Veintisiete de diciembre. Empezaba a amanecer. La barca salió del Gran Canal y se dirigió hacia la pequeña isla de Santa Elena, situada al final del barrio del Arsenal. La isla estaba prácticamente desierta. En el centro se hallaba un convento de monjas, rodeado de algunas casas.
Sus orillas eran bastante agrestes en ellas y se practicaba toda clase de actividades clandestinas o ilegales —tráfico de diferentes mercancías, duelos, adulterios— al amparo de los grandes carrizos.
Elena iba sentada en la proa de la barca. Miraba el mar con ansiedad. ¿Llegaría a tiempo de impedir que Giovanni y Tommaso se batieran? La había informado del incidente una invitada presente en el palacio Gussoni. Mientras la fiesta tocaba a su fin, Elena se había apresurado a pedir una embarcación y había subido en ella, sin avisar a nadie, en compañía de esa amiga.
Temía sobre todo por la vida de Giovanni. Tommaso era un hombre impulsivo y pendenciero, que tenía fama de ser un excelente espadachín. Ya había sido condenado dos veces a penas, de cárcel por haberse batido en duelo y haber matado a sus desdichados adversarios. Sin embargo, no había estado mucho tiempo encerrado, pues, si bien los duelos estaban prohibidos por la ley, de hecho se toleraban cuando los implicados eran nobles y se celebraban ante testigos, según las reglas.
La barca bordeó las orillas de San Marco y del Arsenal. La noche había dado paso al día. Elena sentía una terrible opresión. Tenía la sensación de que llegaría demasiado tarde para impedir ese duelo, que, por lo que le había contado su amiga, le parecía provocado por una dramática mezcla de alcohol, amargura y necedad en el corazón de Tommaso, y de celos y de un excesivo sentido del honor en el de Giovanni.
—¡Más deprisa! —dijo Elena al remero, que sudaba por el esfuerzo pese al frío penetrante.
Las jóvenes no tardaron en ver la punta de la isla. Dos barcas, sin duda las de los duelistas y sus testigos, estaban amarradas. Los pocos minutos que separaban todavía su embarcación de la orilla le parecieron horas a Elena. La angustia casi no la dejaba respirar. Estaba segura de que ya se había producido un drama terrible.
En cuanto la barca atracó, saltó al muelle. Se descalzó y echó a correr a través de los carrizos con mucha dificultad, pues no había tenido tiempo de quitarse el vestido de fiesta y le estorbaba. Desembocó en un espacio despejado y el espectáculo que apareció ante sus ojos confirmó sus peores temores.
Un hombre estaba tendido en el suelo. Dos más estaban inclinados sobre él. Elena se precipitó hacia ellos. Agostino se levantó y asió firmemente a Elena antes de que viera aquel terrible espectáculo.
—Está muerto —le dijo, intentando apartarla de allí.
Elena se debatió con todas sus fuerzas.
—¡Suéltame! ¡Quiero verlo!
Agostino rodeó con sus manos trémulas el rostro bañado en lágrimas de la joven.
—Ya no se puede hacer nada, la espada le ha atravesado la garganta. Se ha desangrado en unos minutos.
Elena se puso a gritar y a golpear con los puños los hombros de Agostino.
—¡Suéltame! ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!
Elena arañó a Agostino y consiguió escapar. Se abalanzó hacia el cuerpo tendido. El desdichado estaba sobre un charco de sangre y su rostro resultaba irreconocible. Elena se arrojó sobre él y apoyó la cabeza en su pecho. La capucha de seda y la capa de encaje estaban manchadas de rojo.
—¡Amor mío! —murmuró Elena—. ¿Por qué me has dejado? No podré seguir viviendo sin ti. ¿Por qué?… ¿Por qué?
Rompió a llorar. El testigo de Tommaso retrocedió un paso y susurró al oído de Agostino:
—No sabía que estuviera tan unida a él.
—Yo tampoco. La tragedia es todavía mayor de lo que imaginaba…
Elena se incorporó y cogió su propia capa para limpiar el rostro de su amigo, inclinado hacia un lado y totalmente cubierto de sangre. Con delicadeza, pasó la tela de terciopelo negro sobre la cara ensangrentada. Luego levantó la cabeza del joven y, haciendo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban, contempló el rostro tan amado.
La muchacha se quedó unos segundos con los ojos clavados en las facciones del cadáver, profirió un grito y, acto seguido, perdió el conocimiento.
Los dos testigos levantaron el cuerpo de Elena. La trasladaron a la orilla y le mojaron la cara con agua. Pero la joven seguía sin volver en sí.
—¡Mirad! —dijo la amiga de Elena.
Los hombres levantaron los ojos. Vieron dos barcos que se acercaban a toda prisa.
—Alguien ha avisado a las autoridades —dijo Agostino, contrariado—. Menos mal que al fin ha decidido huir y abandonar la ciudad, porque, si no, tenía la prisión asegurada.