Bajo el nombre del monje, estaba también grabada la fecha de su profesión perpetua: Pascua, 1358. Giovanni se quedó estupefacto. ¡Esa era la razón por la que no habían encontrado el cuerpo del santo eremita! Con toda probabilidad, había instalado su lecho en la segunda parte de la gruta. Una noche, un desprendimiento había obstruido el túnel que separaba las dos cavidades y el infeliz se había encontrado atrapado. Debía de haber muerto de hambre y de sed. Los hermanos que habían ido a buscar su cuerpo no conocían la gruta, ya que el viejo eremita vivía recluido allí desde hacía cuarenta años. En consecuencia, no habían podido sino constatar la misteriosa desaparición del anciano.
Giovanni pensó en el monje que había contado, unas semanas más tarde, el sueño en el que había visto a los ángeles de Dios transportando el cuerpo del eremita directamente al cielo. La explicación se había impuesto y desde hacía casi ciento cincuenta años se veneraba la memoria de ese eremita como la de un gran santo. Un estremecimiento de angustia recorrió la espalda del joven.
«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador».
Giovanni rezó y se tranquilizó pensando que el padre Efrén sin duda había alcanzado, después de tantos años de soledad, un altísimo grado de espiritualidad. Poco importaba, pues, que su muerte hubiera sido accidental y no milagrosa.
Giovanni decidió dar cristiana sepultura a su desdichado compañero. Lo ideal habría sido informar a los hermanos de ese descubrimiento a fin de que el santo hombre fuera enterrado en el monasterio. Sin embargo, renunció a ese proyecto por miedo a enturbiar la fe de algunos monjes, que profesaban una inmensa veneración por el eremita. Tomó la decisión de juntar los huesos al fondo de la gruta, cubrirlos con piedras y poner encima la cruz de madera que había llevado consigo.
Mientras terminaba el trabajo, observó algo insólito en una de las rocas que estaba desplazando: una vaga inscripción cubierta de polvo. La frotó con la manga.
Sí, unas palabras se alineaban allí, ilegibles en la semioscuridad.
Ese nuevo descubrimiento conmovió el alma de Giovanni. El santo eremita, antes de morir, había deseado dejar un mensaje. Y ese testamento, la Providencia había querido que fuera él, fray Ioannis, quien lo recibiera… un siglo y medio más tarde. El monje dio gracias a Dios por ese don inestimable.
«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador».
Muy alterado, empujó la roca hacia la luz. Después de haber realizado grandes esfuerzos, logró su objetivo y contempló la piedra.
Había tres palabras escritas con mano trémula. Eran prácticamente ilegibles, y Giovanni tuvo que frotar más la piedra.
Entonces se dio cuenta de que el santo hombre había escrito sus últimas palabras con la yema del dedo… impregnada de sangre.
Con el corazón palpitante, logró por fin descifrar el mensaje que Efrén había dejado a los humanos después de cuarenta años de reclusión.
Y ese mensaje decía: «Dios no existe».