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Acababa de sonar la medianoche en el campanario de la iglesia de San Samuele. Una sombra se deslizó por la estrecha calleja que bordeaba el palacio Contarini. Al llegar a unos metros del Gran Canal, el hombre se detuvo y levantó los ojos. La luna estaba llena e iluminaba la pared del palacio. En el interior, todas las luces estaban apagadas. Amplias ventanas, protegidas por rejas, se sucedían hasta el último piso del edificio.

El hombre saltó hasta la primera ventana, que correspondía a la planta baja del palacio. Se agarró de los barrotes, escaló la gran abertura hasta llegar arriba de todo y pasó a la segunda ventana, que daba al gran salón. Hizo lo mismo y llegó a una tercera abertura. Una débil luz iluminaba el interior de la habitación, un cuarto de baño. Giovanni dio unos suaves golpes en el cristal. La luz, la de una vela, se acercó. Elena abrió la ventana.

—¡Amor mío, lo has conseguido!

—¿Y tú? —preguntó febrilmente Giovanni.

—¡Sí! Mira.

La joven retiró el barrote que protegía la ventana y Giovanni entró en el cuarto. Elena miró a Giovanni con los ojos chispeantes.

—He seguido tus instrucciones, pero he necesitado casi dos horas para conseguirlo —añadió, exhibiendo con orgullo la herramienta que le había servido para quitar el barrote.

—¡Eres maravillosa!

El joven entró por primera vez en el dormitorio de Elena. Era muy grande. Dos altas ventanas daban al Gran Canal. La vista era magnífica, incluso de noche. En el otro lado de la habitación destacaba una gran cama con baldaquín. Giovanni cogió a la joven por la cintura y la tendió en la cama. Elena solo llevaba un largo camisón de seda blanca.

—¡Estás todavía más loca que yo!

—¡Echo tanto de menos tu boca, tu cuerpo, tus manos!

—¡Si supieras cómo te deseo!

—Entonces, tómame.

Elena no había entregado nunca su cuerpo a un hombre. Poseía una fuerte sensualidad y esperaba ese momento con cierta impaciencia. La sociedad veneciana no era pudibunda y muchos jóvenes conocían el amor físico antes del matrimonio. Sin embargo, Elena tenía una elevada idea del amor y no había querido intentar esa experiencia de la sexualidad sin que su alma se sintiera tan impresionada como sus sentidos. Y ahora por fin se sentía perdidamente enamorada. Sabía también que Giovanni la amaba y la deseaba con todo su ser.

Mientras ella lo desvestía, él le acariciaba la cara y el pelo. Aunque Giovanni ya había conocido los placeres de la unión carnal con Luna, tenía la sensación de estar haciendo el amor por primera vez y su alma temblaba tanto como su cuerpo. Besándola con pasión, tendió a Elena sobre la cama. Oleadas de incontrolable ternura le hacían un nudo en la garganta, y estrechaba a su amada contra sí para comprobar que era realmente de carne y hueso y que esa noche, mágica como ninguna otra, Elena era toda suya. Se fundió con ella devorándola, hundiendo el rostro en la masa sedosa de sus cabellos, al tiempo que un estremecimiento recorría todo su ser. La redondez de los pechos tiernos y firmes de la joven, apretados contra su torso, exacerbaba su deseo… Debajo de él, Elena gemía. Giovanni abrió los ojos y la imagen que vio le produjo un deseo doloroso: la imagen de Elena con los ojos cerrados y la frente cubierta de sudor, una imagen que sucedía a aquella otra, infinitamente casta, que había pagado con su sangre. En ese instante, mientras una hoguera ardía y marcaba el ritmo de sus movimientos, mientras la llevaba al éxtasis de su primer viaje junto, le susurró cuánto la amaba, y Elena oyó pronunciar su nombre como no lo había oído jamás…, como se repite una oración.

Los dos permanecieron largo rato uno contra otro, sin poder separar sus cuerpos. Luego, Giovanni se tendió al lado de su amada. Los dos saboreaban ese momento de alegría tan pura con los ojos clavados en el techo, la bóveda celeste del dormitorio de Elena.

—Jamás soportaré que estemos separados —susurró ella.

Giovanni la abrazó largamente.

—Yo tampoco, amor mío. Pero lo cierto es que nunca podremos ser marido y mujer.

Elena levantó la cabeza y lo miró con extrañeza.

—¿Por qué te preocupas por eso en este momento?

—¿Acaso no es verdad? Una ley prohíbe los matrimonios entre nobles y plebeyos, ¿no?

—En efecto, y es realmente lamentable.

—¿Cómo puedes amarme sabiendo que un día tendremos que separarnos para que tú puedas casarte con Badia o con Grimani?

Elena apartó la mirada.

—Estoy segura de una cosa: mi corazón solo ama al tuyo y jamás podré vivir lejos de ti.

—¿Cómo será posible, si estás casada con otro?

Elena lo abrazó.

—¡Seremos siempre amantes!

—¿Y solo podremos vernos en secreto?

—¡Me horroriza hablar de esto! ¿Hay otra solución?

—Por supuesto.

Elena miró a Giovanni con estupefacción.

—Irnos de Venecia —añadió el joven con decisión.

Un velo de tristeza cubrió la mirada de Elena.

—Mis padres no podrán soportar que transgreda las leyes de la ciudad y huya como una ladrona.

—Sin embargo, es la única solución realista para permanecer juntos, Elena. Lo he pensado detenidamente. Un día u otro, tendrás que elegir entre tu familia y yo.

Elena se quedó un rato con la mirada perdida. Luego se levantó despacio, atravesó la habitación y se asomó a la ventana.

—Nunca podré dejar esta ciudad. Forma parte de mí.

Volvió la cabeza hacia Giovanni. Sus ojos estaban empañados por las lágrimas.

—Y aunque te quiero más que a nada, aunque eres el amor de mi vida, jamás podré darles un disgusto semejante a mis padres. Mi marcha los mataría.

Giovanni bajó los ojos. Un dolor agudo traspasó su pecho. Se contuvo para no estallar en sollozos. A costa de un esfuerzo inmenso, consiguió tragarse su sufrimiento y levantó la cara hacia Elena.

—Tienes razón, amor mío, no volveré a hablarte nunca de esto.

Elena volvió hacia la cama y se echó en sus brazos. Lo cubrió de besos llorando, sin darse cuenta de que algo acababa de quebrarse en el corazón de su amante. Y de que las consecuencias iban a ser dramáticas.