Varias semanas habían transcurrido desde el regreso de Giovanni a la casa de su maestro, o lo que quedaba de ella.
Desde los primeros días, se había dedicado a construir una pequeña cabaña de una sola habitación en el emplazamiento de la vivienda anterior. Había visitado, por supuesto, el sótano donde el filósofo escondía sus obras más preciosas, pero había sido saqueado. Ese refugio le permitió vencer el frío creciente del invierno: iba a dormir allí, entre el heno, cuando la temperatura bajaba demasiado. Noé no se separaba de él, lo seguía en todos sus desplazamientos. Por la noche, dormían acurrucados el uno contra el otro sobre el jergón. Cazaban juntos, y el perro resultó ser un buen rastreador, pues le indicaba los senderos por los que pasaba la caza menor.
La alegre compañía de Noé le bastaba, y no buscaba en absoluto la de los hombres. Le gustaba dar largos paseos por el bosque, sobre todo después de que hubiera nevado. Se detenía a menudo al pie de un gran roble y, frente al espacio infinito, cerraba los ojos y se dejaba calentar por los tibios rayos del sol invernal. De vez en cuando, entreabría los párpados y contemplaba la pálida luz sobre las copas blancas de los árboles. Noé permanecía tumbado a sus pies, esperando sin moverse. Esa comunión con la naturaleza y la presencia del perro fueron un bálsamo tranquilizador para su corazón herido. Ya no rezaba. No pensaba ni en Dios ni en el monasterio. Pero numerosas imágenes de su infancia y de su vida itinerante desde que había conocido a Elena pasaban con frecuencia por su mente. Él las observaba sin tratar de averiguar su significado. De cuando en cuando, una emoción afloraba junto con un recuerdo. Tampoco en este caso intentaba ni rechazarla ni recrearse en ella. Se dejaba impregnar por ella, de la misma manera que acogía el calor del sol o el viento cortante sobre su piel. Su vida giraba exclusivamente en torno a actividades de supervivencia —cortar leña, cazar— y sensaciones primarias —calor, frío, hambre—, sin otros sentimientos como la nostalgia, la esperanza o el temor. Estaba como inmovilizado en el presente, y esa sucesión de instantes tejía la trama de su nueva vida. Tal vez algún día decidiera marcharse de allí e ir a reunirse con Elena. Debía de sentir, de un modo instintivo, que era demasiado pronto para pensar en eso, y vivía sin sueños y sin proyectos.
Fue entonces cuando el destino llamó de nuevo a su puerta.
Volvía de una cacería infructuosa. El tiempo era bastante bueno. A un centenar de pasos de la cabaña, Noé tuvo un comportamiento inhabitual. Levantó el hocico y se precipitó hacia la casa gruñendo. Dio varias vueltas a su alrededor olfateando el suelo, siguió una pista y desapareció. Giovanni pensó que se trataba de un animal y no concedió importancia a aquello. Los días siguientes, Noé dio muestras de nerviosismo. Giovanni empezó a preocuparse e inspeccionó más atentamente los alrededores de la cabaña. Para su gran sorpresa, vio huellas de cascos de caballo a unos cientos de metros. Sin duda había ido alguien. ¿Quizá un viajero extraviado?
A partir de ese momento, Giovanni no dejó de escrutar los caminos y las arboledas de los alrededores en busca de algún rastro. Unos días más tarde, vio otra huella en el barro del sendero que conducía a la casa. Esta vez no se trataba de un casco, sino de un pie humano. La examinó minuciosamente. El pie era bastante pequeño y tirando a fino. Seguramente, de un adolescente o de una mujer. Tras este descubrimiento, Noé se adentró en la maleza, pero volvió con las manos vacías. Giovanni no sabía muy bien qué pensar. ¿Se trataba de la misma persona? En cualquier caso, lo que era cierto es que alguien merodeaba alrededor de su cabaña. El recuerdo de los bandidos permanecía bastante vivo en su memoria y tomó algunas precauciones. Instaló un fino cordel atravesando el camino que iba hacia la carretera del pueblo, unido a una campanilla que sonaría si alguien iba a merodear durante la noche.
Y así fue. Un día, a última hora de la tarde, Giovanni oyó sonar la campanilla. Noé se puso a ladrar con todas sus fuerzas y se precipitó hacia el sendero. Giovanni salió corriendo tras él. Le pareció que un ruido de ramas partidas se superponía a los ladridos del perro. De repente, Noé profirió un gruñido y se calló. Giovanni llegó donde se encontraba el perro y vio que estaba tendido de costado. Oyó unos pasos que se alejaban por el bosque. Como estaba anocheciendo, no se arriesgó a continuar la persecución. Se inclinó sobre Noé, que tenía una herida de poca consideración en la cabeza. Era evidente que lo habían golpeado con un palo. El perro recobró enseguida el conocimiento, pero Giovanni se atrincheró en la cabaña y no pudo cerrar los ojos en toda la noche.
Al día siguiente, en cuanto amaneció, volvió con Noé al lugar de la agresión. Entonces hizo un interesante descubrimiento. Antes de ser golpeado, el perro había arrancado un jirón del traje de su agresor. Giovanni recogió el trozo de tela azulada. Sin duda alguna, pertenecía a una prenda de mujer.
Giovanni pensó que una campesina, probablemente hambrienta, estaba intentando acercarse a la cabaña. ¿Sería quizá una mujer abandonada o una joven sometida a abusos que había escapado? ¿O una loca errante de esas que uno se encontraba a veces en el campo? Esas preguntas lo atormentaron. Retiró el cordón, que ya no servía de nada, y dejó comida en una pequeña bolsa colgada de la rama de un árbol, cerca del lugar donde Noé había sido golpeado. Pero nadie tocó la bolsa, aparte de los pájaros que consiguieron perforarla para deleitarse con el suculento trozo de carne que contenía.
Giovanni se dijo que la desconocida, atemorizada por la presencia del perro, seguramente se había marchado definitivamente. La conclusión le produjo cierta tristeza.
Hacía más de una semana que no había encontrado ninguna huella. Una mañana, mientras desayunaba en la cabaña, Noé se puso en pie de un salto y empezó a gruñir. Giovanni abrió la puerta. Había nevado y el suelo estaba cubierto de una fina película blanca. No tendría ninguna dificultad para seguir el rastro de un posible visitante. Para evitar que volviera a producirse el mismo incidente que el otro día, dejó a Noé encerrado en la cabaña y se puso solo en camino.
Había recorrido una distancia de unos trescientos pasos, cuando su mirada fue atraída por numerosas huellas en la nieve. Resultaba fácil deducir que un pequeño grupo de jinetes había llegado hasta allí y dado media vuelta. En ese momento oyó un ruido procedente del bosque. A duras penas tuvo tiempo de volverse y de ver a dos jinetes completamente vestidos de negro que se dirigían a galope hacia él.