Giovanni estuvo toda la noche sin moverse del sitio. Extenuado por el cansancio, finalmente se había dejado caer. Y permanecía allí, en posición fetal, sobre la tumba de sus amigos.
Al amanecer, había parado de nevar. Su cuerpo estaba cubierto de un fino manto blanco. Sentía el frío intenso tomar posesión de su carne y de sus huesos. Se replegaba cada vez más sobre sí mismo para escapar, instintivamente, de la mordedura del frío.
Su mente se abotargaba al mismo tiempo que su cuerpo. Su alma se había quedado sin sus últimas fuerzas. Ya no tenía ningún deseo. Ni el de vivir ni el de morir. Ya no pensaba en nada. Su espíritu estaba en calma. No se trataba de una paz llena de sentido, como la había experimentado en otros tiempos, sino exenta de toda preocupación. Al vaciarse, su alma lo había liberado de sus combates y de toda voluntad. Sabía que iba a morir muy pronto, pero no pensaba en ello. Esperaba la liberación última, sin miedo, como un animal herido que se mete en una fosa para morir. El frío había tomado totalmente posesión de su cuerpo, hasta tal punto que ya no lo sentía. Su mente empezó también a abandonarlo poco a poco. Flotaba entre dos mundos. Solo esperaba ya la señal fatal para escapar definitivamente.
No lo oyó acercarse, pero notó el calor de su cuerpo contra el suyo. Un calor que hizo que su carne helada se estremeciese. Instintivamente, intentó apretarse contra esa fuente de calor, pero sus músculos agarrotados no pudieron esbozar el menor movimiento. Notó una respiración en su nuca. Una respiración rápida que fundía la escarcha pegada a la piel de su cuello. Poco a poco, ese calor reconfortante le hizo volver en sí. No intentó comprender. Se dejó invadir por ese bienestar. Una lengua le lamió lentamente la nuca. Su cuerpo se estremeció. Tras un largo rato, sintió que sus músculos reaccionaban. Se volvió con dificultad y entreabrió los ojos.
El perro se asustó y se levantó. Todavía tumbado, Giovanni lo miró. Era bastante grande, pero se hallaba en un estado lamentable. Su pelaje grisáceo estaba totalmente embarrado, y su cuerpo, tan delgado como el de Giovanni. Con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, miraba al hombre con un brillo de inquietud en los ojos. Giovanni lo observó un buen rato, sosteniendo su mirada sin pensar en nada. Finalmente consiguió esbozar una sonrisa y alargó una mano hacia el animal.
—No tengas miedo.
El perro pareció tranquilizado por el gesto y la voz amigable. Se acercó despacio y se tumbó junto al joven, con el hocico contra su mano. Giovanni le acarició el morro. El perro lo miraba intensamente, con temor y contento. Esa mirada emocionó a Giovanni, que se esforzó en levantarse. El perro se incorporó y retrocedió. El hombre se sentó sobre sus talones. Aún tenía los miembros helados y no sentía ni las manos ni los pies, pero se dio unas palmadas con la mano izquierda en las rodillas al tiempo que tendía la derecha en dirección a su compañero de infortunio.
—Ven.
Tras cierto titubeo, el perro se acercó moviendo el rabo. Con una visible mezcla de alegría y temor, se dejó acariciar. Giovanni le rodeó el cuello y el perro se puso a ladrar de contento. El alma de Giovanni se recuperaba poco a poco.
—Bueno, amigo, estamos hechos una pena. Estoy seguro de que tú tampoco has comido desde hace siglos.
El perro contestaba emitiendo débiles gemidos.
—No te preocupes. Voy a ocuparme de poner remedio a eso.
Giovanni se levantó trabajosamente. Una sensación de vértigo le hizo tambalearse. Temblaba de frío y de hambre. Necesitaban fuego. Recogió un poco de leña y, con mucho esfuerzo, pues tenía los dedos helados, consiguió prenderle fuego con ayuda de dos piedras de sílex afiladas que encontró entre los restos quemados de la cabaña. Pasó varias horas calentándose. Progresivamente, la sangre irrigó de nuevo sus extremidades. El perro se sentó a su lado, sin apartar la mirada de las llamas.
Cuando hubo recuperado la movilidad en los miembros, Giovanni decidió ir en busca de comida. Conocía bien los bosques circundantes y recordaba las trampas que Pietro dejaba en determinados lugares. Encontró una que todavía podía funcionar y la puso. El perro lo miraba moverse con curiosidad.
Luego, Giovanni regresó hacia la fogata. Se avecinaba una noche glacial.
De pronto se oyó un grito desgarrador. Giovanni fue corriendo hacia la trampa. El animal llegó antes, dio él mismo el golpe de gracia a la liebre que se había dejado atrapar y empezó inmediatamente a devorarla. Giovanni se abalanzó sobre él para arrancarle la presa. El perro enseñó por primera vez los colmillos, gruñendo con ferocidad.
—¡Eh, amigo, ya sé que tienes hambre, pero podrías compartirla!
Al final logró arrebatarle dos tercios de la pieza al perro, que se conformó con dar buena cuenta ávidamente de su parte del botín.
Giovanni troceó y ensartó lo que quedaba de la liebre en un palo para asarlo sobre un lecho de brasas. Cuando consideró que estaba bastante cocido, extrajo un trozo y se lo echó a su compañero.
—¡Toma! No te lo mereces, pero seguramente llevas más tiempo que yo sin comer.
El perro se abalanzó sobre la carne y Giovanni saboreó la suya. El calor del fuego, la presencia de aquel animal, el placer de comer: todo eso le devolvía cierto gusto por la vida. No el deseo de vivir, eso todavía no, pero sí la energía suficiente para querer sobrevivir.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al perro.
El animal lo miró con extrañeza. Parecía decir: «Ya ves que soy como tú, un vagabundo. No tengo amo desde hace mucho tiempo y ya no me acuerdo del nombre que quizá me pusieron un día. Así que, si quieres que recorramos juntos un trecho de camino, tienes que ponerme tú un nombre».
Giovanni debió de leerle el pensamiento, pues una respuesta acudió a su mente:
—¡Noé! ¿Qué te parece ese nombre, eh? Noé.
El perro profirió un alegre ladrido y movió el rabo.