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Elena abrió los ojos. Miró con sorpresa la cama en la que estaba tendida y vio a su madre y a dos de sus amigas hablando sentadas junto a ella.

—¡Giovanni! —gritó, incorporándose súbitamente—. ¡Giovanni!

Su madre y sus amigas se precipitaron hacia ella.

—¡Alabado sea Dios, has recuperado el conocimiento! —dijo su madre, sosteniéndole la cabeza—. ¡Estábamos muy preocupadas!

Elena volvió la mirada, espantada, hacia las tres mujeres.

—¿Dónde está Giovanni?

—Querida, descansa —le aconsejó su mejor amiga, cogiéndole una mano.

Elena apartó la mano con un ademán brusco.

—¿Dónde está Giovanni? —repitió, mirando a su madre.

Vienna volvió la cabeza, mostrando su incomodidad.

—Mamá, ¿dónde está? Quiero verlo.

Vienna miró a su hija con aire contrito.

—Eso es imposible.

—¿Cómo que es imposible?

—Sabes…, sabes muy bien lo que ha pasado.

—¿Y qué? ¿Por qué no voy a poder verlo?

—Vamos, Elena, sé razonable —dijo una de sus amigas—. Sabes que está prohibido visitar a un preso que acaba de matar a un hombre.

Elena llevaba media hora larga esperando en la antesala del despacho del dux. Después de la conmoción que había sufrido por creer que su amante había muerto, antes de descubrir, al limpiar la cara del desdichado Tommaso, que había sido Giovanni quien había ganado el duelo, nada podría detenerla en su intento de ver cuanto antes al hombre al que amaba. Había decidido inmediatamente solicitar una audiencia excepcional a su bisabuelo.

Un secretario abrió la puerta.

—Señora Contarini…

Elena se levantó de un salto.

—¿Sí?

—Tened la bondad de entrar, por favor.

En cuanto entró en la habitación, el viejo dux se levantó de su escritorio y avanzó hacia/ella con los brazos abiertos.

—¡Hija mía!

Elena se echó en sus brazos sin poder contener las lágrimas. El anciano pidió a su secretario que saliera. Luego dijo a la joven, acariciándole suavemente el rostro:

—¿Qué ocurre, princesa?

—Abuelo, necesito tu ayuda.

—Te escucho.

—Esta mañana, al amanecer, han detenido a un hombre por haberse batido en duelo en la isla de Santa Elena.

—Me han informado de ese estúpido y trágico duelo —la interrumpió el dux—. Acabo de enviar el pésame a la familia Grimani. —El anciano miró a Elena con compasión—. Y sé que tenías relación con la víctima, hija.

—Es verdad. Tommaso me había pedido en matrimonio hace poco, pero yo lo había rechazado. Y seguramente ha sido eso lo que ha desencadenado este drama.

—Explícate.

—Según unos testigos, Tommaso, que sin duda alguna anoche había bebido demasiado, dijo ignominias sobre mí al afirmar que me había poseído como a una vulgar cortesana durante el baile de máscaras. El joven Giovanni lo retó en duelo para lavar esa afrenta.

El dux puso cara de perplejidad.

—Todavía no conozco todos los detalles de este caso, pero he puesto en marcha una investigación. Ordenaré que se tenga en cuenta tu declaración. Sin embargo, eso no nos devolverá al desdichado Tommaso, que por una vez ha dado con alguien más fuerte que él.

—Abuelo, no he venido a verte por Tommaso —protestó Elena—, sino para que ayudes a Giovanni da Scola.

—¿A su asesino?

—Lo conozco muy bien. Nos da clases de filosofía a mamá y a mí desde hace dos meses. Es un hombre muy refinado y de una gran bondad. ¡Ha actuado para defender mi honor!

El dux se alejó, acariciándose la barba con aire pensativo.

—He oído hablar de ese joven. Un brillante astrólogo de Florencia, creo…

—De Calabria —rectificó Elena—, pero ha sido discípulo de un gran filósofo florentino.

—De Calabria…, humm…, investigaremos sobre su identidad. Porque no solo se ha batido en duelo, sino que ha intentado huir. Lo hemos encontrado cuando iba a su casa a buscar algún objeto antes de marcharse de la ciudad. Ya conoces nuestras leyes: debe ser juzgado, pues los duelos están estrictamente prohibidos. Sin embargo, si el duelo ha tenido lugar por un motivo justo y de acuerdo con las reglas del arte, tu amigo saldrá de esta con tan solo unos meses de prisión y la expulsión definitiva de la ciudad.

—Quisiera… pedirte dos pequeños favores.

El viejo dux miró a Elena en silencio.

—Que sea bien tratado y no sufra torturas.

—Velaré personalmente por que así sea.

—Desearía también verlo, aunque solo sea una vez y brevemente…

—Eso es imposible, hija mía.

—Pero… tú eres el dux.

—¡El dux no está por encima de las leyes de la ciudad! —replicó el anciano con energía—. Sobre todo cuando se trata de un asunto que afecta a personas de su familia. Sabes muy bien que me hallo sometido a la estrecha vigilancia del Consejo de los Diez…, ¡donde no solo tengo amigos, ni mucho menos!

Elena se arrojó a los pies de su abuelo.

—¡Te lo suplico! ¡Ha cometido esta tontería por el amor que me tiene!

El dux levantó a Elena.

—Tengo la impresión de que era algo más que tu profesor de filosofía…

—Es verdad —confesó Elena—. Nos amamos. Aunque ese amor es imposible según nuestras leyes.

—Te prometo pensar en ello, pero tú mantén la calma y no reveles a nadie, ni siquiera a los investigadores y a los jueces, la verdadera naturaleza del vínculo que te une a ese hombre. ¿Entendido?

Elena asintió con la cabeza. Su bisabuelo le dio un beso en la frente y le prometió ir muy pronto al palacio Contarini para darle noticias de Giovanni.

Una semana más tarde, Andrea Gritti cumplió su promesa. Cenó en casa de su nieta y su biznieta. Elena había esperado ese momento con un gran nerviosismo. En Venecia solo se hablaba de ese duelo, y circulaban rumores de todo tipo sobre las razones y las circunstancias del enfrentamiento. Contaban que el duelo había durado más de veinte minutos y que Giovanni había demostrado ser un notable espadachín. Según uno de los testigos, había herido primero a su adversario en la pierna y le había exigido que retirara sus palabras ofensivas sobre la joven. Tommaso había contestado sonriendo: «Jamás te casarás con Elena, porque no eres más que un pequeño noble de una ciudad insignificante». Entonces había sido cuando Giovanni le había asestado en la garganta el golpe fatal. Algunos no daban crédito a esa historia. Otros, por el contrario, afirmaban reconocer en ella el carácter orgulloso e impulsivo del joven Tommaso y ensalzaban el sentido del honor del astrólogo, cuyas cualidades como espadachín todos desconocían hasta entonces.

Elena estaba muy afectada por esa terrible historia, que indirectamente la ponía en entredicho de manera desmedida, pero sufría sobre todo por Giovanni. Temía incluso que el joven pusiera fin a sus días en la prisión.

El dux había tenido un día muy largo y su salud le obligaba a no trasnochar. Así pues, pasaron enseguida a la mesa. Sin esperar, informó a Vienna y Elena sobre la situación del preso.

—Ayer por la mañana estuve en la celda de ese tal Giovanni.

—¿Cómo está? —preguntó Elena, llena de inquietud.

—Recibe buen trato y no me ha parecido que esté demasiado bajo de moral, aunque es poco locuaz.

—¿Cuándo será juzgado? —preguntó Vienna.

—Bastante pronto, puesto que la investigación está avanzando con rapidez.

—¿Qué quieres decir?

El anciano se aclaró la garganta.

—Esto debe quedar entre nosotros.

Las dos mujeres asintieron.

—La sucesión de los acontecimientos ha quedado perfectamente establecida. Ya no cabe ninguna duda acerca de las razones del duelo y de la manera odiosa en que el joven Grimani se comportó. Los dos testigos confirman también que el duelo tuvo lugar de acuerdo con las reglas y que Tommaso se negó a retirar sus palabras cuando tenía la espada de su adversario en la garganta.

—En ese caso, no se le debería imponer a Giovanni una pena demasiado dura, ¿no es cierto? —dijo Elena, preocupada.

—Por desgracia, las cosas se han complicado en lo que respecta a la identidad del sospechoso.

A Elena se le subió la sangre a la cara.

—Hace tres días se recibió una denuncia anónima en el palacio ducal. En la carta se afirmaba que ese hombre no se llamaba Da Scola, que era un simple campesino que había intentado, hace cuatro años, atentar contra el pudor de Elena cuando, de regreso de Chipre, una nave se había visto obligada a hacer escala en Calabria tras haber sufrido un ataque corsario.

El dux hizo una pausa para comerse las sardinas asadas que Juliana acababa de poner en su plato.

Vienna aprovechó para tomar la palabra:

—¡Es increíble! Recuerdo esa historia de la que fueron testigos María, mi hermana, y Juliana. El hombre fue juzgado y condenado a ser azotado. ¿Verdad, Juliana?

La sirvienta asintió con la cabeza antes de volver a la cocina.

—Exacto —dijo el dux—. Hemos encontrado el informe del capitán de la nave en esa época y algunos miembros de aquella expedición que lo han reconocido sin vacilar. De todas formas, las cicatrices presentes en su cuerpo no permiten albergar ninguna duda.

—Y… ¿qué ha dicho Giovanni? —preguntó Elena, pálida.

—Ante tantas pruebas, ha tenido la sensatez de confesar. Ha explicado que la decisión de venir a Venecia no tenía ninguna relación con ese antiguo episodio. Yo lo dudo mucho, pero no tiene importancia. Lo más grave no es eso…

El dux bebió un gran trago de vino y prosiguió:

—Lo que va a costarle muy caro es haberse hecho pasar por un noble cuando no lo es. Para empezar, puesto que una de las reglas fundamentales del duelo no ha sido respetada, la acusación principal va a ser ahora de asesinato.

Elena trató de sofocar un débil grito poniéndose las manos sobre la boca. Miró a su abuelo directamente a los ojos.

—¿A qué se expone?

El viejo dux desvió la mirada hacia Vienna. Exhaló un profundo suspiro y dijo, con el semblante descompuesto:

—Nuestras leyes son categóricas. Si un plebeyo asesina a un miembro de la nobleza, debe morir en la hoguera o colgado…, a su elección.

El proceso de Giovanni Tratore duró dos largos días. Elena fue llamada como testigo. Era la primera vez que veía a Giovanni desde el drama. Los dos amantes se miraron largamente, pero sin poder cruzar una sola palabra. Elena defendió con tal fuerza la causa del acusado que los jueces quedaron impresionados. Desgraciadamente, nada permitía en el derecho veneciano conceder a Giovanni circunstancias atenuantes: o bien era declarado culpable y debía morir, o bien inocente, lo que parecía imposible. Tras una hora de deliberación, los tres jueces llegaron a un acuerdo sobre el veredicto y llamaron a Giovanni al estrado. Flanqueado por dos soldados, el joven, muy delgado, compareció ante sus jueces. Elena, al igual que todos los demás testigos y protagonistas de aquel episodio, estaba en la pequeña sala de audiencias. En medio de un silencio plúmbeo, el mayor de los jueces tomó la palabra:

—Giovanni Tratore, sois declarado culpable del asesinato de Tommaso Luigi Grimani. En consecuencia, se os debe aplicar la pena capital.

Los padres de Tommaso aplaudieron. Elena se quedó petrificada y miró a Giovanni, que permanecía igual de impasible. Ella sabía que quedaba una última salida para evitar a Giovanni la hoguera o la horca: la gracia del dux. Pese a las súplicas de Elena, el anciano no había prometido nada. Temía que ese gesto fuera interpretado como un acto de nepotismo e indispusiera para siempre a su familia con la poderosísima familia de los Grimani.

Elena contuvo la respiración. El viejo juez prosiguió:

—No obstante, teniendo en cuenta la violencia de la injuria proferida por vuestra víctima contra la señora Elena Contarini y los motivos que os incitaron a retar al señor Grimani en duelo, teniendo en cuenta asimismo la buena reputación que habéis adquirido rápidamente en nuestra ciudad, el dux, juez supremo de Venecia, ha decidido concederos su gracia y transformar vuestra pena en una condena de por vida a las galeras. La sentencia será ejecutada mañana por la mañana. Se levanta la sesión.

La familia Grimani protestó, escandalizada. Elena se echó en brazos de Agostino y rompió en sollozos. Después corrió en dirección a Giovanni mientras este salía de la sala, flanqueado por los dos soldados. Empujó a un juez, escapó de las manos de un guardia que intentó detenerla y consiguió agarrar a Giovanni de una manga.

El joven se volvió. Elena lo abrazó con fuerza antes de que los soldados hubieran tenido tiempo de reaccionar. Mientras se rehacían y trataban de alejar a la joven, Giovanni aprovechó para arrancarse del cuello la cadena de la que colgaba la llavecita. La puso discretamente en la mano de Elena y le susurró:

—El sobre que está en mi armario: entrégaselo en mano al Papa, es muy importante…

No tuvo tiempo de decir nada más porque lo sacaron de la sala. Elena, rodeada ahora por tres hombres, le gritó a través de la puerta:

—¡Te esperaré!