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Evlogite.

O’Kyrios —contestó el hegúmeno en un tono un poco fatigado.

Después de haber besado la mano del anciano, Giovanni se sentó en el suelo.

—¿Qué ocurre? —preguntó el viejo monje, sorprendido por la expresión exaltada del novicio.

—¡Creo que el Señor me ha dado la solución!

—¿La solución a qué?

—A la crisis espiritual que atravieso desde hace varias semanas. Desde que tomé la decisión de pronunciar los votos. Tal como le confesé, me atormenta la idea de ser infiel a mis votos y de volver un día al mundo en busca de esa mujer que se ha adueñado de mi corazón y cometer no sé qué otro crimen abominable.

El anciano asintió con un ligero movimiento de la cabeza.

—Mirando hace un momento el acantilado que está frente a nuestro edificio, y muy especialmente la gruta donde vivió san Efrén, el Señor me ha inspirado la solución a esta angustia.

El hegúmeno empezaba a comprender adónde quería ir a parar el joven monje, pero le parecía tan sorprendente que fingió no entender nada a fin de concederse un tiempo de reflexión.

—¿Y bien?

—Fray Antonio me ha contado con detalle la vida de Efrén el eremita. Que, hace ya casi dos siglos, ese monje atormentado por la carne y por el recuerdo de una mujer decidió hacer que lo encerraran vivo en la gruta situada en medio de ese alto acantilado. Como sabéis, vivió así más de cuarenta años, sin hablar jamás con nadie, en la soledad y la oración, con tan solo los ángeles por confidentes.

»Antonio me ha contado que, como en el caso de todos los santos eremitas que han hecho esa elección radical, le bajaban pan y agua en un cesto una vez por semana, y que pasaron cuarenta años antes de que un día dejara de tocar esas provisiones.

»Convencido de que había muerto, un monje bajó entonces con una cuerda para inspeccionar los lugares y retirar el cadáver. Cuál no sería su estupefacción al comprobar que la gruta estaba vacía, totalmente vacía. El cuerpo de Efrén había desaparecido y la búsqueda llevada a cabo al pie del acantilado, a más de veinte metros de distancia de la gruta, no dio ningún resultado. Unas semanas más tarde, un santo monje tuvo la visión de que el cuerpo de Efrén se había vuelto tan puro que había sido transportado directamente al cielo por los ángeles de Dios. Desde entonces, Efrén el eremita es venerado en nuestros monasterios como un gran santo.

—Todo eso lo sé. ¿Adónde quieres ir a parar?

—¿Por qué otros monjes, igualmente atormentados por el deseo de una mujer, no podrían imitarlo en su fe y en su confianza absoluta en Dios? ¿Por qué no podría yo retirarme a la gruta de san Efrén y hacer voto de quedarme allí hasta la muerte?

El hegúmeno permaneció un largo rato en silencio antes de decir, acariciando su barba canosa:

—Los santos son modelos, es verdad, pero ¿te sientes realmente llamado a asumir una renuncia como esa? ¿Imaginas los combates que tendrás que librar contra Satán y contra ti mismo para no volverte loco?

—Esos combates los libro desde que estoy aquí. Creo que Dios me pide hoy ese acto de abandono absoluto para liberarme por fin de las cadenas que me atan a esa mujer. ¿No es así como Efrén fue liberado de ese yugo? ¿Por qué me ha hecho venir Dios a este monasterio, justo enfrente de esa gruta, si no es para invitarme a seguir los pasos de ese santo?

El hegúmeno cerró los ojos sin dejar de acariciarse la barba.

—Esto requiere reflexión.

—En el plano práctico, es sencillísimo —prosiguió Giovanni con la mirada iluminada—. En la cima del peñasco viven dos monjes que han instalado allí un torno. Bastaría que me bajaran una vez hasta llegar a media altura del acantilado, donde está la gruta, y se encargaran de hacerme llegar después, una vez por semana, pan y agua en un cesto. Cuando el cesto subiera lleno, significaría que he accedido por fin al Reino de nuestro Padre celestial.

—Sí, sí, ya sé que es realizable —repuso el superior mascullando—. Pero ¿estás realmente llamado a esa vocación excepcional? De eso es de lo que tengo que asegurarme mediante la oración.

Giovanni inclinó la cabeza con la mano sobre el corazón.

—Por supuesto, padre, pero sabed que desde que esa idea ha acudido a mi mente, cuando pedía a Dios que me iluminara, mi alma ha encontrado por fin la paz.

—Volveremos a hablar de esto el sábado después de la liturgia. Hasta entonces, pide a la Madre de Dios que me ilumine.

El sábado siguiente, día de Saturno, Giovanni regresó a la pequeña celda del hegúmeno. El padre Basilio tenía el semblante grave.

—¿Sigues firme en tu deseo de permanecer hasta la muerte en la gruta de san Efrén?

—He rezado a Nuestro Señor y a Su Madre día y noche, y ese deseo no ha hecho sino crecer en mí —respondió Giovanni con seguridad.

—Hummm… —murmuró el anciano—. Yo también he rezado mucho para ser iluminado sobre tu situación. Es una decisión grave que no solo compromete toda tu existencia, como la de hacer votos, sino que es irreversible. De la misma forma que un monje frágil puede romper sus votos y ser salvado por la Misericordia divina después de errar algún tiempo, uno recluido de por vida no tiene otra salida que ir hasta el final exponiéndose a perder la cabeza o incluso a suicidarse. No ignoras que se ha encontrado el cuerpo de algunos eremitas al pie de los precipicios en los que vivían recluidos. Nunca se ha sabido qué había pasado, pero no se puede descartar la hipótesis de la muerte voluntaria.

—Lo sé, padre. Pero prefiero arriesgarme a perder la cabeza que a romper un día mis votos y regresar al mundo a torturar el corazón de esa mujer o a cometer otro crimen.

—Eres valiente, y aunque es una locura a los ojos de los hombres, considero que tu deseo es obra de Dios y no puedo oponerme a él.

La mirada de Giovanni se iluminó.

—¡Gracias!

—Pronunciarás los votos dentro de nueve días, el Miércoles de Ceniza, y harás también voto de vivir recluido en esa gruta. El mismo día, te bajarán a la cavidad. Te llevarás ropa de abrigo y varias mantas de lana para protegerte, del frío. Tendrás un solo libro: la sagrada Biblia.

»Ninguna de tus súplicas, ningún grito, ninguna plegaria podrá liberarte jamás de tu compromiso. Solo la muerte liberará tu alma de esa prisión voluntaria. Te lo pregunto por última vez: ¿lo deseas con toda tu alma y toda tu voluntad?

—Lo deseo con toda mi alma y toda mi voluntad. Quiero estar retirado por siempre jamás del mundo y refugiado en Dios. Lo deseo hasta la muerte, hecha realidad no por mis fuerzas humanas, sino por la esperanza del encuentro eterno con Nuestro Señor Jesucristo, que dijo: «Quien quiera salvar la vida, la perderá, pero quien pierda la vida por mi causa, la encontrará».