Elena apareció, radiante, en la entrada del palacio. Se había puesto una gran capa de terciopelo rojo. Llevaba los cabellos recogidos y un sombrero a juego con la capa.
—¡Hija! ¡Qué alegría volver a verte después de tantos meses! Estás cada vez más guapa.
—Gracias, Sofía. Es un gran placer venir a visitaros a vuestro palacio. ¡Es tan poético!
—Y además tengo la suerte de albergar a un joven tan encantador como inteligente.
Elena se puso casi tan roja como su capa.
—¡Perdona, hija, te estoy incomodando! —prosiguió Sofía besando a la joven—. Conozco la razón por la que estás aquí y le he dicho a tu madre que era una excelente idea.
La señora de la casa cogió la pesada capa y el sombrero de Elena y la introdujo en la sala de recepción, en el piso superior.
Al entrar en la habitación, no pudo evitar añadir:
—En cualquier caso, no sé qué efecto le has causado, porque desde vuestro encuentro del otro día ha perdido por completo el apetito, no sale y parece ausente.
—No creo que yo tenga nada que ver con ese extraño comportamiento —repuso Elena con un aire de falsa sorpresa.
En realidad, ella manifestaba unos síntomas idénticos. Desde hacía cuatro días, había pensado día y noche en Giovanni, lo que la ponía en un estado de excitación extremo.
Sofía Priuli respondió con una sonrisa.
—Como tendremos tiempo de vernos durante la cena, voy a hacer que te acompañen sin dilación a su apartamento.
Con el corazón desbocado, Elena siguió a la sirvienta y subió los peldaños que conducían al último piso del palazzo.
En el rellano, Marinella señaló con un ademán la puerta de Giovanni y se marchó discretamente. Elena se encontró sola y esperó unos segundos para recuperar el aliento. Con un gesto mecánico, se retocó el peinado y dio dos suaves golpecitos en la puerta.
Oyó chirriar el entarimado. Su corazón estuvo a punto de dejar de latir cuando la silueta de Giovanni apareció en el hueco de la puerta.
—¡Elena!
Súbitamente muy intimidada, la joven entró en el salón fingiendo interesarse por la decoración.
—No habéis perdido el tiempo: se diría que vivís aquí desde hace lustros.
Entristecido en un primer momento por el tratamiento de vos, Giovanni percibió enseguida el desasosiego de la joven e intentó hacer que se sintiera cómoda optando por darle el mismo tratamiento.
—Sí, como veis, me he adaptado enseguida. Pero todavía no me he entretenido en arreglar bien del todo este pequeño apartamento.
—Al contrario, está estupendamente así. No hay que recargar demasiado las habitaciones pequeñas.
Elena miró una pintura colgada entre dos ventanas, que representaba una vista invernal del Gran Canal.
—Todavía no habéis tenido ocasión de ver Venecia en invierno. ¡Ya veréis lo embrujadora que es!
No conseguía pasar al tuteo. Aquello con lo que había soñado los días precedentes le parecía en ese instante inconcebible.
—Parece ser que a veces hay que cruzar la plaza de San Marcos con los pies sumergidos en el agua.
Elena se echó a reír. Ese comentario la relajó.
—Es verdad. Y algunos inviernos solo se puede circular en barca. Pero eso es lo que constituye el encanto de nuestra ciudad, ¿no?
—Sin duda. Y me maravillo cuando pienso en los hombres que habilitaron esta laguna, en esos inmensos palacios que descansan sobre miles de postes hundidos en el fango… ¡Es un milagro de la voluntad y del genio humanos!
—Sí, reconozco que me siento orgullosa de mi ciudad y de sus fundadores. Cada vez que vuelvo de Chipre, se me hace un nudo en la garganta cuando vislumbro a lo lejos esas decenas de campanarios que emergen.
Elena se iba relajando poco a poco y se daba cuenta de que su propio deseo le había hecho adoptar una actitud distante con Giovanni. Se volvió hacia él con una sonrisa afable.
—He estado pensando en lo que me dijisteis sobre el amor platónico.
Giovanni acogió con alivio ese cambio de tono y esa proximidad recuperada.
—Ah… —dijo, señalándole con un gesto un sillón a la joven.
—Sí —continuó Elena, sentándose—. Me pregunto cómo puede el amor que nos inspira un rostro bello conducirnos infaliblemente al amor verdadero de la persona y, más aún, al amor de Dios.
—Yo no he dicho en ningún momento que esa primera atracción sensible conduzca necesariamente a los grados más elevados del amor. Es una posibilidad que se nos ofrece, pero está claro que algunos se quedan en la seducción de los sentidos y, desgraciadamente, no llegan a elevarse hacia el amor más perfecto.
—¿En qué consiste el amor más perfecto?
—Sin duda es el que une al amante a la amada de la manera más desinteresada posible. El que hace que se ame a una persona por ella misma y no únicamente por sus cualidades, sobre todo la belleza, o por lo que puede darnos.
—Pero, cuando afirmamos amar a una persona desde el primer instante en que vemos su rostro, ¿cómo podemos estar seguros de que la amamos realmente por ella misma, de que nos sentimos unidos a su alma y no solo a su cuerpo y a su aspecto exterior?
Era tan evidente que la pregunta hacía referencia a la declaración de Giovanni que el joven, un poco azorado, se tomó unos momentos para reflexionar.
¿Debía mantener la conversación en ese plano teórico, fingiendo no comprender a qué aludía, o bien responderle directamente sobre sus propios sentimientos?
Se decidió por la segunda opción.
—Elena, no puedo presentaros ninguna prueba de que mi amor por vos es verdadero. Lo único que sé es que pienso en vos día y noche desde el instante en que os vi y que ese pensamiento da todo su sentido a mi existencia.
—¡Hace apenas una semana! No puedo creer que vuestra vida haya dado un vuelco desde ese instante.
Giovanni había ido demasiado lejos para retroceder. Entonces, negándose a calibrar los riesgos que implicaba semejante confesión, dijo:
—Elena, pienso en vos todos los días desde hace cuatro largos años.
—¿Qué… qué queréis decir?
—Os vi por primera vez una tarde de verano…, hace cuatro años.
—No… no recuerdo que hayamos sido presentados en una ocasión anterior. ¿Fue en Venecia? ¿O en Chipre?
—Ni en Venecia ni en Chipre.
—Nunca he ido a otro sitio. Ni a Roma, ni a Florencia…
—¿De verdad?
—¡Os andáis con muchos misterios!
Elena se levantó del sillón y se dirigió hacia la ventana. Ardía por dentro, pues temía que se tratara de un fútil juego de seducción por su parte.
Giovanni, por el contrario, se sentía invadido por una calma y una fuerza extrañas. No le costaba hacer esa confesión; al contrario, haciéndola se liberaba de un peso enorme.
—No me ando con ningún misterio, Elena. Intento despertar en vos, sin molestaros, el lejano recuerdo de nuestro primer encuentro.
—¿Y por qué iba a molestarme? —repuso con dureza Elena, que notaba una sensación de auténtica exasperación crecer dentro de ella—. ¿Tan penoso fue ese lejano encuentro?
Giovanni la miró a través de un velo de tristeza. No encontraba las palabras para decirle que era aquel pobre campesino que había intentado verla a través de las tablas del pajar y al que tan severamente habían castigado. Entonces se le ocurrió un gesto. Se levantó también, se acercó a ella, se levantó lentamente la camisa y le mostró su torso desnudo.
La estupefacción de Elena fue tal que se quedó petrificada. Giovanni se volvió. Dejó al descubierto las viejas cicatrices que surcaban su espalda. Ella comprendió que ese hombre había sido flagelado. Sin comprender realmente, sintió la curiosa desazón vinculada a un recuerdo doloroso. De pronto recordó el cuerpo ensangrentado y casi inanimado del joven campesino calabrés al que habían arrastrado ante ella. Un temblor sacudió su alma. Se acercó a Giovanni, tendió sus trémulas manos hacia la espalda del joven y las posó sobre sus marcas. Bajo sus palmas, las cicatrices se estremecían.
Giovanni se volvió de nuevo hacia ella. Sus ojos estaban bañados por las lágrimas.
Ella lo miró fijamente y profirió un grito sofocado por la emoción.