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Giovanni no había pensado en el impacto que podrían causar sus palabras. Amaba tan sinceramente a Elena y pensaba en ella desde hacía tantos años que ni siquiera se le había ocurrido lo mucho que podía sorprender y ofender esa brusca declaración a la joven, la cual creía haberlo visto por primera vez hacía tan solo dos días. La inteligencia de Elena analizó todo lo que aquellas palabras podían tener de sorprendente y prematuro. Pero su corazón le hablaba empleando otro lenguaje. Un lenguaje enigmático. Supo que Giovanni era sincero. Supo también que ese amor encontraba en ella un eco. Permaneció en silencio, pero tendió lentamente su mano hacia Giovanni sosteniendo su mirada sin flaquear.

Temblando de la cabeza a los pies, Giovanni alargó el brazo y fue muy despacio al encuentro tan esperado del cuerpo y del corazón de Elena. Sus dedos se tocaron, como dos pétalos de una misma flor que se descubren al abrirse por primera vez al sol. Unas lágrimas se agolparon en los ojos de Giovanni.

Elena se emocionó tanto que sintió unas ganas locas de echarse en sus brazos. No obstante, se contuvo. Giovanni no se atrevió a ir más allá, entre otras cosas porque podían interrumpirlos en cualquier momento. Se contentó con apretar con fuerza la mano de la joven, y entrelazaron los dedos cerrando los ojos. La distancia se les hizo insoportable.

—¿Cuándo podré volver a verte? —preguntó él en un susurro.

El tuteo la hizo estremecerse más que el más apasionado de los besos. Consiguió reunir algunos pensamientos y se dijo que era preferible que no se vieran en su casa, a fin de no despertar las sospechas de su madre.

—¿Recibes a mujeres para hacerles el horóscopo sin que eso haga murmurar a toda Venecia?

—A veces, y estaría encantado de recibirte en mi casa, pero la propietaria conoce muy bien a tu madre.

—¡No importa! Diré la verdad: que el astrólogo que todo el mundo se disputa me ha propuesto hacerme la carta astral para responder a mi deseo de saber… ¡si me casaré pronto!

Giovanni se quedó muy pálido y soltó la mano de Elena.

—¿Vas a hacerlo?

—Tengo algunos pretendientes que le gustan mucho a mi madre, pero te corresponderá a ti decirme si valen la pena… o si debo esperar un poco más —contestó ella con un aire divertido—. Pregúntale a Sofía Priuli si puedo cenar en su casa después de la consulta. Así, las reglas del decoro quedarán preservadas —añadió Elena levantándose.

El joven se levantó también.

—¿Mañana por la noche?

—¡Es demasiado pronto para que mi madre no vea malicia en esa cita! Pongamos dentro de tres o cuatro días, si los Priuli están disponibles.

—Comprendo —dijo Giovanni, dominándose.

—¡Cariño! —dijo en el mismo instante la voz de Vienna Contarini desde el pie de la escalera—. Recuerda que tenemos que salir a comprar un sombrero para tu velada en casa de los Grimani.

—¡Voy, mamá, ya estábamos despidiéndonos! —contestó Elena a través de la puerta.

Después se volvió hacia Giovanni y le dio un beso en la mejilla antes de escabullirse.

—Voy a cambiarme. Pregúntale a mi madre la fecha y la hora de mi nacimiento. ¡Hasta pronto!

Giovanni no tuvo tiempo de responder a su gesto fugaz.

La saludó con la mirada mientras desaparecía por el pasillo que llevaba a su habitación. Bajó y se dio de bruces con la madre de Elena. Le explicó que había invitado a su hija a casa de los Priuli para una consulta astrológica sobre su futuro sentimental. A Vienna le pareció que era una excelente idea y aprovechó para dejarle caer a Giovanni que ella tenía debilidad por el hijo de los Grimani, a cuya casa iban a cenar esa misma noche.

—Es un excelente partido para Elena —le confió—. Desgraciadamente, ella todavía está indecisa.

—La aconsejaré muy gustoso en ese sentido…, si los astros no me indican otro camino —contestó Giovanni con una pizca de ironía.

—Por supuesto —dijo Vienna, un poco incómoda.

—Pero necesitaría la fecha y la hora exactas del nacimiento de vuestra hija, si las recuerda.

—Naturalmente.

Vienna las escribió en un papel y se lo tendió a Giovanni. Este se lo guardó en el bolsillo.

—Perfecto. Permitidme que me despida, señora, y espero que volvamos a vernos próximamente.

—Venid a contarme lo que dicen los planetas sobre mi hija. La conozco: se negará a decirme la verdad.

—Vendré con sumo placer a este lugar magnífico —contestó Giovanni, despidiéndose de su anfitriona.

Ya se marchaba, cuando de repente Vienna lo llamó:

—¡Señor Da Scola!

Giovanni se volvió, sorprendido.

—¿Cómo habéis encontrado el chocolate?

—¡Divino!

—Me alegro mucho. Volved cuando queráis.

Giovanni le dio las gracias y bajó la escalera, cogió su capa y avanzó hacia la gran puerta que daba al canal, donde una góndola esperaba. De pronto cambió de opinión y se volvió hacia el sirviente que lo acompañaba.

—¿No hay otra salida que dé a la calle? Tengo ganas de desentumecer las piernas.

—Por supuesto, señor.

El lacayo precedió a Giovanni y lo condujo hacia una pequeña puerta de madera que daba a un minúsculo pasaje.

Cuando el lacayo hubo cerrado la puerta y se fue a avisar al gondolero de que no siguiera esperando, Giovanni miró a su alrededor. Vio que la callejuela, cuya estrechez no debía permitir que dos hombres se cruzaran, desembocaba en el Gran Canal y bordeaba un lado entero del palacio. Levantó la cabeza y vio que en todos los pisos había varias ventanas que daban a la calle. En el tercero y último resplandecía una pequeña ventana que, por la idea que se había hecho de la distribución del palacio, debía de servir de ventilación para el dormitorio o el cuarto de baño de Elena. Turbado por ese descubrimiento, recorrió unos doscientos metros de calle hasta desembocar en una ancha arteria. Giró a la izquierda en la calle San Samuele y, con el corazón rebosante de alegría, se perdió en las callejuelas del barrio de San Marco.

Cuando llegó al palacio Priuli, el día empezaba a declinar. Subió rápidamente a su habitación, se quitó con presteza la capa y las calzas y abrió el armario. Sacó sus tablas astronómicas y se puso de inmediato a trabajar. Cuando hubo terminado de trazar la carta astral de Elena, permaneció un largo momento en silencio, totalmente absorto en sus reflexiones.

—¡Es increíble! —acabó por murmurar.

En ese instante, Marinella, la sirvienta, llamó a su puerta para invitarlo a ir a la mesa.