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Cuatro meses habían transcurrido desde la llegada de Giovanni al monasterio de San Nicolás, a lo largo de los cuales no había salido ni una sola vez de ese nido de águilas. Compartía la vida ascética de los monjes, la mayoría de ellos bastante mayores. Sin embargo, detrás de esa vida de oración aparentemente sin historia, un profundo drama corroía el alma del novicio. No dejaba de pensar en Elena. No solo su mente rememoraba los momentos de dicha y se preguntaba qué había sido de ella, sino que su cuerpo también estaba agitado y se despertaba a menudo lleno de deseo de ella. Por más que dirigiera sus pensamientos a Dios, se confiara a la Virgen y meditara sobre la Misericordia divina, era inútil: la joven lo atormentaba día y noche. Se confió al hegúmeno del monasterio, el padre Basilio, un viejo austero e intransigente. ¿Indicaba el deseo incesante que sentía de la joven que jamás podría llevar vida monástica? ¿Debía marcharse del monasterio, como le había sugerido el stárets Symeon? El hegúmeno no compartía esa opinión. Al contrario, estaba convencido de que el joven fray Ioannis tenía verdadera vocación, pero que debía erradicar mediante la oración, el ayuno y la privación de sueño todo deseo y todo pensamiento carnal. Así pues, empujó a Giovanni a llevar una existencia cada vez más austera y a confesar diariamente los pensamientos carnales que le obsesionaban. Giovanni había vuelto a pintar iconos. Estaba especialmente atento a no volver a pintar las facciones de la joven que seguía encendiendo su corazón. Consiguió dibujar bastante bien un rostro de la Virgen según los cánones más tradicionales, pero la mirada continuaba siendo extraña. Giovanni tomó entonces conciencia de que, pese a todos sus esfuerzos, le era imposible no pintar la mirada de Elena. Tras haber empezado una y otra vez los ojos de su Virgen de la Misericordia, se le ocurrió una idea. Puesto que no lograba olvidar la mirada de Elena, ¿por qué no eludir la dificultad pintando una Virgen con los ojos cerrados? En un estado de gran excitación, logró por fin terminar su icono. El resultado era bastante extraordinario. Lo miró largo rato y unas lágrimas de emoción corrieron por sus mejillas. Podría, pues, continuar pintando. Se disponía a mostrar su obra al hegúmeno cuando un sombrío pensamiento cruzó por su mente durante el oficio de la noche. Le contrarió tanto que salió de la capilla y subió al cuartucho que le servía de taller. Iluminó el icono con la luz de una vela. Su mirada se quedó clavada. Lo que había presentido en la iglesia era ahora una evidencia. Esos ojos cerrados, esa expresión de dulzura y de serenidad, estaban grabados en el fondo de su memoria desde hacía muchos años. Era exactamente la expresión del rostro de Elena cuando la había visto por primera vez, desde el pajar, mientras estaba tumbada en la cania.

Una oleada de desesperación invadió el corazón de Giovanni. Entonces tuvo la certeza de que no podría olvidar a Elena. Su rostro permanecería siempre grabado en su memoria.

Por la noche se lo contó todo al hegúmeno, que se encargó de destruir personalmente mediante el fuego el icono maldito. Le prohibió pintar, pero lo animó, pese a todo, a perseverar en su vocación.

Giovanni pasó varias semanas en un estado de gran abatimiento. Por primera vez, pensó seriamente en irse del monasterio en contra de la opinión del hegúmeno. Pero ¿para ir adónde? El corazón le decía que volviera a Venecia junto a Elena. Era una locura, pero, si no podía vivir sin ella… Quizá lo había esperado.

Quizá había cambiado de opinión y estaría dispuesta ahora a abandonar a su familia y su ciudad por amor a él. Además, así podría saber si había llevado la carta de Lucius al Papa. Pese a los enormes riesgos, empezaba a pensar en su vuelta a Venecia con un nombre falso y un aspecto que lo hiciera irreconocible.

Una noche que no podía conciliar el sueño y hacía planes, una frase de Luna le vino a la memoria: «Matarás por celos, por miedo y por cólera». Desde que estaba en el monasterio, había olvidado por completo el oráculo de la bruja. Y hete aquí que esas extrañas palabras resurgían en su mente. Giovanni se sintió profundamente turbado. ¿Acaso no había visto la bruja el primer crimen? Si regresaba a Venecia, ¿la fuerza de la pasión que lo habitaba no lo llevaría a verse encadenado de nuevo por los poderosos lazos del destino y a cometer otros crímenes?

Durante los días siguientes, meditó sobre ello y decidió abrirse al padre Basilio. Este último acogió con escepticismo las palabras de Luna. Sostuvo con fuerza, sin embargo, que su regreso al mundo significaba las cadenas de la esclavitud de la pasión y el pecado. Para el anciano, Giovanni se hallaba enfrentado a una elección de vida crucial: la libertad espiritual y una existencia virtuosa en el marco de una vida totalmente consagrada a Dios, o la sumisión al poder del deseo y una existencia atormentada, seguramente dramática, en el mundo.

Las palabras del hegúmeno impresionaron a Giovanni. Una semana más tarde, decidió pronunciar los votos perpetuos de castidad, pobreza y obediencia en ese monasterio. El padre Basilio se sintió muy satisfecho y le propuso prepararse para el comienzo de la cuaresma. Giovanni rezó día y noche y continuó mortificándose. Ahora que había tomado una decisión, encontraba cierta paz interior. Una sola cosa lo atormentaba todavía: no tener fuerzas para mantener, a lo largo de toda su vida de monje, su compromiso ante Dios. Unos días antes de que pronunciara los votos, mientras meditaba en la pequeña terraza encaramada en la cima del peñasco y miraba el acantilado que se alzaba a unos cientos de metros del monasterio, una idea descabellada cruzó por su mente. Al principió la contempló con escepticismo; luego se dejó lentamente ganar por ella. Finalmente, con una extraña mezcla de exaltación y de ansiedad, bajó la pequeña escalera de madera y fue a llamar a la puerta del superior del monasterio.