El stárets carraspeó. Giovanni estaba cautivado. Había estudiado teología, pero nunca le habían hablado de la vida espiritual de una manera tan incisiva y subrayando tan claramente su fin último.
—Pero, si tal es el fin de toda vida humana, ¿no tiene la vida monástica, precisamente por vocación, que reunir las mejores condiciones con objeto de que el hombre se concentre en esa esencia y se ponga por entero en manos de Dios? —preguntó de nuevo al viejo monje.
—Por supuesto, y tu deseo de consagrarte a Dios es muy loable. Pero esa intención no debe ocultar un miedo al mundo y a ti mismo, pues, en caso de hacerlo, toda tu vida espiritual se verá desvirtuada. Y me parece que todavía estás marcado por el peso de las faltas de tu pasado y por el miedo a tu deseo carnal.
—Tal vez sea cierto, padrecito. Pero, entonces, ¿qué debo hacer para liberarme de ello?
—«Sus pecados, sus numerosos pecados le son redimidos, pues ha demostrado mucho amor», dijo Nuestro Señor refiriéndose a la mujer pecadora. Tú también, hermano Ioannis, has cometido una grave falta, puesto que le quitaste la vida a un hombre, pero actuaste por amor a una mujer y te has arrepentido sinceramente de tu crimen. No desesperes, pues, de recibir el perdón del Señor. Ten siempre presente que la Misericordia de Dios es una montaña mucho más alta que el abismo del pecado del hombre.
Giovanni asintió con la cabeza. Eso lo sabía desde su conversión ante el icono de la Virgen de la Misericordia en el pequeño monasterio cretense. Sin embargo, oírlo de la boca del santo hombre lo emocionó profundamente.
—Tu corazón no está en paz —prosiguió el stárets con voz potente pese al cansancio—. Los remordimientos te corroen como un veneno mortal. No sé si es el hecho de haber matado a ese hombre o el de haber faltado a la promesa que le hiciste a tu maestro, o quizá el de desear a esa mujer, pero tu corazón no está en paz. Te sientes culpable de esos extravíos y esa culpabilidad es un obstáculo que impide a la luz del Espíritu Santo penetrar en lo más íntimo de tu alma.
—Pero, batiushka, ¿cómo puede uno no ser acusado por su conciencia después de haber matado a un hombre y traicionado la confianza de su maestro? Yo sentí unos profundos remordimientos hasta mi conversión. Entonces recibí el perdón de Dios y mi alma recuperó la paz.
—¿Tú crees?
—Así me lo parece —respondió Giovanni, desconcertado por las palabras del stárets—. Y lo que siento desde la conversación con el hegúmeno acerca de mis iconos es más tristeza que remordimientos.
—¿No sientes, entonces, ningún remordimiento al saber que los iconos que pintas se parecen más a la mujer que has amado, y a la que quizá todavía deseas, que a la Santa Madre de Jesucristo?
—Eso me lo habéis hecho comprender vos ahora.
—¿No crees que, en el fondo de ti mismo, ya lo sabías? ¿No crees que la verdad de ese amor que profesas todavía por esa mujer, y que te negabas a ver, era una carga demasiado pesada? ¿No he dicho simplemente lo que tu corazón ya sabía pero se negaba a reconocer?
—No… no lo sé —confesó Giovanni.
—¿Y no crees que ese sentimiento interior confuso, al no poder ser reconocido y expresarse, bien en deseo aceptado o bien en contrición consciente, quizá se haya transformado en culpabilidad enfermiza?
—¿Qué queréis decir?
—Para superar la tristeza que abruma tu alma, antes de nada debes reconocer el deseo que todavía sientes por esa mujer. Después tendrás que elegir entre ir con ella y vivir tu amor, y quedarte aquí y ofrecerlo a Dios, pidiendo al Señor que purifique ese amor para que te haga crecer en santidad sin que tu corazón se vea contrariado por ese deseo y la culpabilidad que engendra en tu alma.
—Comprendo, padrecito. Pero, si quiero quedarme aquí, ¿no es justo y necesario que mi conciencia me acuse de continuar sintiendo pasión por una mujer, cuando he hecho voto de consagrarme enteramente a Dios y la oración?
—Creo que confundes la contrición y la culpabilidad.
Giovanni miró al viejo monje con extrañeza.
—La contrición es el arrepentimiento sincero que experimentamos después de haber cometido una falta. Ese arrepentimiento nos devuelve a la luz del Espíritu Santo que nos ayuda a mejorar. Entonces los ojos de nuestra alma están totalmente dirigidos hacia Dios. La culpabilidad, en cambio, es un veneno del alma. En vez de mirar a Dios, nos miramos a nosotros mismos y nos juzgamos, en ocasiones incluso sin darnos cuenta. Puesto que hemos cometido tal acto malo, o puesto que hemos tenido tal pensamiento negativo, nos consideramos malos. Desesperamos de nosotros mismos y, lo que es más grave aún, adjudicamos a Dios nuestra propia autoacusación. Dios adopta entonces la figura de un juez temible. A partir de ese momento, ya no escuchamos la voz de Dios, sino la de nuestra conciencia acusadora que se ha cubierto con la máscara idolátrica del todopoderoso y misericordioso Señor. Recuerda lo que dijo el apóstol Juan: «Si tu conciencia te condena, Dios es más grande que tu conciencia». Los frutos humanos del remordimiento y de la culpabilidad son la tristeza, la angustia e incluso la desesperación. Los frutos divinos del arrepentimiento y de la contrición son la alegría, la paz y la acción de gracias. Abriéndonos al perdón de Dios, siempre a nuestro alcance, el arrepentimiento sincero libera nuestro corazón allí donde el remordimiento enfermizo lo encierra en sí mismo y en sus demonios.
Escuchando las palabras del stárets, Giovanni se dio cuenta de que, efectivamente, debía de sentirse culpable de manera bastante soterrada, no solo por el hecho de que, a su pesar, el recuerdo de Elena todavía lo atormentara, sino también por sus extravíos pasados. A raíz de su conversión, había pedido y recibido el perdón divino y pensaba haberse liberado de ese remordimiento, cuando en realidad este seguía corroyéndole el alma sin ser él consciente.
—Padrecito, me doy cuenta de que el remordimiento por mis faltas pasadas todavía domina mi corazón. Sin embargo, me he encomendado a Dios muchas veces y creía haber obtenido Su perdón. ¿Por qué el peso de esas faltas continúa atormentándome a mi pesar y a pesar de mis plegarias?
El eremita alzó lentamente sus ojos ciegos hacia el cielo y exhaló un suspiro antes de responder:
—Lo único que debes mirar es el amor de Dios…, pues eres esclavo del miedo.
Giovanni se quedó sorprendido por esa observación.
—¿Qué queréis decir, batiushka?
—Todas nuestras faltas, todos nuestros pecados provienen de tres grandes males: el orgullo, la ignorancia y el miedo. Han debido de hablarte en tus estudios teológicos del orgullo. Pero hay una tendencia a olvidar con demasiada frecuencia los otros dos males. La ignorancia, tan denunciada por el gran Sócrates, es el mal de la inteligencia. El miedo es el mal que aflige a nuestro corazón. Al igual que el conocimiento es el único medio de vencer la ignorancia, el único antídoto para el miedo es… el amor. Porque el corazón del hombre no aspira sino a amar y ser amado. Todas las heridas del amor, que empiezan en nuestra infancia, engendran miedos que acaban por paralizar nuestro corazón y hacernos cometer toda clase de actos malos, a veces incluso crímenes.
—Pero yo no cometí ese crimen por miedo. Fue por pasión amorosa y por celos…
—¡No lo dudo! —exclamó el anciano—. Pero, más allá de las palabras infames pronunciadas por aquel hombre, ¿cuál fue el origen de esa pasión y de esos celos asesinos?
Giovanni reflexionó unos instantes.
—Una gran tristeza, creo. La de saber que jamás podría casarme con la mujer a la que amaba… porque no había nacido en el lugar adecuado.
—Sin duda, pues la tristeza proviene de la privación de una cosa deseada. Pero ¿no fue el miedo a perder ese amor lo que te volvió loco?
—Seguramente —respondió con timidez Giovanni.
—¿Y no es el miedo a apenar a tu antiguo maestro, o a decepcionarlo, lo que todavía corroe tu corazón?
—Sin duda alguna —confesó el novicio tras una breve reflexión.
—El único mal que es preciso vencer en tu corazón, hijo mío, es el miedo. Todos los demás males…, la cólera, los celos, la tristeza, la culpabilidad enfermiza…, provienen de ese enemigo interior. Si llegas a dominar tu miedo, no te herirá nada más, ninguna fuerza mala seguirá controlando tu corazón. Y para dominar el miedo, solo hay un remedio: el amor. La vida no es más que pasar del miedo al amor.
El anciano se quedó en silencio. Juntó las arrugadas manos delante de la boca e inclinó ligeramente la cabeza. Después las separó y las tendió hacia Giovanni.
—Sumérgete en el amor de Dios. De ese modo renacerás, liberado del miedo que hasta ahora ha impedido a la fuerza del amor tomar plenamente posesión de tu corazón.
El stárets se interrumpió y apoyó las manos sobre las rodillas. Parecía pensativo.
—¿Sabes cuántas veces aparece escrito en la Biblia «no tengáis miedo»? —preguntó.
—No.
—Trescientas sesenta y cinco veces. Cada día que sale el sol, Dios dice: «No temáis, no tengáis miedo». La Revelación bíblica, si la entendemos bien, no es otra cosa: la revelación de la victoria del amor sobre el miedo, de la vida sobre la muerte. Desde el primer crimen de Caín, la historia de la humanidad no es más que una sucesión sangrienta de crímenes motivados por el miedo, la necesidad de dominar y el espíritu de venganza. Jesucristo vino para poner fin a ese ciclo infernal. Tenía la omnipotencia de Dios a su servicio y se hizo humilde servidor. En la cruz, no maldijo a sus verdugos, sino que gritó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Vino a enseñarnos la fuerza del perdón, la victoria del amor sobre el odio y sobre el miedo.
El stárets volvió a su posición inicial, con las manos apoyadas en los muslos, y continuó desgranando el rosario.
—No quisiera abusar de vuestro tiempo y de vuestra bondad, batiushka. Vuestras palabras conmueven mi corazón y meditaré sobre ellas toda mi vida. Pero ¿qué pensáis que debo hacer a corto plazo?
—Sumerge tu espíritu en el amor y en la misericordia divina.
Giovanni se quedó desconcertado, pero no se atrevió a repetir la pregunta. Enfocó el asunto de otro modo:
—¿Creéis que debo seguir pintando iconos?
—No es a mí a quien corresponde decirlo. Si no encuentras la respuesta en el fondo de tu corazón, pregunta a tu maestro de iconos qué le parecen tus últimas pinturas.
—¿Y creéis que debo hacer mis votos monásticos?
—Tampoco eso me corresponde decirlo a mí. Si no encuentras la respuesta en el fondo de ti, entonces pregúntale a tu hegúmeno qué piensa él del asunto.
Giovanni reflexionó unos instantes antes de hacer una última pregunta:
—¿Creéis que mi corazón continúa siendo prisionero del amor por esa mujer?
—Si tu corazón es prisionero del amor, que Dios te bendiga.
—Pero, si amo a esa mujer, ¿cómo podré consagrar mi vida a Dios?
—No hay ninguna contradicción entre tu entrega a Dios en la vida monástica y tu amor por esa mujer, si has decidido renunciar al deseo carnal que te empuja hacia ella. No intentes olvidar o negar tu deseo, como has hecho hasta ahora, por miedo a ceder a él. Reza por ella cada vez que su rostro resurja en ti y encomiéndala a la misericordia infinita de Dios.
—¿Y si veo que, pese a todas mis plegarias, ese deseo continúa atormentándome?
—Si tu corazón se ve incesantemente turbado, entonces no te quedes en el monasterio. Como se dice en las Escrituras: «Hay muchas moradas en la casa del Padre» y muy pocos son llamados a la castidad perpetua. Quizá tu vocación sea otra, hijo. Reza a Jesucristo y a su madre. Sumérgete en su amor y tendrás la respuesta correcta a tus preguntas.
Tras unos instantes de silencio, el stárets hizo la señal de la cruz en dirección a Giovanni para manifestar que la entrevista; había tocado a su fin. El novicio besó la mano del anciano, dándole las gracias de todo corazón. Tenía las piernas tan anquilosadas que le costó levantarse. Vio que estaba empezando a amanecer. En el momento en que abrió la puerta de la cabaña, el anciano le dio un último consejo:
—No olvides nunca estas palabras de Jesucristo, hijo mío: «No hay amor más grande que dar la vida por los que amamos». Y tampoco estas otras: «Yo he nacido y he venido al mundo únicamente para dar testimonio de la verdad». Amor y verdad son los dos faros que guiarán toda tu vida.
Giovanni se quedó atónito. Dio otra vez las gracias al stárets, salió de la cabaña.