizo y sacó un rosario de lana raído.
—¡Un komboskini! —exclamó el anciano, visiblemente sorprendido por ese descubrimiento—. Eso no demuestra nada, pero debe de haber una parte de verdad en tu relato. Que fueras a Grecia, pase, pero que confiaras la carta a un desconocido, cuando sabías que era tan importante para tu maestro, eso no me lo creo.
—Pues es la verdad. No tenía ni idea de su contenido y comprendí que nunca podría llegar hasta el Papa. En cuanto llegara a Roma, me encontraríais y me asesinaríais. Estaba convencido. Por eso me pareció más sensato dársela a ese mercader que me inspiró confianza.
En la pequeña cabaña se hizo un silencio denso.
—No sé si eres un imbécil un poco ingenuo o si te burlas de nosotros —dijo el anciano—. En realidad, sé muy poco de ti, aparte de que pasaste unos años con ese maldito astrólogo y su acólito. ¿Cómo te llamas y de dónde eres?
Giovanni pensó que aquellos hombres eran capaces de ir a torturar a su familia y respondió con otra mentira:
—Me llamo Giovanni da Scola y soy nativo de Calabria.
—¿Por qué viniste a buscar a Lucius?
—Había dejado mi ciudad natal para venir a estudiar a una gran ciudad del norte. Fue una casualidad que conociera a ese maestro excepcional, con quien estudié filosofía durante tres años.
—No creo en la casualidad —replicó con frialdad el anciano—. ¿Y estudiaste también astrología con él?
Giovanni presintió que debía mentir sobre esa cuestión.
—No.
—¿No conoces la petición del Papa? Sin embargo, viste a tu maestro trabajar durante varios meses antes de que te enviara a llevar esa carta. Forzosamente debes saber algo sobre ese asunto.
—Creo… creo que efectivamente utilizó sus obras astrológicas. Pero no sé con qué fines.
—¿De verdad?
Con su mirada penetrante, el viejo intentaba escrutar el alma de Giovanni.
—No tengo la menor idea.
—Es una lástima, vamos a tener que amputarte algún miembro para saber si dices la verdad. Sería mucho más sencillo que nos dijeras enseguida dónde está la carta.
Giovanni sintió un estremecimiento de angustia, pero una cólera más fuerte que el miedo se apoderó de él.
—Ninguna tortura podrá hacerme decir lo que no sé. ¿No tenéis ya suficientemente manchadas de sangre las manos? ¿A qué causa servís?
—A la del Creador Todopoderoso y Su Hijo Jesucristo —respondió con calma el anciano.
—Pero ¿cómo se puede matar en nombre de Jesucristo, cuando él solo habló de amor? —repuso Giovanni fuera de sí.
—Precisamente para preservar su mensaje y que no sea traicionado por prácticas paganas como la adivinación astral.
Giovanni miró al hombre con incredulidad.
—¿Queréis decir que matasteis a mi maestro y a su sirviente Pietro…, simplemente porque practicaba la astrología?
—¿Te parece poco? ¡Esa práctica impía, condenada por las Sagradas Escrituras, infesta actualmente hasta tal punto la Santa Iglesia de Cristo que no tendríamos suficiente con una vida para pasar por el filo de la espada a todos los clérigos que se entregan a ella con deleite! No, mi joven amigo, lo que hizo tu maestro es infinitamente más grave.
El viejo se acercó a la cara de Giovanni y le susurró al oído:
—Respondiendo a la demanda de Pablo III, ese secuaz de Satán que ensucia el sublime título de Papa, osó servirse de esa práctica inmunda para atentar contra lo más precioso de nuestra fe.
Giovanni se preguntó qué dogma sagrado habría podido abordar desde un punto de vista astrológico. Pero también se preguntó, y por el momento eso le importaba más, quiénes eran esos asesinos fanáticos.
—¿Sois acaso discípulos de Lutero, para odiar así al Papa?
El anciano rompió a reír de un modo horrible y entrecortado.
—¡No podías encontrar peor insulto para ponerme furioso y que me entren ganas de torturarte yo mismo, pobre idiota! ¡En muchos puntos, los reformadores son peores que los astrólogos! Han traicionado la sagrada doctrina de la Iglesia, al igual que esos falsos papas idólatras la ensucian con sus creencias y sus prácticas paganas. Pero, por muy débil que sea su fe, por muy miserable que sea su concepción de la religión, ninguno de ellos se habría atrevido a hacer lo que tu maestro hizo.
El anciano se interrumpió para recuperar el aliento y le espetó a Giovanni en plena cara:
—La abominación más abominable de todas.
—Hiciera lo que hiciese mi maestro, ¿no os habéis vengado bastante torturándolo cruelmente y asesinándolo, a él y a su más fiel amigo y servidor? ¿Por qué habéis venido años después en mi busca?
—Porque esa carta no debe llegar a manos de nadie.
El hombre asió a Giovanni del cuello con las dos manos.
—¡De nadie! ¿Me oyes? ¡Solo yo debo conocer su contenido y destruirla para siempre!
El viejo continuó agarrado a Giovanni como un demente. Después lo soltó y volvió a sentarse, visiblemente agotado por ese esfuerzo.
Noé gruñó al ver acercarse al hombre. De pronto, el anciano se detuvo y lo miró. El hombre de la mano herida se aproximó a Giovanni y lo espetó:
—Créeme, yo sé cómo hacer hablar a un hombre.
Sacó una espada de debajo de la capa, desgarró la camisa del joven y acercó lentamente la hoja a su torso.
—Detente.
El anciano se volvió.
—El perro. Te dije que podría sernos útil. Hay algunos humanos que soportarían cualquier dolor sin decir nada y que no pueden soportar el sufrimiento de otro ser, aunque se trate de un animal.
—¡Eso se llama compasión y es Jesucristo quien nos la ha enseñado! —gritó Giovanni.
—Exacto. Vamos a ver hasta dónde llega tu compasión —añadió el viejo con una sonrisa sádica, antes de señalar a Noé con un ademán fatigado.
—¡No! —gritó Giovanni—. ¡Dejad tranquilo a Noé! ¡Él no tiene nada que ver con todo este asunto!
El viejo se quedó estupefacto.
—¿Cómo has llamado a ese animal?
—¿Qué más da? ¡No averiguaréis nada por mí torturando a ese perro!
—¿Has osado ponerle a ese animal el nombre de un patriarca de la Sagrada Biblia?
—Un patriarca que se compadeció de los animales y los salvó del diluvio. Vosotros… vosotros no sois más que monstruos despiadados, sin alma.
El hombre de la mano herida acercó la espada a Noé y el animal retrocedió enseñando todos los dientes.
—¡No! —gritó Giovanni—. ¡No sé nada! ¡Os lo juro ante Dios, no sé nada!
El hombre pinchó el hocico del perro con la punta de la espada.
—Ahora tengo la oportunidad de hacerte pagar el mordisco que me has dado, ¿eh, Noé?
Sin más, abatió la espada sobre la pata delantera derecha del perro y, con un golpe seco, la cortó por la mitad.
El animal profirió un gañido desgarrador y se desplomó. Un líquido rojo se extendió por el suelo.
—¡Deteneos! —suplicó Giovanni.
—Dinos dónde está la carta —insistió el viejo en un tono cortante.
—Os juro que no lo sé. Matadme, pero dejad de torturar a ese pobre animal.
El jefe hizo una seña con la cabeza al hombre herido. Este último levantó de nuevo la espada hacia Noé, que permanecía tendido de costado gimiendo de dolor, y la abatió de nuevo con rabia. Pero el animal se incorporó en el mismo momento y dio un salto hacia un lado para esquivar la hoja, que, gracias a una feliz casualidad, cortó la cuerda que lo sujetaba. El hombre se quedó estupefacto y Noé se levantó apoyándose en las tres patas que le quedaban.
—¡Vete, Noé, vete! —gritó Giovanni.
Uno de los hombres se precipitó hacia la puerta entreabierta, pero el perro se le adelantó dando un salto y consiguió escapar de la cabaña.
Dos hombres se apresuraron a salir. Unos minutos más tarde, regresaron contrariados.
—A pesar de faltarle una pata, ese asqueroso animal se nos ha escapado —confesó uno de ellos.
—Da igual —dijo el viejo.
—Reanudemos el interrogatorio en el punto en que lo habíamos dejado —insistió el hombre de la mano herida.
—Es inútil.
El hombre se volvió hacia el viejo sin comprender.
—Es absolutamente inútil. A mi edad, empiezo a conocer a los hombres. Ten la seguridad de que, si hubiera sabido algo, habría intentado salvar a ese perro. La tortura no le hará decir nada.
—¿Qué vamos a hacer?
—Librarnos de él.
El viejo se acercó a Giovanni.
—¿Te gustaría saber antes de morir qué decía la carta?
Giovanni permaneció en silencio.
—Estoy seguro de que sí. Es mucho mejor saber por qué se muere. Pues no sabrás nada.
—No solo sois unos fanáticos y unos criminales, sino también unos cobardes que ni siquiera os atrevéis a mostrar la cara.
¡Si sobrevivo, os encontraré allí donde estéis y responderéis de vuestros crímenes!
El viejo se quitó la máscara y pidió a sus cómplices que hicieran lo mismo. Giovanni miró a los ojos, uno tras otro, a cada uno de los hombres que habían matado a sus amigos más queridos. Jamás olvidaría esas caras. El anciano miró a su vez a Giovanni.
—Mañana salgo para Jerusalén, la Ciudad Santa, donde está la sede de nuestra hermandad, así que tendrías que hacer un largo viaje para encontrarme. Pero me temo que no tendrás muchas fuerzas.
—¿Habéis creado una hermandad para planificar vuestros crímenes?
—Exacto, lo has entendido. Hemos fundado una hermandad secreta: la Orden del Bien Supremo. Hemos recibido la misión divina de erradicar, empleando los medios que sean necesarios, todo lo que pueda atentar contra los fundamentos esenciales de la sagrada fe católica.
—No sois más que unos locos fanáticos que tergiversáis la fe. ¿Cómo se pueden cometer crímenes en nombre de una fe que preconiza el amor como virtud suprema? ¿Acaso el apóstol Pablo no proclamó?: «Si, hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe…».
—¡Basta! —gritó el anciano.
—«Y si, teniendo el don de la profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que moviese montañas, no tengo amor, no soy nada…».
—¿Vas a callar?
—«Y si repartiera toda mi hacienda y entregara mi cuerpo a las llamas, no teniendo amor, nada me aprovecha…».
El viejo le hizo una seña al hombre de la cicatriz, que cogió un largo cuchillo y se abalanzó sobre el joven.
—«El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera…».
La hoja se hundió en el pecho de Giovanni, que profirió un grito y escupió un chorro de sangre.
—«El amor… jamás… decae».
Levantó la cabeza, alzó los ojos hacia el cielo y dijo, con un último suspiro:
—Pero yo… os odio.
Los hombres de negro prendieron fuego a la cabaña con el cuerpo de Giovanni dentro y partieron a galope bajo una tormenta de nieve inmaculada. Una silueta salió del bosque y corrió hacia la casa, que empezaba a arder. Una joven entró precipitadamente y consiguió apagar el incendio. Observó la herida abierta en el pecho de Giovanni. Con alivio, comprobó que la hoja había pasado justo al lado del corazón.
Giovanni todavía respiraba, aunque estaba perdiendo mucha sangre. La mujer arrancó unas hojas de avellano y las mezcló con un poco de tierra arcillosa, rasgó su vestido azulado e hizo un vendaje improvisado.
Levantó hacia ella el rostro del herido y lo acarició con ternura:
—Giovanni, ¿qué te han hecho?