Giovanni esperó con impaciencia unas líneas de Elena. Dos días más tarde, recibió por fin una misiva de la joven. Las noticias eran malas. Tras unas palabras afectuosas, Elena confesaba que su madre había aceptado la idea de las clases de filosofía… ¡con la condición de asistir a ellas! ¿Sospechaba algo quizá? En cualquier caso, les sería imposible verse de manera íntima. Elena, no obstante, citaba a Giovanni para el día siguiente por la tarde en su palacio. El astrólogo acudió y dio una clase de filosofía griega a la madre y a la hija, así como a otras dos mujeres cultivadas a las que había invitado Vienna. Les fue imposible a los dos jóvenes hablar en privado.
La experiencia prosiguió al ritmo de dos tardes por semana. Giovanni sentía una inmensa dicha cada vez que veía a Elena y una idéntica frustración por no poder abrazarla. Elena también se moría de ganas de echarse en sus brazos y no soportaba tener que seguir interpretando esa comedia delante de su madre y sus amigas.
Mientras estaba sentado a una mesa ante un albergue, pensando en una manera de estar a solas con Elena, Giovanni oyó una voz amiga:
—¡Qué pensativo estás!
Giovanni levantó los ojos. Su mirada se iluminó.
—¡Agostino! Es un placer verte.
El hombre iba acompañado de un personaje de más edad, suntuosamente vestido.
—El placer es mío. Te presento a Andrea Balbi, un excelente amigo. ¿Podemos sentarnos y compartir una copa de vino contigo?
—Nada me causaría más placer.
—Se te ve cada vez menos por la ciudad. Tengo entendido que has cancelado varias invitaciones. ¡Cuántos corazones chasqueados!
—Últimamente no tengo ganas de diversiones.
Giovanni se habría confiado gustoso a Agostino, pero la presencia de aquel desconocido lo disuadió de hacerlo. Fue, sin embargo, su amigo quien orientó la conversación hacia la mujer que ocupaba su corazón.
—¿No será el encuentro con Elena Contarini lo que te ha trastornado?
—Bueno…, debo confesar que no me es indiferente.
—Te lo advertí: ¡es la mujer más guapa de Venecia! Y además es muy buen partido, cuenta con una cuantiosa dote. Qué pena para nosotros que solo pueda casarse con un noble perteneciente a las familias más antiguas de la ciudad…, como nuestro amigo Balbi.
Agostino y Andrea rompieron a reír. Giovanni se descompuso.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a esa ley aprobada hace justo diez años, que prohíbe los matrimonios entre nobles y plebeyos.
Giovanni estaba estupefacto. Venecia le parecía una ciudad tan abierta, tan heterogénea, tan cosmopolita que jamás había imaginado que semejante obstáculo jurídico pudiera interponerse entre Elena y él. El joven intentó como pudo disimular su turbación interior.
—¡Vaya, qué ley tan curiosa! —comentó, tratando de llevar el debate a un registro político—. Yo creía que Venecia era una república.
—Has puesto el dedo en la formidable ambigüedad política de nuestra querida ciudad. Nuestro sistema político, curiosa mezcla de democracia y despotismo, reposa totalmente sobre la aristocracia, que elige a los senadores, al dux y a sus consejeros. Lo admirable es que ese sistema que consagra la desigualdad recibe la aprobación de todos, empezando por los que son excluidos de toda representación y decisión políticas, o sea, ¡el noventa y ocho por ciento de la población!
—Reconozco que no somos una democracia popular, como algunos desean —matizó Andrea Balbi, que era uno de los dos mil quinientos nobles miembros del Gran Consejo, piedra angular de todo el edificio político de Venecia—, pero nuestro sistema, contrariamente a las numerosas monarquías que nos rodean, evita toda dictadura hereditaria. Nuestro representante supremo, el dux, es elegido por los miembros del Gran Consejo en el transcurso de un proceso complejo que excluye las maniobras de un solo clan, y su poder es permanentemente controlado por otras instancias, como el Senado o el Consejo de los Diez.
—Yo no cuestiono nuestras instituciones —repuso Agostino, con ánimo de evitar un malentendido que podría serle fatal en una ciudad donde las denuncias anónimas habían conducido a más de un opositor político a la prisión o al envenenamiento—. Dan a nuestros gobiernos una notable estabilidad desde hace más de siete siglos y me alegra que así sea. Intento simplemente explicarle a nuestro joven amigo que nuestra ciudad es gobernada por una élite aristocrática, sabia, es verdad, pero que intenta legítimamente preservar sus intereses y su solidez, sobre todo frente a los ricos comerciantes que aspiran a participar en las decisiones políticas. ¿No es ese, querido amigo, el sentido de esa reciente ley que prohíbe a los patricios casarse con plebeyos, por ricos que sean?
—En efecto —contestó Balbi, tranquilizado por las palabras de su amigo—. La multiplicación de los matrimonios entre nobles y no nobles amenazaba con socavar, a medio plazo, los propios cimientos de nuestra fuerza y de nuestra estabilidad política. Esa es la razón por la que yo mismo he defendido esa ley. ¡Después de todo, hay suficientes jóvenes guapas y ricas en Venecia para dejar a los pocos nobles casarse con sus iguales!
Agostino esbozó una sonrisa de complicidad y miró a Giovanni a los ojos.
—Ya lo ves, amigo, tendrás que resignarte, como yo, a cazar en unas tierras que no sean las de los Contarini. Además, varias rapaces pertenecientes a las grandes familias ya revolotean alrededor de esa bella presa. Pero, tranquilo, yo puedo indicarte excelentes terrenos de caza a tu alcance. La diabólica Angélica, por ejemplo, solo habla de ti. Aunque es hija de un rico notable, no forma parte de la antigua aristocracia. ¡Créeme, es una pista que vale la pena seguir!
—Y, por lo que dicen, no es nada arisca —añadió Andrea—. Aunque todo depende de lo que busquéis. Si queréis pasarlo bien, casi todas las jóvenes de la nobleza pueden abriros los brazos…, siempre y cuando tengáis la suficiente habilidad para conmover un poco su corazón. Pero casarse con ellas ya es otro cantar.
Giovanni no podía seguir oyendo. Hizo un esfuerzo por sonreír y pretextó una cita para marcharse. Por lo demás, tenía que ir de verdad a casa de Elena para dar otra clase de filosofía.
Mientras deambulaba por las callejuelas, junto a los canales, seguía pensando en las palabras de Agostino y Andrea. Aunque no se había atrevido a considerar la idea de contraer matrimonio con Elena, el hecho de enterarse de que, pasara lo que pasara, ese matrimonio no podría realizarse jamás lo sumió en un estado de profunda desesperación. Como si la última puerta de su sueño estuviera cerrada para siempre. También pensó en los pretendientes de la joven veneciana. Se preguntaba qué pensaría Elena de esa ley que impediría el matrimonio entre ellos. ¿Qué tenía previsto hacer? ¿Quedarse soltera y tener a Giovanni como amante? Tal cosa parecía imposible, dada su posición social. ¿Casarse con un hombre al que no amaba y ver a Giovanni en secreto? Esas preguntas lo atormentaban. Tenía que hablar con Elena. Pero ¿qué podía hacer para verla a solas? Cuando llegó a la parte trasera del palacio Contarini, se le ocurrió una idea. Se detuvo y escribió unas líneas en una página que arrancó del libro que llevaba en la mano. Después entró en el palacio por la puerta de servicio.
Dio la clase como si tal cosa. Elena lo miraba sin cesar, acechando desesperadamente el menor destello de ternura o de pasión en el fondo de sus ojos. Pero Giovanni permaneció impasible y distante. Cuando iban a separarse una vez más con ese abrumador sentimiento de frustración y Elena estaba ya al borde de la exasperación, Giovanni puso con disimulo una hoja cuidadosamente doblada en la mano de la joven.