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Kyrie Eleison, Christe Eleison, Kyrie Eleison. En la iglesia flotaba una nube de incienso. Las voces graves de los cuarenta monjes se respondían en la claridad naciente del alba. Completamente vestidos de negro, los hombres de Dios se levantaban a intervalos regulares durante el oficio para ir a besar los iconos de Jesucristo y de la Virgen dispuestos en el centro del coro.

Al finalizar el oficio, los monjes salieron en un alegre desorden. Llevaban más de cuatro horas rezando en la iglesia del monasterio y todavía debían esperar dos horas largas para compartir en el refectorio la primera comida del día. Ese lapso estaba consagrado a las diversas actividades manuales. Uno de los hermanos, un joven monje que aún llevaba el hábito de los novicios —una gran sotana negra sin cinturón—, fue al locutorio, donde lo esperaba el superior del monasterio, un hombre de unos cincuenta años con una poblada barba negra, que era famoso por su alto sentido de la rectitud doctrinal.

—Fray Ioannis —dijo con firmeza el hegúmeno al entrar el novicio—, tengo que hablarte de algo que te será doloroso.

El joven fraile bajó los ojos en señal de humildad. Como la mayoría de los monjes, llevaba una fina barba, y sus largos cabellos atados en la espalda estaban cubiertos con el tradicional casquete llamado scoufia.

—Debemos tomar una decisión respecto a tu compromiso con la vida monástica. Los tres años de noviciado están tocando a su fin y has solicitado hacer los votos. Hemos hablado de ello con los Ancianos. Tu fe, tu celo religioso y tu moralidad son irreprochables. Nada en sí mismo se opone, pues, a que hagas tu profesión.

El joven fraile mantuvo la mirada gacha, esperando con ansiedad la parte desagradable que el hegúmeno tenía que decirle.

—Solo hay una cosa que plantea problemas —prosiguió el superior en un tono bastante seco—. A tu llegada al monte Athos, antes incluso de postular como novicio en nuestro monasterio, conociste a Teófanes de Creta. Ese gran artista te tomó mucho cariño y te enseñó a pintar los sagrados iconos. Cuando te acogimos aquí, te brindamos la posibilidad de continuar pintando imágenes de la Virgen, puesto que era tu deseo y puesto que parecías poseer un talento real para ello. Pero estoy preocupado por el cariz que han tomado las cosas. Los iconos que pintas se ajustan cada vez menos a los cánones tradicionales de la iconografía.

Fray Ioannis levantó hacia el hegúmeno una mirada llena de asombro.

—O, más exactamente, se ajustan solo en apariencia —corrigió el superior—. Sí, respetas los materiales, los ropajes, los colores, los símbolos…, pero los rostros de las Vírgenes que pintas son… demasiado humanos. Yo incluso diría que son… sensuales.

El novicio manifestó una sorpresa todavía mayor.

—Estoy seguro de que no eres consciente de ello —prosiguió el hegúmeno—. Pero varios hermanos se han sentido turbados por la belleza de los rostros que pintas, pues parecen expresar más una belleza humana, sensible, que representar a la madre de Dios. Para serte sincero, algunos monjes me han pedido que retire de los lugares comunitarios tus últimos iconos porque les producen cierto desasosiego.

—¿Cómo?

—Sabes muy bien que ninguna mujer, ni siquiera una hembra animal, puede penetrar en la montaña sagrada de Athos. Eso hace que algunos hermanos no hayan visto una mujer desde hace décadas… y tus iconos de la Virgen les evocan algo femenino que los turba en lugar de serenarlos y ayudarlos a mantener su voto de castidad.

—No puedo creerlo —confesó fray Ioannis.

—Pues es así, y a mí mismo me preocupa esa evolución.

El novicio guardó silencio.

—Sea como fuere, hemos decidido que solo podrás pronunciar los votos con una condición.

El hegúmeno adoptó una expresión todavía más grave y miró al joven al fondo de los ojos.

—Que renuncies a pintar, que renuncies a ello para siempre.

Después de la colación de las diez, el joven monje salió del monasterio de Simonos Petra. Siguió el ancho sendero que descendía hacia el mar. Recorrió un tramo y se volvió. Con el corazón encogido, miró el magnífico edificio encaramado en un contrafuerte. Reanudó la marcha y tomó un camino escarpado que bordeaba la costa un centenar de metros por encima del mar. En ese final de verano, el tiempo era particularmente clemente y la vista que contemplaba el joven era suntuosa. Árboles de especies muy distintas cubrían un suelo rocoso y accidentado.

Adentrándose como un largo dedo de sesenta kilómetros en el mar Egeo, la península de Athos estaba ocupada por monjes desde el siglo X. Se había convertido en el lugar espiritual destacado del mundo ortodoxo. A partir de mediados del siglo XV, el dominio otomano en Grecia no había frenado en absoluto el dinamismo de Athos y varios miles de monjes, no solo griegos sino también rusos, moldavos, rumanos, caucasianos y ucranianos, vivían allí en oración permanente. La mayoría moraba en los veinte grandes monasterios repartidos por toda la península, en las costas este y oeste. En el propio seno de esos monasterios, los principales de los cuales agrupaban a varios cientos de monjes, existían dos modos de vida: la vida cenobítica, que imponía a todos los frailes vivir según la misma regla comunitaria, y la vida idiorrítmica, en la que los monjes conservaban cierta independencia en el trabajo, los bienes y las comidas, y compartían solo los oficios. Otros, bastante numerosos, vivían en sketae, una especie de pueblos monásticos donde las casas de los monjes estaban agrupadas alrededor de una iglesia principal. Algunos habían escogido un modo de vida singular: vagaban de monasterio en monasterio y de sketae en sketae sin establecerse nunca en una regla concreta. Los llamaban giróvagos. Por último, la montaña sagrada contaba con un buen número de eremitas, la mayoría viejos monjes aguerridos que habían elegido la soledad después de una larga vida comunitaria o idiorrítmica.

El novicio se dirigía precisamente al extremo sur del Athos para ver a uno de los más famosos eremitas, un viejo monje ruso de gran renombre espiritual: el stárets Symeon. Bordeó la costa durante dos horas largas, dejó atrás el monasterio de Gregoriu y poco después el de Dionisiu, que estaba en reconstrucción tras el terrible incendio que lo había devastado ocho años antes, en 1535. Atravesó con precaución los dos torrentes que enmarcaban el monasterio de Haghiou Pavlou, adosado a la ladera norte del monte Athos, que se alzaba a más de dos mil metros sobre el nivel del mar.

Después de haberse refrescado y haber descansado unos instantes, tomó de nuevo el sendero que rodeaba la montaña sagrada por el sur. El camino se alejó del mar y el novicio anduvo dos buenas horas más por las pendientes arboladas. Durante todo el viaje, recitaba sin parar, al ritmo de su respiración, la tradicional oración de Jesús de los monjes y los peregrinos ortodoxos: «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador». Llegó a una bifurcación. A la izquierda, el camino continuaba hacia la Gran Laura, el monasterio más antiguo, situado en la punta sur de la península. A la derecha, descendía hacia el mar. Fray Ioannis recordó las indicaciones del hegúmeno y tomó el sendero de la derecha. Al cabo de unos diez minutos, se encontró con otro camino que subía desde el mar hacia el monasterio. Lo recorrió a lo largo de un centenar de metros antes de adentrarse en un pequeño sendero mal trazado que serpenteaba en medio de la maleza.

Finalmente llegó ante una cabaña de madera adosada a la roca. La cabaña estaba rodeada de un pequeño jardín, en torno al cual se alzaba, curiosamente, una empalizada de madera que no debía de sobrepasar un metro de altura. Una fina cuerda de cáñamo unía la puerta de entrada de la cabaña a la de la valla, situada a una decena de metros de distancia. El viejo eremita, que estaba completamente ciego desde hacía varios años, había instalado ese dispositivo para no ser molestado en todo momento por los monjes o los peregrinos que iban a pedirle consejos para su vida espiritual. Cuando estaba disponible, dejaba deslizarse la llave de la puerta a lo largo de la cuerda.

Fray Ioannis se sintió aliviado al ver que era el único que había ido ese día a visitar al stárets. Vio que la llave estaba en el otro extremo de la cuerda, junto a la puerta de entrada de la cabaña. A fin de avisar de su presencia, cogió la simandra, una pequeña tabla de roble colgada delante de la puerta de la valla, y dio. Una decena de golpes con ayuda de un mazo. Luego se sentó bajo un tejadillo construido a unos metros de la entrada. El hegúmeno le había advertido que podía tener que esperar largas horas antes de que el stárets dejara deslizarse la llave por el cordel de cáñamo, en señal de que estaba dispuesto a recibir a sus visitantes. Incluso se contaba que a veces los hacía esperar varios días. El eremita continuaba dedicándose a sus ocupaciones como si nada, salía al jardín y entraba en la cabaña fingiendo no saber que lo esperaban justo delante del vallado. Algunos se desanimaban y se iban; otros esperaban rezando, sin comer ni dormir, y contaban que esa espera había sido para ellos fuente de las mayores gracias divinas. Corría también el rumor de que el stárets tenía el don de la clarividencia, lo que contrastaba con su ceguera física, y que en ocasiones reconocía antes de verlos a los que iban a visitarlo incluso por primera vez. Leía el pensamiento, decían, y nadie se habría atrevido a mentirle.

Pero sobre todo era un hombre de una gran santidad. Nacido en un pueblecito del sur de Rusia, había llegado al Monte Santo a la edad de diecinueve años y jamás había salido de allí. Primero había llevado durante cuarenta años una vida humilde y discreta en el gran monasterio ruso de Agiou Pandeleimonos. Luego, deseoso de vivir en una comunidad menos numerosa, se había trasladado a la edad de sesenta años a una pequeña sketae cercana al monasterio. Allí fue donde se forjó su reputación. Quince años más tarde, a fin de huir del flujo ininterrumpido de visitantes que se agolpaban para recibir sus consejos, se aisló más instalándose en ese retiro perdido en la punta de la península. Allí vivía desde hacía ocho años. Pero, si bien la mayoría de los peregrinos habían perdido su rastro, los monjes del Athos se transmitían secretamente la información, como un precioso tesoro, y el viejo todavía era molestado con frecuencia por frailes venidos de todos los rincones del Athos.

Las horas de la tarde transcurrieron sin que el eremita diera señales de vida. El joven monje se sintió tentado repetidas veces de golpear de nuevo la simandra, por miedo a que el stárets no se hubiera enterado de que tenía una visita. Pero recordó las palabras del hegúmeno, quien le había aconsejado avisar una sola vez de su presencia, pues el viejo eremita tenía un oído excelente y no le agradaba que los visitantes lo molestaran varias veces. Así pues, el novicio rezó con fervor, recitando sin cesar la plegaria de Jesús y pidiendo a Dios que iluminara al santo hombre sobre el consejo que había ido a pedirle. Al anochecer, el hambre empezó a atenazarlo. Afortunadamente, había previsto la posibilidad de una larga espera. Sacó de su alforja un trozo de pan. Mientras comía, seguía recitando interiormente: «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador». Hacia las diez de la noche, cuando el joven empezaba a adormilarse, una lucecita apareció en la cabaña del eremita. Fray Ioannis se levantó y se acercó a la puerta del vallado. Vio, en la habitación débilmente iluminada, la sombra de un viejo que iba y venía. Al cabo de unos instantes, el eremita entreabrió una pequeña ventana situada al lado de su puerta y dejó deslizarse una gran llave a lo largo del cordel. La llave chocó ruidosamente contra una placa de cobre, en la entrada de la valla. Con el corazón palpitante, el novicio cogió la llave y la introdujo en la cerradura de la puerta. Cerró esta tras de sí y abrió la segunda puerta con ayuda de la misma llave. Distinguió una forma humana sentada sobre un jergón extendido directamente sobre el suelo, al fondo de la única estancia. Una vela estaba encendida sobre una mesita, en una esquina. El novicio avanzó lentamente en dirección al eremita. Al llegar ante el anciano, cuyos rasgos aún no distinguía bien, el novicio se inclinó en señal de respeto.

Evlogite!

O’Kyrios! —contestó el eremita haciendo la señal de la cruz, antes de tender su mano larga y arrugada al novicio, que la besó en muestra de devoción.

—Toma asiento, hijo —dijo el stárets con una voz melodiosa, señalando un cojín colocado frente a él.

Su mano derecha estaba ocupada desgranando un komboskimi, una especie de rosario de algodón que él mismo había hecho. El novicio se sentó sobre el cojín. Miró al eremita y se quedó impresionado por su belleza. Una larga barba, de un blanco inmaculado y perfil irregular, enmarcaba un rostro de facciones armoniosas, aunque marcado por la ascesis de una larga vida de privación.

Pese a su extrema delgadez y su ceguera, la cara del anciano estaba como irradiada por una luz interior que le daba una expresión de gran bondad.

Batiushka —dijo el novicio, empleando la palabra rusa que significa «padrecito»—, os agradezco que me concedáis esta entrevista.

—¿Qué puedo hacer por ti, hijo?

—Vengo por recomendación del hegúmeno del monasterio de Simonos Petra.

El joven monje hizo una pausa. En vista de que el stárets no decía nada, prosiguió:

—Soy novicio en el monasterio desde hace tres años y debo pronunciar mis votos. Sin embargo, hay un obstáculo. A mi llegada al Athos, conocí al pintor Teófanes de Creta, quien me inició en el arte de los iconos. He pintado varios para el monasterio, únicamente Vírgenes con Niño. Pero el hegúmeno y el Consejo de Ancianos están preocupados por mis últimas pinturas. Les parece que mis Vírgenes son… demasiado sensuales.

El anciano esbozó una sonrisa.

—¡Qué pena que esté ciego y no pueda disfrutar de su visión!

Fray Ioannis acogió con sorpresa ese rasgo de humor.

—Yo no soy en absoluto consciente de ello —prosiguió en tono vacilante—, y pintar esas Vírgenes se ha vuelto esencial para mi vida espiritual. Rezo sin cesar mientras pinto y así encuentro la paz del alma. Pero los Ancianos me piden que renuncie definitivamente a pintar, y si no lo hago no me aceptarán en la comunidad.

El joven hizo una larga pausa. Se percató de que el eremita, cuya expresión del rostro veía cada vez mejor, había adoptado un aire más grave y parecía absorto en la oración.

—Desde que el hegúmeno me ha informado de esa decisión —continuó—, he perdido la paz. No duermo, soy incapaz de concentrarme en los oficios y de rezar con serenidad. Siento un gran abatimiento semejante a la acidia: no logro tomar una decisión sobre mi futuro en el monasterio. Deseo ardientemente pronunciar los votos y proseguir esta vida de ascesis y de oración. Pero la idea de dejar definitivamente de pintar iconos de la Virgen me parece imposible… Creo… creo que no seré capaz…

En la cabaña se hizo el silencio. Fuera se oía el ruido del viento que venía del cercano mar. El stárets continuaba desgranando el rosario. El joven novicio lo miraba con el corazón encogido, esperando su opinión. Al cabo de unos minutos, el viejo monje dijo:

—Háblame de la mujer a la que has amado en el mundo antes de ingresar en el monasterio.

Fray Ioannis se quedó parado.

—¿Qué… qué queréis decir?

—Háblame de esa mujer que todavía enciende tu corazón y a la que pintas con los rasgos de la Virgen.

La voz del stárets era firme, pero estaba teñida de una gran dulzura. El novicio guardó silencio unos instantes y a continuación se deshizo en lágrimas. Pese a todos sus esfuerzos, no conseguía contener el llanto. Fue sacudido por sollozos cada vez más violentos y tuvo que acercarse varias veces la manga del hábito a la cara para secarse los ojos. Sin que ninguna palabra y ninguna imagen acudiera a su mente, sentía que una inmensa pena invadía su alma.

Luego, la imagen del rostro de una mujer volvió a su conciencia. Un rostro que había intentado olvidar para siempre. Un rostro que creía haber borrado de su alma por medio de la oración incesante.

Después de diez largos minutos, logró calmar sus sollozos, pero sentía su corazón inmerso en un abismo de tristeza. El viejo monje había permanecido en silencio. Se inclinó para tender su mano hacia la del novicio y la asió con fuerza. El joven sintió un intenso calor procedente de esa mano delgada y arrugada.

El calor recorrió su cuerpo y llegó hasta su corazón.

Entonces tuvo fuerzas para decir:

—Se llama Elena.