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Giovanni se quedó unos instantes sumido en el estupor. Después perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, creyó que salía de una espantosa pesadilla.

Pero la piedra estaba allí, delante de él. Releyó diez veces, cien, las palabras escritas en la roca. Sus ojos descifraban siempre el mismo mensaje, pero su mente no lo comprendía, su corazón no lo creía. No. Era imposible, totalmente imposible, que un hombre que había pasado tantos años rezando en la ascesis y la soledad hubiera podido, en el crepúsculo de su vida, negar la existencia misma de Dios. Pero que Dios hubiera podido abandonar así a su fiel servidor le parecía todavía más imposible. Giovanni buscó una justificación: quizá la intención del eremita había sido escribir una fiase más larga y no había tenido fuerzas para acabarla. Sí, sin duda era eso. El principio del salmo 14 acudió a su memoria: «El necio dice en su corazón: “No hay Dios”. Se han corrompido, hicieron cosas abominables, no hay quien haga el bien. Se inclina Yahvé desde los cielos hacia los hijos de Adán para ver si hay algún cuerdo que busque a Dios». ¡Esa era la explicación!, se dijo Giovanni. Al igual que otros santos, Efrén vivió con el espíritu sumergido en el infierno para compadecerse de la desesperación de los que no encuentran a Dios o son apartados de Él por sus pecados. Tranquilizado, el monje recuperó un poco sus fuerzas y terminó la tumba del eremita. Pasó el resto del día rezando. «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador».

Los días siguientes, Giovanni no pudo evitar leer una y otra vez el mensaje escrito en la piedra. Aunque creía sinceramente su explicación, su alma empezaba a sentir un malestar persistente. Mientras que, hasta el momento, había rogado a san Efrén que acudiera en su ayuda, por primera vez se sorprendió rezando a la Virgen por la salvación del alma del viejo eremita. Esa toma de conciencia acentuó su turbación. Tenía que deshacerse de la roca. A fin de que nadie la descubriera, la empujó de nuevo hasta el fondo de la cavidad y decidió tapar el túnel que llevaba a la segunda gruta.

Giovanni reanudó el curso normal de su vida eremítica e intentó olvidar el suceso. Muy pronto se dio cuenta de que le era imposible. En vez de tratar de desechar esos pensamientos que le recordaban sin cesar esa fiase terrible, decidió acogerlos y sumar su oración a la de Efrén por todos aquellos cuya alma permanecía apartada de Dios. Los infieles, evidentemente, pero también los grandes pecadores y los escépticos que dudaban de la propia existencia del Creador. Finalmente se dijo que la Providencia había permitido que se produjera ese descubrimiento para que él encontrara un nuevo sentido, más profundo aún, a su vida de reclusión en Dios.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador».

Durante varias semanas, el joven monje rezó con fervor por las almas extraviadas. Pero una angustia sorda había penetrado en su corazón y le resultaba imposible negarla. Entonces comprendió que ya no creía su hipótesis sobre Efrén. Así pues, rezaba cada vez más por el pobre eremita. Su alma, después de tantos años de soledad, sin duda se había extraviado. Dios había permitido que se produjera ese descubrimiento a fin de que él pudiera rezar por la salvación de ese infeliz. A partir de ese momento, decidió ofrecer todas sus oraciones por la paz del alma de Efrén.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador».

Sin embargo, un sentimiento de cólera crecía de día en día en lo más profundo de su ser. Indefinible al principio, esa rabia se apoderó de él. Una noche, se puso a gritar alzando el puño hacia el cielo: «¿Por qué? ¿Por qué dejaste morir a tu servidor en la desesperación? ¿Por qué permitiste que Satán acabara con su esperanza en Tu Misericordia? ¿Por qué dejar morir en la noche de la duda a un hombre que Te ha consagrado toda su vida? ¿Eres cruel? ¿Te complace ver sufrir a los inocentes? ¿Cuánta sangre y cuántas lágrimas necesitarás todavía para satisfacer Tu ira?». Su grito era el de toda la humanidad que sufría, que creía y que no entendía el insoportable silencio de Dios.

Después de haber gritado hasta la extenuación, Giovanni se deshizo en lágrimas. Un inmenso desamparo se adueñó de su corazón. Sintió un abismo de compasión por aquel hombre que se había privado de todo, que había sufrido, renunciado a los placeres del mundo, sacrificado una vida familiar, rezado día y noche en medio del frío, del hambre y de la soledad durante decenios…, para morir absolutamente desasistido, sintiéndose abandonado por ese Dios al que había servido con amor y fidelidad.

Sin saberlo, Giovanni rezaba también por él.