La góndola partió del palacio Priuli.
El tiempo era desapacible y, desde por la mañana, una fina película de bruma envolvía la ciudad. Giovanni estaba descubriendo una nueva cara de Venecia. Ese velo daba a la ciudad un embrujador toque de misterio. Y esa atmósfera tan particular coincidía con los agitados sentimientos que atormentaban su corazón. Llevaba una semana preparándose para volver a ver a Elena. Dos días después de su encuentro con Agostino Gabrielli, recibió en el palacio Priuli una breve carta escrita por la joven. Giovanni reconoció la letra sin sombra de duda, aunque el trazo era más amplio, más firme. La carta decía simplemente:
Señor astrólogo:
Desde mi regreso de Chipre no hacen más que hablarme bien de vos y me complacería contaros entre mis invitados en la fiesta que daré el próximo jueves. Jueves es el día de Júpiter, si no me equivoco. Espero que sea un buen augurio para conocernos.
Si podéis uniros a nosotros, venid a la caída de la noche.
Elena Contarini
Al día siguiente, había hecho llevar su respuesta:
Señora:
Me siento muy halagado y os agradezco vuestra amable invitación.
Júpiter es el astro de la nobleza y de la felicidad, y es un día excelente para conocer a una persona que tiene tan buena reputación como vos. Seré, pues, con gran placer uno de vuestros invitados.
Giovanni da Scola
Su principal preocupación era saber si la joven lo reconocería. El seudónimo que había adoptado ocultaba sus orígenes, pero no sus facciones. No era imposible que Elena hubiera conservado un vago recuerdo de ellas. En cuyo caso, había previsto negarlo públicamente. Solo podía confesarle a Elena su verdadera identidad a solas, si algún día las circunstancias lo permitieran.
La góndola giró en el Gran Canal.
Giovanni sentía que se le aceleraba el corazón a medida que iba acercándose. Esperaba ese momento desde hacía cuatro años y no acababa de creer que unos minutos más tarde estaría frente a ella. Frente a Elena. Un sueño que le había parecido descabellado. Actualmente, los principales obstáculos habían sido apartados: se había convertido en un hombre atractivo y culto, Elena seguía siendo libre y lo había invitado a su casa. Sin embargo, Giovanni sabía que lo más temible estaba ante él. Ese último obstáculo sin rostro tenía un nombre: lo desconocido. Giovanni ya no vivía en un mundo imaginario. Sabía que él mismo podía sentirse decepcionado por ese reencuentro, que la joven que apenas conocía podía haber cambiado, no ser ya la misma. Sabía también que él podía muy bien no gustarle, que quizá ella tuviera un amigo íntimo, que no le interesara en absoluto la astrología y que lo hubiera invitado por simple cortesía.
Era lo desconocido lo que esperaba a Giovanni. Y el joven sentía dolorosos calambres en el estómago.
La góndola se deslizaba lentamente hacia el palacio Contarini, situado en la orilla izquierda del Gran Canal, en el barrio de San Samuele. Desde el regreso de Elena, Giovanni había pasado todos los días en barca por delante del palacio, con la secreta esperanza de ver a la joven asomada a una ventana. Había visto mucho ajetreo a causa de la preparación de la fiesta, pero no el rostro amado.
Se había puesto para la ocasión sus mejores galas, de seda y terciopelo azul y oro, compradas por una fortuna a un famoso comerciante del Rialto. Sabía que en Venecia, más que en cualquier otro sitio, la apariencia —la del rostro, la de la ropa, la de la vivienda, la de la góndola— era considerada una muestra de nobleza y de refinamiento.
Un sabio poco agraciado o mal vestido parecía un patán, y un aristócrata que viviera en una casa sencilla perdía todo su prestigio. Con el paso de los meses, Giovanni había aprendido las sutiles reglas del juego veneciano.
La góndola llegó ante la entrada del palacio. Unos farolillos iluminaban la gran puerta abierta, por delante de la cual desfilaba un flujo ininterrumpido de góndolas multicolores.
Giovanni fue recibido por un sirviente que le preguntó su nombre. Tras una breve comprobación, el hombre le indicó una ancha escalera que conducía al piso superior. Al pie de la escalera, una joven se hizo cargo de su capa y la colgó en un guardarropa.
Con el corazón desbocado, Giovanni subió muy lentamente los peldaños de piedra. Oía rumor de voces y, sobre todo, una música celestial: la de una orquesta de cuerda. Desembocó en una inmensa sala de recepción iluminada por la luz cálida y titilante de tres arañas de cristal y velas. Ocho altos ventanales daban al Gran Canal. En el centro, una suntuosa escalera de mármol blanco conducía a las habitaciones. Las paredes, decoradas con numerosos cuadros, estaban tapizadas con una tela roja. Unas mesas cubiertas de delicados manjares e innumerables bebidas estaban dispuestas a lo largo de las paredes. En una esquina de la estancia, una orquesta de cinco músicos tocaba sobre una tarima montada para la ocasión.
Cuando Giovanni entró en el salón, una cincuentena de invitados, todos bastante jóvenes, charlaban alegremente. Se detuvo en lo alto de la escalera; luego, como un autómata, recorrió la sala tratando de localizar a la mujer cuya sola imagen le hacía temblar.
—¡Aquí tenemos a nuestro astrólogo! —dijo de pronto una voz familiar.
Giovanni se volvió y se encontró con Agostino, rodeado de un grupo de amigos.
—¡Estás espléndido! —añadió el joven marchante de arte.
—¡No quería avergonzaros! Habéis sido vos quien ha hecho que me inviten a este divino lugar.
—¡Basta de ceremonias, mi buen amigo! Tuteémonos. Es espléndido, ¿verdad? Yo tampoco lo conocía. No es el más grande, pero sin duda es uno de los palacios más encantadores de Venecia. Ven, voy a presentarte a unos amigos que también lo son de Elena.
Agostino se acercó a un joven esbelto, que también formaba parte de la alta aristocracia, y a dos muchachas.
Giovanni quedó impresionado por la belleza de una de ellas. De tez blanca, cabellos como el azabache y hermosos ojos azules y misteriosos, iba completamente vestida de negro. Se llamaba Angélica. «Debe de ser Escorpio», pensó Giovanni, contemplándola.
—Estoy encantada de conoceros —le susurró la joven al oído—. Dicen que sois tan hábil interpretando las configuraciones astrales… como seductor.
—Me halagáis, señora.
—¡Vamos, estoy segura de que ya habéis adivinado cuál es mi signo astral!
—Confieso que no me sorprendería que fueseis Escorpio.
—¡Pues no!
—¿Lo veis? No estoy a la altura de mi reputación.
—Soy Tauro, pero tengo el ascendente en Escorpio…, así que, en realidad, no os habéis equivocado, querido astrólogo.
—Veo, señora, que ya habéis hecho que interpreten vuestro horóscopo.
—Mis padres encargaron hacer, tiempo atrás, el de todos sus hijos. Tengo, pues, mi carta natal, pero me encantaría que vinierais a interpretarla.
—Desconfiad de esta adorable criatura, amigo mío, ya ha picado a más de uno que todavía no se ha recuperado de los efectos de su dulce veneno —susurró una voz femenina a su espalda.
Él contestó, riendo y siguiendo el juego:
—¡Creo ser bastante mayor para defenderme de los Escorpio, e incluso de los Tauro!
Al volverse, se demudó. Una encantadora joven le tendía la mano.
—Elena Contarini.
Giovanni se quedó petrificado. Elena prosiguió con la misma sonrisa afable:
—Sois Giovanni da Scola, el famoso astrólogo, supongo…
—Lo… lo soy…, sí.
—Recupérate, amigo mío —intervino Agostino, dándole unas palmadas en la espalda a Giovanni—. ¡Ya te habíamos advertido que Elena es la mujer más bella de Venecia!