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Giovanni cogió la cuerda atada al pie de la rueda de madera que servía de torno. La arrojó al vacío e inició el largo descenso.

Al llegar al pie del precipicio, miró con horror el cuerpo destrozado de fray Gregorio.

Sin volverse, se alejó, caminó durante dos días y una noche en dirección al mar. Unos lugareños, apiadados de ese monje ascético con el semblante descompuesto, le dieron de comer y de beber. Giovanni había decidido volver con Lucius. No solo para confesarle que no había llevado a cabo su misión, sino en busca de un poco de consuelo y de algunos preciosos consejos de ese viejo sabio y de su sirviente, sus únicos amigos verdaderos. Había pensado mucho en Elena, pero la idea de romper de nuevo el corazón de la joven o de terminar su vida en una galera de la Serenísima le había disuadido de volver a Venecia. Quizá se reuniera con ella más adelante. Por el momento, lo único que contaba era volver con su antiguo maestro.

Encontró en el puerto de Volos un barco genovés que aceptó llevarlo a Italia sin cobrarle nada. Después de una semana de navegación, atracó en Pescara. En cuanto llegó a suelo italiano, se deshizo de su sotana raída cambiándola por unas prendas viejas. Tomó la vía Valeria en dirección a Roma.

Tras dormir una noche al raso, reanudó la marcha y no tardó en salir del camino principal para tomar los que se adentraban en las colinas arboladas de los Abruzzos. Anduvo a paso vivo hasta el burgo de Ostuni. Al llegar a la linde de los bosques de Vediche, se le aceleró el corazón de la felicidad que sentía al ver de nuevo aquel lugar donde había disfrutado de tanta serenidad. En el sendero que conducía a la casa de madera, la alegría de los recuerdos hizo que se le saltaran las lágrimas. Se sentía culpable de no haber cumplido su misión, pero en el fondo de su ser sabía que sus amigos lo perdonarían.

Al llegar al claro se le heló la sangre.

La casa estaba totalmente carbonizada.

Observando la vegetación que había crecido sobre los restos de la construcción, dedujo que había sido incendiada hacía varios años. ¿Había sido un desgraciado accidente… o un acto criminal? ¿Qué había sido de su maestro y de Pietro? La angustia volvió a apoderarse del alma de Giovanni. Tenía que averiguarlo.

Tomó inmediatamente el camino que llevaba al pueblo. Se cruzó con un campesino y le preguntó:

—Venía a visitar a dos amigos que vivían en los bosques de Vediche y he encontrado la casa quemada y abandonada. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Ah, una gran desgracia! —respondió el campesino tras unos segundos de vacilación—. Pero hace mucho tiempo de eso.

—¿Qué sucedió? ¿Dónde están los hombres que vivían en esa casa?

—Los mataron unos bandidos. Unos jinetes negros.

Giovanni sintió como una puñalada en el corazón.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace muchos años. Vivía otro hombre con esos dos, un aprendiz, creo. Se marchó, y poco después los hombres de negro llegaron… y prendieron fuego a la cabaña. ¡Pero eso no fue todo! ¡Si hubierais visto los cuerpos del viejo y de su sirviente! ¡Cómo habían sido torturados antes de ser rematados! A buen seguro que intentaron hacerles decir dónde habían escondido el dinero… y ellos no hablaron.

—¿Dónde los enterraron? —preguntó Giovanni, presa de un sufrimiento atroz.

—Cavaron un hoyo cerca de la casa y metieron allí los dos cuerpos. Un sacerdote vino a bendecirlos y pusieron una cruz.

A Giovanni le costó encontrar el lugar donde sus amigos habían sido enterrados. Enderezó la pequeña cruz, que había caído, y se quedó allí delante, sin decir palabra. La tristeza que lo habitaba era infinita, pero ninguna lágrima pudo encontrar el camino de sus ojos secos y consumidos. Sentía también una lacerante culpabilidad: ¿acaso no habían vuelto sus perseguidores, al haber conseguido él escapar, para torturar a sus amigos con objeto de conocer el contenido de esa maldita carta? ¿Qué terrible secreto podía contener para justificar semejantes crímenes?

Giovanni pidió perdón a su maestro y a Pietro. Su alma estaba destrozada. No conseguía ni rezar ni pensar. Cayó la noche y el frío se hizo más penetrante. Giovanni permaneció de pie ante la tumba. Empezaba a nevar.