Veintiséis de diciembre. Giovanni se puso por primera vez la bautta, compuesta de una capucha de seda negra y una capa de encaje. Se cubrió con una máscara blanca la cara y con un tricornio la cabeza. Luego se echó sobre los hombros el tabarro, una gran capa negra. Salió del palacio Priuli y aguardó unos instantes. Era de noche y una densa niebla flotaba sobre la laguna. Precedido de un sirviente que llevaba una linterna, un hombre vestido de la misma forma se reunió al poco tiempo con él.
—Perdona que te haya hecho esperar. ¡No se ve ni gota con esta niebla! Estás irreconocible…
—Tú también, querido Agostino.
—Es un verdadero placer llevarte a tu primer baile de máscaras. Ya verás, es un momento inolvidable… en el que todo es posible.
Los dos hombres siguieron los pasos al portador de la linterna. Habían pasado semanas. Giovanni y Elena se veían clandestinamente dos o tres noches por semana en la habitación de la joven. En varias ocasiones habían estado a punto de pillarlo al alba, cuando bajaba dificultosamente por la pared. Pero, por suerte, ningún sirviente había descubierto la huella de sus visitas nocturnas. También continuaba viendo a Elena en las clases de filosofía, que a ella le apasionaban, aunque seguían encontrándose en presencia de un grupo de amigos de la familia Contarini. A Elena le encantaba ver a Giovanni hablar brillantemente de día de las ideas más elevadas y tener con él en secreto, de noche, unos encuentros amorosos que la colmaban de dicha.
Giovanni había mantenido su promesa y no había vuelto a abordar la dolorosa cuestión del matrimonio. Sin embargo, interiormente lo corroía un mal tanto más solapado cuanto más indiferente quería él mostrarse. Había intentado en varias ocasiones anunciarle a su amante que debía ausentarse unas semanas para ir a Roma, pero le daba tanto miedo separarse de ella que no había tenido valor para hacerlo. No obstante, se había impuesto el objetivo de realizar ese viaje en cuanto comenzara el nuevo año, después de la fiesta de Navidad que marcaba el comienzo del Carnaval.
El trío se cruzó con personajes enmascarados y disfrazados que se dirigían a fiestas privadas. Atravesaron numerosas plazas invadidas por una multitud abigarrada que celebraba el primer día de Carnaval. Este duraría varias semanas y alcanzaría su apoteosis el Martes de Carnaval, el anterior al inicio de la Cuaresma.
Mientras el pueblo se divertía en las calles al son de los tímpanos, los nobles organizaban bailes fastuosos en sus palacios. Pero ricos y pobres compartían el mismo entusiasmo por esos momentos fuera del tiempo en los que todo parecía permitido. Ya inclinados de por sí a las costumbres libres, los venecianos aprovechaban esas frenéticas noches de invierno para entregarse a toda clase de desenfrenos, en medio de un torbellino de música y de bailes regado con vinos espirituosos.
Aunque ese aspecto de las cosas no interesaba a Giovanni, había aceptado con curiosidad la proposición de Agostino de acompañarlo a uno de los bailes más famosos de la ciudad. Sabía que no encontraría allí a Elena, pues la joven recibía en su casa. Él había declinado su invitación por miedo a no soportar ver a hombres enmascarados hacerle gestos atrevidos.
El grupito llegó ante el palazzo Gussoni. A pie o en góndola, decenas de hombres ataviados con la bautta y de mujeres enmascaradas entraban en el palacio magníficamente iluminado.
Agostino dio una moneda al portador de la linterna y tendió la invitación a los sirvientes, también enmascarados, que guardaban la entrada. Los dos hombres subieron la escalera que conducía al piso superior y desembocaron en una gran sala donde más de doscientos invitados degustaban ruidosamente los manjares más variados.
Muy pronto, el sonido de los violines excitó a los presentes y todos se pusieron a bailar. Pese a ser lego en la materia, Giovanni fue aspirado en la ronda y participó alegremente en la fiesta. Los bailes de grupo alternaban con los bailes de pareja, y Giovanni no tardó en aprender algunos pasos entre los brazos de una mujer sin saber si se trataba de una patricia o de una cortesana, que se mezclaban en las fiestas dadas por los aristócratas.
Bailó y bebió durante unas horas. Avanzada la noche, parejas y grupos empezaron a acariciarse en las esquinas de la sala, donde grandes divanes, protegidos por biombos, habían sido dispuestos para este fin. Giovanni declinó el ofrecimiento de varias damas. Se quedó sentado a una mesa brindando con un grupo de alegres invitados. Uno de ellos, que sin duda había bebido tanto como Giovanni, se había subido a la mesa y contaba sus proezas eróticas.
De pronto, Giovanni aguzó el oído. El hombre aseguraba haber pasado parte de la noche en el palacio Contarini.
—¡Ah, amigos míos, qué ambiente! Había allí muchas más muchachas sublimes que en este triste lugar donde es evidente que todos nuestros padres y abuelos se han dado cita.
Los jóvenes aplaudieron riendo.
—¡Algunas tenían el culo tan caliente que parecía que hubieran estado sentadas sobre brasas desde ayer!
—¡Y tú te has desvivido por enfriarlas con una buena ducha tibia! —dijo un hombre desde el otro extremo de la mesa, entre las risas de los presentes.
—¡No sabes la razón que tienes! He cogido a una de esas hembras, que bailaba tan bien que parecía que imitase a una gata en celo sobre el tejado de un campanario, la he rodeado por el talle y la he llevado a un canapé. Ha fingido resistirse unos instantes y luego se ha levantado las enaguas para enseñarme el conejito. ¡Ah, amigos míos, qué espléndida zorra!
El joven representó la escena.
—Le he dado la vuelta y la he tomado por el culo. Ha gritado tanto de placer que varias doncellas más han venido a animarnos y a esperar su turno. Después de haberla hecho gozar de lo lindo, me he retirado, y esa golfa me ha dado su nombre para que vaya a satisfacerla de nuevo a su casa.
Los invitados exultaron de alegría.
—¡Su nombre! ¡Su nombre! ¡Dinos su nombre!
El joven parecía dudar. Luego se animó.
—Sabéis perfectamente que no tengo derecho a revelar el nombre de una mujer enmascarada. Lo que puedo deciros es que se trataba… ¡de mi prometida!
Hombres y mujeres se echaron a reír escandalosamente.
—¡Mi casta prometida, de la que esperaba con impaciencia el primer beso, le ha ofrecido su culo a un desconocido!
Los invitados lloraban de risa. Uno de ellos se volvió hacia su vecina, que se encontraba justo al lado de Giovanni, y le susurró:
—¿No es el joven Tommaso Grimani? Pero ¿con quién está prometido?
—Todavía no lo está, pero es uno de los pretendientes de la joven Elena Contarini, así que sin duda se refiere a ella. Además, la fiesta de la que habla es la que se celebra en su palacio.
—¡No es posible!
Esas palabras se clavaron en el corazón de Giovanni como si fueran puñales. Permaneció callado unos instantes antes de gritar, alzando el puño:
—¡Mientes!
Giovanni se había levantado con furia. Todos se quedaron paralizados.
—¡Conozco bien a la mujer cuyo honor y nombre mancillas! ¡Es demasiado digna para dejar que la toquen tus apestosas manos!
El joven, desconcertado por la virulenta intervención de Giovanni, intentó mantener la calma.
—Ah…, creo que estoy ante uno de sus admiradores. Siento mucho haberte molestado…
—¡Mientes! ¡Quítate la máscara y ven a rendir cuentas con las armas del insulto que has proferido contra esa mujer!
—¿Y con quién tengo el honor de enfrentarme?
Giovanni se quitó la máscara.
—Me llamo Giovanni da Scola. ¡Si eres un hombre digno de tal nombre, da la cara y ven a batirte a espada!
Un hombre trató de interponerse.
—Vamos, cálmate. Nuestro amigo no ha dado ningún nombre. Esto no merece que os dejéis matar.
—Pese a la máscara, ese infame individuo es conocido de todos vosotros, así como la mujer a la que intenta mancillar con sus miserables palabras. ¿Manchar injustamente el nombre de una dama no merece, entonces, ninguna reparación? Lo único que tenéis de nobles es el título. En vuestra alma, no sois más que unos cerdos. ¡Unos cerdos disfrazados, perfumados… y enmascarados!
Un estremecimiento de horror recorrió a los presentes.
—Vos lo habéis querido.
El hombre bajó de un salto de la mesa, se plantó ante Giovanni y se quitó la máscara.
—Tommaso Grimani. Haré que os traguéis vuestros insultos, señor Da Scola. Os emplazo a vernos dentro de una hora, al amanecer, provistos de espada y acompañados de un testigo.
—¿Dónde?
—En el único sitio de Venecia donde es posible batirse en duelo sin ser interrumpidos por la policía: la isla de Santa Elena. Divertido, ¿verdad?
—¡Allí estaré!
Tommaso giró sobre sus talones y salió de la sala rodeado de sus amigos. Varios invitados se quedaron con Giovanni. Una mujer tomó la palabra:
—Estás loco. Ese hombre sabe luchar muy bien y ya ha enviado a varios al cielo, o al infierno.
En ese momento llegó Agostino.
—Giovanni, me he enterado de que has retado en duelo al hijo de los Grimani. ¿Acaso has perdido la cabeza? No solo es un experto espadachín, sino que además su familia está unida desde hace siglos a los Contarini.
—¿Y qué dirán los padres de Elena cuando se enteren de que su hija ha sido tachada públicamente de puta por ese cerdo?
Agostino se quedó parado. Un hombre tomó la palabra:
—No ha nombrado a nadie, ha hablado de su prometida.
—Pero Tommaso no está prometido a nadie, y menos aún a Elena —intervino de nuevo Agostino—. La pidió oficialmente en matrimonio hace dos semanas, pero ella lo rechazó.
—Ha contado lo primero que se le ha ocurrido para ahogar sus penas —dijo otro invitado—. No eran más que palabras sin fundamento pronunciadas por un hombre que ha bebido unas copas de más. Nadie le ha creído.
—Ve a pedirle disculpas mientras aún estás a tiempo, Giovanni.
—No seré tan cobarde como ese individuo, Agostino. Estamos citados dentro de menos de una hora en la isla de Santa Elena. Tengo una espada en mi casa. ¿Quieres ser mi testigo?