Durante tres largas horas, Giovanni le contó su vida al viejo monje. En varias ocasiones, las lágrimas lo asaltaron de nuevo y tuvo que interrumpir su relato. El stárets permanecía en silencio. Le había soltado despacio la mano, pero lo escuchaba con una compasión tan grande que el novicio sentía irradiar una cálida luz del anciano. Esa luz le daba valor para proseguir su narración. Después de haber confesado su crimen y su condena, Giovanni continuó su relato:
—Le di, pues, la llave del armario a Elena y le confié esa misión que no había cumplido, traicionando la confianza de mi maestro, que tanto me había dado.
El joven monje dejó escapar un profundo suspiro.
—Al día siguiente, me llevaron a una galera militar que se disponía a zarpar de Venecia para patrullar el Mediterráneo. Me ataron a un banco, al lado de otros cinco remeros. Éramos más de doscientos condenados, todos criminales. En las condiciones en las que vivíamos, los más curtidos aguantaban dos o tres años como máximo. Debo confesaros, padrecito, que yo solo aspiraba a morir. Pero sin duda la Providencia decidió otra cosa, pues lo que debería haber sido un accidente fatal se convirtió en la causa de mi salvación.
»Vivía en ese infierno de sufrimiento y de desesperanza desde hacía unos dieciocho meses, cuando nuestra nave fue hundida por un barco turco al término de una terrible batalla. Mientras el agua entraba por todas partes y nosotros, desgraciados galeotes atados a nuestros bancos, gritábamos como animales conducidos al matadero, uno de nuestros guardianes, Dios lo bendiga, se compadeció de nosotros. Empezó a abrir los candados de nuestras cadenas. Como estaba en las primeras filas, pude escapar antes de que la nave se fuera a pique del todo. Me arrojé al agua y, gracias a Dios, pude agarrarme a una tabla de madera que flotaba. Horas y horas más tarde, acabé por ser arrastrado hasta una costa que me era desconocida. Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, estaba tendido en la pequeña celda de un monasterio. Había ido a parar a la isla de Creta, y los pescadores que me habían recogido se habían dado cuenta, por los grilletes que rodeaban mis muñecas, de que era un galeote evadido. En lugar de entregarme a las autoridades venecianas que gobernaban la isla, me habían llevado a un monasterio ortodoxo. Los monjes me cuidaron con una gran compasión y el hegúmeno me explicó que la población cretense era hostil a los venecianos por ser católicos. Se arriesgó a tenerme escondido en su monasterio.
»Como tenía que permanecer en el recinto de la clausura, pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y meditando en la pequeña capilla dedicada a la Virgen. No era un celoso creyente y mi fe era muy imperfecta. Pero un viejo icono de la Virgen María me conmovía especialmente. Era una Virgen de la Misericordia. Inevitablemente, pasaba cada vez más tiempo mirándola. Había sido pintada tiempo atrás por un célebre artista ruso, Andrei Rublev. Un día, mientras estaba recogido ante el icono pensando con angustia y tristeza en mi vida pasada, sentí brotar del icono una inmensa ternura. La Virgen me sonreía y parecía decirme: “No te preocupes, yo soy tu madre y te quiero pese a tu crimen y a tus extravíos”.
Giovanni hizo otra pausa. Una emoción particular oprimió su garganta.
—Entonces, batiushka, estallé en sollozos como hace un rato ante vos. Sentí el horror de mi pecado al mismo tiempo que el amor infinito de la Madre de Cristo. Lloré durante horas, solo en la pequeña capilla, corroído por el remordimiento de mi crimen. Luego llegaron los monjes para celebrar el oficio de la noche. Y por primera vez mi corazón se abrió a la divina liturgia. Sentía una alegría sin límites. Al final del oficio, fui en busca del hegúmeno y le conté mi vida. Tuvo palabras severas en relación con mis pecados, pero supo encontrar palabras tiernas y reconfortantes para el pecador arrepentido que era yo. Semana tras semana, mientras progresaba cada vez más en el dominio de la lengua griega, él me instruyó en los fundamentos de la fe ortodoxa. Luego, con su acuerdo, decidí hacer solemnemente profesión de fe. ¡Ah, padre, viví grandes momentos de gracia!
El stárets continuaba sin decir nada. Con el semblante sereno, seguía escuchando el relato de Giovanni mientras desgranaba el rosario. El novicio prosiguió:
—Yo no sabía muy bien qué hacer. Por un lado, ardía en deseos de volver a Venecia para ver a Elena, aunque sabía que era tremendamente arriesgado. Por otro lado, estaba tentado de regresar a Italia para confesar a mi maestro el fracaso de mi misión. Pero el hegúmeno me disuadió de hacerlo, por miedo a que cayera en manos de los venecianos que controlaban el mar Adriático. Le parecía también que Elena no dejaría de cumplir esa misión que yo le había confiado en nuestro último encuentro. Ojalá tenga razón.
»Un día —continuó el novicio—, el hegúmeno vino a hacerme partícipe de su inquietud. Mi presencia en el seno del pequeño monasterio empezaba a ser conocida por demasiada gente y temía que las autoridades políticas no tardaran en enterarse. Fue entonces cuando me propuso que fuera al monte Athos, adonde tres hermanos tenían que ir para realizar un largo retiro. Puesto que la Montaña Santa estaba, al igual que toda Grecia, en territorio otomano, allí no había ningún peligro de que cayera en manos de los venecianos. Acepté su ofrecimiento tanto más gustoso cuanto que empezaba a sentirme agobiado en aquella clausura monástica.
»Así fue como llegué al Athos. Los monjes que me acompañaban se dirigieron al monasterio de Simonos Petra. El hegúmeno se hizo cargo de mi situación y aceptó que me quedara en la hospedería, donde acogían a numerosos peregrinos. Al cabo de unas semanas, los tres monjes recibieron la visita de un compatriota cretense, el pintor Teófanes. Ese artista y hombre de gran fe oyó hablar de mi historia y expresó su deseo de conocerme. Le conté mi conversión ante el icono de la Virgen de la Misericordia de Andrei Rublev y le manifesté mi atracción por las imágenes pintadas. Entonces, para mi estupefacción, me propuso iniciarme en el arte de los iconos e incluso enseñarme a pintar la Virgen de la Misericordia según la técnica rusa. Con humildad y entusiasmo, acepté su propuesta.
»Durante siete meses, aprendí a dibujar y a pintar las imágenes sagradas junto a ese maestro incomparable. Después, él se marchó del monasterio de Simonos Petra para ir a Stravonikita, donde le habían pedido que pintara la iglesia y el refectorio. Yo contemplaba la posibilidad de acompañar a mi maestro, pero una llamada más imperiosa aún me retuvo en Simonos Petra. Cuanto más compartía la vida de los monjes, más deseos sentía de quedarme con ellos. Abrí mi corazón al hegúmeno, quien confirmó mi vocación y me acogió como novicio en la comunidad. Tomé el hábito el día de la fiesta de la Natividad de la Virgen María. A la vez que continuaba pintando iconos todos los días, compartía la oración y la vida común de los hermanos.
Giovanni se tomó un respiro. Cerró los ojos unos instantes y, con la voz quebrada por el cansancio y la emoción, terminó su relato:
—Durante tres años, he rezado sin cesar a Jesús, he implorado la misericordia de Dios y he pintado iconos de la Madre de Nuestro Señor. Pensaba haber pasado para siempre la página de mi pasado. Pero, cuando el hegúmeno me aseguró que mis Vírgenes eran «demasiado humanas», la idea de dejar de pintar me pareció tan penosa como la de tener que marcharme del monasterio.
El novicio hizo una pausa más.
—Ahora, batiushka, he venido a imploraros que iluminéis mi corazón, que vaga de nuevo en las tinieblas. ¿Creéis que el Señor me pide que deje de pintar y pronuncie los votos en el monasterio? ¿O bien debo continuar pintando y renunciar a la vida monástica?
Giovanni tenía los ojos clavados en los rasgos arrugados del anciano, suavemente iluminados por la luz de un cirio. De su boca —estaba íntimamente convencido— saldría una palabra que lo liberaría de ese dilema en el que se hallaba atrapado. Al mismo tiempo, la pregunta formulada por el stárets sobre Elena había despertado sus recuerdos enterrados y ya no tenía la mente tan clara. O más bien algo había sucedido, en su corazón y en su cuerpo, que había removido sus certezas y sus dudas. Su estado mental no era el mismo que antes de entrar en la cabaña del eremita. La simple pregunta hecha por el anciano lo había llevado a rememorar toda su vida y a comprender que Elena todavía ocupaba su corazón. Al final del relato, había formulado un poco mecánicamente la pregunta que lo había conducido ante el santo hombre. Sin embargo, en el fondo de su ser, sentía confusamente que ya no se planteaba en absoluto en los mismos términos. Así pues, estaba bastante nervioso e impaciente por oír la respuesta del stárets Symeon.
El viejo monje permaneció en silencio unos minutos. Después, levantó la mano izquierda y señaló una mesa que estaba a unos metros del novicio.
—Debes de tener sed, hijo. Ve a servirte un poco de agua.
Giovanni tenía la garganta seca, en efecto, y se levantó para ir a beber. Volvió a sentarse frente al stárets. En el rostro de este flotaba una ligera sonrisa:
—¿Cuáles fueron las razones por las que ingresaste en el monasterio y por las que querrías ahora pronunciar los votos?
Giovanni se quedó pensativo.
—Para consagrarme totalmente a Dios en oración perpetua —dijo finalmente.
—Muy bien. ¿Y por qué quieres consagrar toda tu vida a Dios en oración perpetua?
—Porque Él es el Bien más amable que existe y yo no quiero dispersar mi vida buscando otros bienes que podrían conducirme a mi propia ruina o a la de los demás…
—Sí interpreto bien tus palabras, ingresaste y deseas quedarte en el monasterio a la vez por amor a Dios y por miedo de perderte en el mundo.
—En cierto modo, sí.
—Quizá esté ahí todo tu problema, Giovanni.
El joven novicio abrió los ojos con asombro.
—El miedo del mundo es, de hecho, un miedo de uno mismo. Si tienes miedo de ti mismo, tu amor por Dios siempre será limitado y jamás lograrás alcanzar el fin último de la vida espiritual.
El stárets se quedó callado. Giovanni no pudo aguantar más y le preguntó:
—Y… ¿cuál es ese fin?
—La divinización del hombre.
El novicio meditó sobre las palabras del viejo monje.
—¿Podéis decirme algo más, padrecito? —preguntó.
El anciano cerró los párpados sobre sus ojos ciegos, como para buscar mejor la respuesta en lo más profundo de su alma.
—Las Escrituras nos dicen que «Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza». Los santos teólogos de la Iglesia oriental han comprendido toda la vida espiritual cristiana a partir de esa palabra fundamental. «Dios creó al hombre a Su imagen» significa que el hombre es la única criatura terrenal que lleva el sello de Dios. Ese sello es nuestra inteligencia racional y nuestra voluntad libre. El ser humano es el único animal que posee razón y libre albedrío. Mediante esas dos facultades, puede acceder a la semejanza divina. Esa semejanza no le es dada de entrada. Está presente en potencia, como un deseo. Apoyándose en las dos facultades divinas que son su inteligencia y su voluntad, el ser humano, en plena libertad, aspirará a ser similar a Dios. Y lo conseguirá con la ayuda constante de la gracia divina.
—Pero ¿no nos dicen las Escrituras que el pecado de nuestros primeros padres fue precisamente querer «ser como dioses» cogiendo, inducidos por la serpiente, el fruto prohibido de la ciencia del bien y del mal?
—Su pecado no fue haber querido ser iguales que Dios, pues tal es la vocación de todo ser humano. Su pecado fue haber querido llegar a serlo por sí mismos, sin la ayuda divina, contando solo con sus propios esfuerzos y sin pasar por el camino que Dios había elegido para ellos. Esa es la razón por la que no debían tocar el fruto de ese árbol, que es el de la divinización. Pues, mientras ese fruto no está maduro, Dios no permite que el hombre lo ingiera. No porque tema que el hombre se convierta en un rival suyo, como da a entender la serpiente, sino simplemente porque el hombre no está preparado. Pues la divinización es un largo proceso que debe realizarse por etapas y con la ayuda constante del Espíritu Santo.
—Comprendo, padrecito. Pero ¿por qué se llamó a ese árbol «el árbol de la ciencia del bien y del mal»?
—Hiciste tus estudios teológicos leyendo la traducción latina de san Jerónimo, ¿verdad?
—En efecto.
—De hecho, ese árbol se llama, según la traducción exacta, «árbol de la ciencia de lo consumado y de lo no consumado». Desgraciadamente, los teólogos latinos, tomando como referencia a Jerónimo, tradujeron esa expresión compleja por «árbol de la ciencia del bien y del mal». Por eso la primera falta de la humanidad fue interpretada como una falta moral, cuando se trata de una quiebra ontológica, de una ruptura en el orden del ser. Porque Dios creó al ser humano en situación de inconclusión, pero con un deseo de conclusión. Ese deseo empuja al hombre a buscar a Dios y a ser semejante a Él. Ese paso progresivo «de lo no consumado a lo consumado»…, Aristóteles diría «del poder al acto»…, se opera mediante la inteligencia y la voluntad humanas en el ejercicio del libre albedrío, según ciertas leyes ontológicas. Tan solo Dios las conoce y sería temerario querer superar esas etapas sin ser movido por la gracia divina y dejándose guiar con toda confianza.
El stárets hizo una pausa y prosiguió con voz más potente:
—La tentación fundamental y permanente del hombre, muy mal comprendida bajo el desafortunado vocablo de «pecado original», es querer adquirir la omnipotencia divina sin pasar por la purificación de su corazón y de su inteligencia, purificación necesaria que permitirá que ese poder sea ejercido en el amor. Pero esa purificación exige que descendamos a lo más íntimo de nuestro ser, pues es en nuestro corazón donde se produce el encuentro con Dios, como recuerda la Escritura: «El Reino de Dios está dentro de vosotros». En vez de confiar en Dios, de abandonarnos como niños entre Sus manos y de buscarlo en nuestro interior, rechazamos su ayuda e intentamos elevarnos por nosotros mismos hasta los cielos exteriores, lo que representa la imagen de la torre de Babel. Pero esa tentación de orgullo, esa voluntad de omnipotencia que aparta al ser humano de su verdadera finalidad, no debe hacernos olvidar que la deificación es el único fin de la vida espiritual. Todos somos llamados, y esa es la grandeza de la vida humana, a llegar a ser semejantes a Dios.
—¿Significa eso que alcanzaremos la esencia divina y nos veremos confundidos en Él?
—No. El cristianismo no es una filosofía panteísta, según la cual el alma individual se confunde con la Naturaleza o el Alma del mundo. Dios, en su esencia, será siempre inaccesible para el hombre. Si podemos conocer a Dios, desearlo y unirnos a Él, es a través de sus energías.
—¿Qué significa eso?
—Dios es el Otro. En la profundidad de su misterio, solo puede ser conocido por El mismo. Pero, movido por el amor, ese Dios absolutamente trascendente ha querido salir de Sí mismo, difundirse, manifestarse y darse en participación a unas criaturas a las que ha traído libremente a la existencia y que no subsisten sino en Él y por Él.
»Esa proyección de la esencia de Dios es lo que Dionisio llama las “potencias” divinas y Gregorio Palamas las “energías” divinas. Esas “energías” están al principio y al final de la creación. Todos los seres vivos creados a imagen de Dios, dotados, en consecuencia, de razón y voluntad, son llamados a participar libremente en la proyección divina y a ser divinizados. Pero esa deificación es una participación en la vida divina que mantiene la alteridad de Dios y la del hombre. No es confusión o absorción en lo divino inefable. Ahí radica toda la sutileza de la doctrina cristiana, muy mal conocida o muy mal entendida.