De verdad eres tú?
Giovanni continuaba mirando a Elena sin decir nada, con el semblante descompuesto.
—¿Has venido por mí?
—Sí.
Elena se quedó parada unos instantes. Luego se echó en brazos de Giovanni, hundió la cara contra su torso y lo estrechó con todas sus fuerzas. El joven la abrazó todavía más fuerte, dejando correr en silencio las lágrimas sobre la nuca de la muchacha. Ella sollozaba sin aflojar su abrazo.
—Giovanni, ni siquiera sabía tu nombre. Yo también he pensado en ti muy a menudo. Sentí tanta pena por ti…
Levantó la cabeza y buscó sus ojos.
—Ahora comprendo por qué me emocioné tanto cuando te vi en la fiesta. Tenía la impresión de que conocía tu alma. ¡Y era verdad!
—¡Elena, llevo tantos años esperando este momento!
Se miraron en silencio, con las caras tan cerca la una de la otra que Elena cerró los ojos. La joven se puso de puntillas y tocó suavemente con sus labios los de Giovanni. Sus bocas temblaron al encontrarse.
Giovanni fue el primero en aflojar la presión del abrazo, por miedo de asfixiar a la joven. La miró de nuevo. Esta vez, un brillo de alegría inundaba sus ojos negros.
—Elena, soy tan feliz, tan feliz…
—Así que, señor Da Scola, ¿vivíais en la ciudad y vuestro padre era tratante en caballos?
Elena desplegaba una amplia sonrisa. Giovanni la miró con una pizca de inquietud.
—Mi verdadero nombre es Giovanni Tratore. ¿Me guardas rencor por haber mentido sobre mis orígenes para preservar nuestro secreto?
—¡En absoluto! Vale más que nadie sepa aquí quién eres realmente.
—¡No te puedes imaginar cómo me ha reconfortado durante todos estos años la carta que le dejaste a mi padre! Pese a sabérmela de memoria, la he leído todos los días.
Ella lo miraba en silencio. Aquella situación le parecía irreal, directamente salida de un cuento de hadas.
—Me cuesta creer que, simplemente por amor a mí, hayas dejado a tu familia y recorrido toda Italia a pie.
—Pues es la pura verdad.
—¡Pero has tardado mucho tiempo en encontrarme!
Giovanni rió de buena gana.
—¡No ha sido por no pensar en ti! Cuando conocí a mi maestro, exigió que me quedara como mínimo tres años con él. Si supieras cuántas dudas tuve… ¡Estaba tan impaciente por verte!
A Elena le costaba imaginar que lo había hecho todo por amor a ella, incluso aprender filosofía y astrología. Aquello la halagaba y la incomodaba a un tiempo.
—Estoy segura de que no merezco tanta fe, amor y esperanza. No tardarás en descubrir que soy una muchacha normal y corriente…
—Te conozco poco, Elena, pero, sin tú saberlo, me has conducido por un camino de encuentros extraordinarios, de preciosas amistades y de grandes alegrías. Así que creo que no te conoces a ti misma, que no conoces la belleza que hay en ti…, belleza de la que tu cuerpo no es sino un reflejo.
—Sí, señor sabelotodo.
—No olvides que soy astrólogo y que he hecho tu horóscopo. Ahora mismo sé mucho sobre ti.
—No me acordaba de que se supone que habíamos quedado para hablar de eso. Pero, sin ánimo de decepcionarte, me tienen totalmente sin cuidado mi horóscopo y mis pretendientes. Era un simple pretexto para verte aquí.
—Haces mal —repuso Giovanni—, porque haciendo tu horóscopo he descubierto una cosa extraordinaria.
Elena hizo un mohín de curiosidad.
—Resulta que la posición del planeta Venus, que significa el amor, es exactamente la misma en tu tema y en el mío.
—¿Debo deducir de ello que estamos hechos para amarnos?
Giovanni respondió a la sonrisa de Elena y acercó los labios a los suyos. Se besaron con pasión durante largos minutos, pero fueron interrumpidos por un crujido de pasos ante la puerta. Los dos jóvenes contuvieron la respiración. Se oyeron tres golpes y, a continuación, la voz de Marinella decir:
—Perdonad que os moleste, pero la cena está a punto. Os esperan en el gran salón.
—Iremos dentro de unos minutos —contestó Giovanni, aclarándose la garganta.
Se agachó para recoger su camisa mientras Elena le arreglaba un poco el peinado.
—¿Qué vamos a decir si nos preguntan sobre esta apasionante consulta astrológica? —dijo la joven con aire jovial.
—Tú te limitarás a decir que ha sido muy instructiva, pero demasiado personal para ser comentada en público. Deja que me encargue yo de lo demás. Contaré unas cuantas banalidades sobre tu carácter…
—¿Ves cómo, después de todo, soy muy banal?
Se abrazaron riendo. Luego, Giovanni condujo a Elena al cuarto de aseo, donde ella estuvo un momento mientras el muchacho ponía orden en el salón. La joven regresó cuando él estaba guardando sus libros en el armario. A Elena le intrigó el gran sobre depositado al fondo del pequeño mueble. Giovanni cerró el armario con llave y se colgó la llave del cuello.
—Bien, vayamos a reunimos con nuestros anfitriones. Y quizá sería prudente recuperar el tratamiento de vos delante de ellos, ¿no crees?
—Con gran placer, signor astrologo.
Los Priuli estaban impacientes.
—¡Ah, por fin! —exclamó el señor de la casa al ver a los jóvenes bajar la escalera—. Pasemos a la mesa, mi estómago no puede esperar.
—Disculpadnos —contestó Giovanni—, había tantas cosas que decir sobre esta deliciosa persona…
—No lo dudamos —dijo Sofía, acomodando a sus invitados—. Y bien, Elena, ¿de qué cosas apasionantes te has enterado?
—¡De muchísimas! Pero son demasiado recientes, todavía, y están demasiado confusas para que pueda hablar de ellas con serenidad.
—Además, son cuestiones muy íntimas —añadió Giovanni, sonriendo a su anfitriona.
—Claro, claro. Pero decidnos solo una cosa que estoy impaciente por saber.
Elena miró a la señora de la casa con expresión interrogativa. Sofía esperó unos instantes a que la sirvienta hubiera distribuido los platos calientes, tomó una cucharada de sopa, cosa en la que fue imitada por su marido y sus dos invitados, y formuló por fin la pregunta que le quemaba los labios:
—¿Va a casarse Elena con don Gregorio Badia o con el joven Tommaso Grimani?
Giovanni estuvo a punto de atragantarse. Elena parecía incómoda, pero menos sorprendida por la pregunta.
—No he tomado ninguna decisión al respecto —respondió con calma—, y el señor Da Scola no ha abordado esa cuestión.
Sofía miró a Giovanni, desconcertada.
—Creía que ibais a hacer su horóscopo para hablar precisamente del porvenir sentimental de Elena.
—Así es, pero, más que hablar de personas en particular, hemos abordado cuestiones de orden general, sobre lo que le conviene y no le conviene a la señora Contarini.
—Lo que le conviene es casarse con un hombre maduro e instruido como don Gregorio —intervino el viejo Priuli.
—¡Pero, querido, tiene casi cuarenta años y podría ser su padre! —repuso Sofía.
—Eso no tiene importancia. Es un hombre de temperamento, en la plenitud de sus facultades físicas, rico y poderoso. Las jóvenes solo tienen cosas que ganar casándose con un hombre de experiencia en vez de con un chiquillo que aún no ha aprendido nada de la vida, como el joven Grimani.
—¡Tommaso ya no es un niño! Seguramente incluso es mayor que nuestro amigo Giovanni. Es muy apuesto, bien educado y uno de los mejores partidos de la ciudad. ¿Y debo recordarte que es un excelente espadachín de temible reputación? Aunque no es ese el rasgo de su personalidad que prefiero. Si yo estuviera en el lugar de Elena, no lo dudaría.
Elena se sentía cada vez más incómoda.
—Todo eso es prematuro. No tengo intención de casarme en los próximos meses. En cambio, el señor Da Scola me ha dicho que tengo buenas aptitudes para la filosofía y me ha propuesto darme clases particulares.
Giovanni abrió los ojos con expresión de sorpresa, pero enseguida reaccionó y le siguió la corriente.
—La señora Contarini posee una gran inteligencia y le apasionan las cuestiones filosóficas. Sería un honor para mí responder a sus preguntas.
—¡Excelente idea! —dijo Sofía Priuli—. Es lamentable que nuestras hijas no tengan una instrucción tan completa como nuestros hijos y no puedan ir a la universidad.
—Quizá yo sea de la vieja escuela, pero me parece que las mujeres tienen otras cosas que hacer para llevar un hogar que disertar sobre ideas abstractas —repuso su marido.
—Lo uno no quita lo otro —dijo Elena—. Como me ha dicho el señor Da Scola, estoy hecha tanto para criar hijos como para cultivar mi inteligencia.
—¡Ah!, si lo dicen los astros… —dijo Priuli, encogiéndose de hombros.
Giovanni consiguió desviar la conversación hacia temas más generales. Al terminar la cena, acompañó a Elena hasta la puerta del palacio. Antes de que la joven se metiera en la góndola, le susurró al oído:
—¿Puedo ir mañana a dar mi primera clase?
—Déjame primero convencer a mi madre. Te diré algo muy pronto.
Los dos jóvenes se dieron un beso furtivo y Elena entró en la pequeña cabina de madera situada en el centro de la góndola.
Giovanni miró cómo la barca se deslizaba sobre el agua hasta que desapareció. Después subió para dar las buenas noches a sus anfitriones y volvió a sus aposentos. Se sentó en el sillón y percibió con emoción unos efluvios del perfume de Elena. Pasado un largo rato, se levantó y abrió el armario. Sacó el sobre destinado al Papa, se sentó de nuevo en el sillón y lo miró con gravedad.
—¿Cuándo voy a tener el valor de dejar a Elena para ir a Roma? —murmuró—. ¡Si al menos supiera lo que dice esta carta!
El joven pensó en la conversación sobre Lutero, el Anticristo y el fin del mundo. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que esa carta tenía algo que ver con esas cuestiones. ¿Revelaría quizá su maestro el nombre del Anticristo o la fecha del fin de los tiempos? Las manos se le escapaban. Giovanni observó el sobre: ¿cabía la posibilidad de abrirlo sin romper el sello? No. Con todo, estaba deseando hacerlo. Pasó un buen rato dudando. Finalmente, guardó el sobre en el armario.
Fue al dormitorio, se desvistió y se tumbó en la cama, con la mirada puesta en el cristal donde se extendía un cielo estrellado y misterioso. No tenía la conciencia tranquila, pero su corazón estaba rebosante de alegría. Se dijo que tendría que esperar unas semanas para asegurarse de la lealtad de Elena antes de explicarle la razón de su viaje a Roma. Sería cosa de unos quince días como máximo. Hecho eso, podría vivir sin remordimientos junto a su amada.